Tal vez en nuestra familia también existe, en apariencia escondida, una persona tan luminosa <br /><br />
La Gaceta
Espero que estos días de vacaciones tengan algo de tiempo para esos mayores que en nuestras familias son las raíces de lo mejor que todavía hay dentro de nosotros mismos
Durante estos días de teóricas vacaciones, sacudida nuestra necesidad de paréntesis y descanso por noticias de matanzas, hambrunas, empobrecimiento, artimañas políticas y frivolidades estivales, tal vez caliente de esperanza nuestro corazón leer una última carta. Tal vez en nuestra familia también existe, en apariencia escondida, una persona tan luminosa. Todavía estamos a tiempo de manifestarle, en vida, nuestro amor y reconocimiento. El caso fue como sigue.
Berta, arquitecto de 45 años, casada desde hace 18 años con Juan, de 47 años, piloto militar de las Fuerzas Aéreas, con grado de teniente coronel. Tres hijos de 16, 12 y 11 años. Antigua paciente. Me dice: «Le agradecimos mucho su presencia en el funeral y en el cementerio. Quiero traerle la carta que dejó en la última página de su diario. Nos conmovió a todos leerla tras su muerte. Sé que usted la apreciará en lo que significa y quizás pueda servir para otros».
El texto dice así (excluyo los datos identificatorios):
¡Queridísimos míos, todos!
No imaginé que sería así. Me doy cuenta de que me vais a internar y que ya no saldré viva. Dejadme el gusto de escribiros esta pequeñita carta al final de mi también pequeñito diario, ahora, mientras Matilde y Berta van haciéndome el equipaje en la habitación de al lado, la que da al jardín y al río…
Os miraba y observaba a todos estos últimos días, mientras me acompañabais por la clínica, de médico en médico, arriba y bajo. A ti, Matilde, y a tu marido, matasanos que, ahora, no sabe qué hacer conmigo, mi tan querido Carlos. A ti, Berta, y a tu tan bonito aviador, tu Juan, al que tanto quiero. Y a todos vuestros hijos, mis nietos (menciona el nombre de siete nietos, que suprimo). Y, sobre todo, a Ricardo, mi hombre desde que era una mocita, al que pronto veré, al que extraño como nunca supuse, ni le dije y se lo debo, que ahora tendré mucho tiempo para contarle demasiadas cosas que no supe en su momento. Cosas mías, cosas nuestras, tan profundas, a veces tan duras, tan hermosas, como sembrar y abonar y cuidar y recoger, cada cosa a su tiempo, así fue lo nuestro. ¡Qué bien! Pero no es de lo que quiero escribiros ahora.
Os miraba y observaba estos días, os iba diciendo. Veía cómo cuchicheabais a mis espaldas. Cómo, con disimulo, os quedabais en apartes con los médicos. Yo sé, hace tiempo, que estoy enferma, enferma del final. No es una sorpresa. Sí lo fue vuestro miedo… Me pareció que sufríais imaginándoos mi sufrimiento: el de morirme. Pero eso no me preocupa nada. Lo que me preocupa, a mí, es otra cosa, y eso quiero contaros. Entiendo de un modo difícil de explicaros que seguir viviendo o morir no me importa. Mi vida… ¿Qué es mi vida? Mi vida no es mi sangre corriendo por mis venas, mi corazón latiendo… ¿Mi vida? Esa vida es la que no me importa. ¿Mi Vida? Y, con mayúsculas os la pongo, mi Vida sois vosotros, todos vosotros, vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos. Vosotros sois mi Vida. Yo no soy la vuestra, pero la vuestra ha sido y es y será mi verdadera Vida. Soy vuestra madre y vuestra abuela… No sé si lo entendéis.
¿Os acordáis esta mañana cuando los médicos os han dicho lo que os han dicho? ¡Qué preocupación en vuestros ojos! ¿Cómo me lo ibais a decir? ¿Quién lo haría? Recordad que yo tomé vuestras manos, las de Carlos y Matilde, y Juan y Berta. Las tomé todas juntas, y todas juntas las uní con la mía. Sólo fueron unos segundos. Porque, enseguida, y eso es lo que quiero que se os quede grabado, tomé tu mano, Carlos, y la junté con la de Matilde, y tomé tu mano, Juan, y la junté con la tuya, Berta… Y os dije que no os preocuparais por mi vida, es decir, por mi muerte, porque mi Vida no era esa. Y os dije, recordadlo, que mi Vida sois vosotros unidos, juntos ahora y siempre. Mi Vida, hijos míos de mi alma, son vuestras uniones, vuestros matrimonios, vuestras familias…, y, luego, dentro de muchos años, los matrimonios de vuestros hijos, las familias unidas de cada uno de ellos. Esta es mi Vida, que no pierdo ahora, sino que la veo ganada ante mis ojos. Y, por esa bendición tan grande, os doy unas gracias tan íntimas, grandes y profundas, que no las sé explicar mejor. Os las doy en nombre de Ricardo también, son nuestro agradecimiento porque, unidos, sois Nuestra Vida, y, en vuestra unión, veo el fruto de la unidad de nuestro amor. Gracias, hijos míos. Ya me encargaré yo de pedirle al Buen Dios que os dé también esta bendición en aquel día vuestro, aquel día en que se descubre que el principio está al final.
No les importunaré con ningún comentario. Espero que estos días de vacaciones tengan algo de tiempo para esos mayores que en nuestras familias son las raíces de lo mejor que todavía hay dentro de nosotros mismos.
Pedro-Juan Viladrich es catedrático de Universidad y vicepresidente del Grupo Intereconomía.