La celebración del 60º aniversario de la ordenación sacerdotal del Santo Padre Benedicto XVI, una ocasión de oro para hablar sobre el sacerdocio<br /><br />
Por encima de todo, ha de ser hombre de oración, sacerdote para la Misa, siempre dispuesto al servicio de los sacramentos y de la caridad
Con ocasión del sesenta aniversario de la ordenación de Benedicto XVI —es ya mañana—, se han puesto en marcha numerosas iniciativas para orar por el Papa y por los sacerdotes, de las que me he hecho receptor y donante, si se puede expresar así. Sin duda es una ocasión de oro para hablar sobre el sacerdocio.
Voy a comenzar con un recuerdo personal del entonces Cardenal Ratzinger: en 2002, fui invitado a una conferencia sobre Cristo Único Mediador, que pronunciaba en la Universidad Católica de Murcia. He de decir que me impresionó fuertemente la conferencia porque, sin perder de ningún modo el tono académico que le era propio, traslucía precisamente un algo sacerdotal, profundo y tierno a la vez, cordial y con calado intelectual.
Después tuve la gran suerte de estar en un almuerzo en el que participamos unas veinte personas junto al cardenal. Yo era entonces Vicario del Opus Dei en esa zona, y como tal fui presentado antes de la comida. Enseguida hizo una referencia al fundador de la Prelatura del Opus Dei —era muy reciente su canonización—, por medio de un artículo que Ratzinger publicó en L’Osservatore Romano del mismo día 6 de octubre de 2002. Su título era Dejar obrar a Dios, unas palabras que condensan toda una existencia con un solo empeño: ser instrumento fiel de lo que Dios le pedía. Algo que le resultó alegre, muy alegre, pero duro, muy duro.
De mi primera impresión sobre el cardenal —estaba ante un sacerdote cien por cien—, he de confesar que salí conmovido, con la emoción de ver un ideal hecho vida en una persona. Porque ¿qué hace que uno tenga compostura sacerdotal, talante propio de un sacerdote? El Santo Cura de Ars decía muy brevemente que «el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús».
Algo muy parecido, aunque más explicitado, escribía san Josemaría: «¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya ‘alter Christus’, sino ‘ipse Christus’: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental (...). En esto se ve la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor» (Sacerdote para la eternidad).
Pienso que no importa pasarse de citas, si nos sirven de ayuda: «Sois siempre y en todo lugar —decía el Beato Juan Pablo II— portadores de vuestra específica vocación: sois portadores de la gracia de Cristo, Eterno Sacerdote, y del carisma del Buen Pastor. No lo olvidéis jamás; no renunciéis nunca a esto, debéis actuar conforme a ello en todo tiempo».
Lo que va quedando de estas palabras y recuerdos es que cada sacerdote es Cristo para repartir la gracia entre los hombres, lo que realizaremos mucho mejor si siempre procuramos actuar como lo que somos, el mismo Cristo, si permitimos que ese Cristo, que los demás han de ver particularmente en nosotros, sea fruto de dejar obrar a Dios, mucho más que de nuestras cualidades humanas, aunque procuremos tenerlas para acoger mejor a todos los miembros del pueblo de Dios.
El sacerdote —el santo, y el sacerdote debe buscar la santidad en su estado— ha de ser experto en humanidad, comprensivo, claro, hombre que sepa escuchar, alguien dispuesto a aprender de todos y a enseñar con humildad a todos, una persona con buen humor, con un talante abierto, dialogante y —a la vez, porque no son términos opuestos— firme en la fe, lleno de caridad, abierto a la esperanza. Pero, por encima de todo, ha de ser hombre de oración, sacerdote para la Misa, siempre dispuesto al servicio de los sacramentos —habría que citar muy especialmente el de la Penitencia auricular, personal y secreta— y de la caridad.
Hay algo que escribe Tomás de Aquino, citando a San Jerónimo, que tal vez resulte útil, tal vez no en su literalidad: «Hay sacerdotes que, abandonando los Evangelios y los Profetas, se dedican a leer comedias y a cantar estrofas amatorias de versos bucólicos» (S.T. II-II, q. 167, a. 1). Sirve a modo de parábola para recordar que todas las horas del día resultan pocas para ejercer el ministerio. No es infrecuente escuchar la queja de que el mundo se laiciza y vienen menos fieles por las iglesias. Es la hora, para sacerdotes y laicos, de vivir literalmente la parábola de los invitados a las bodas, que excusaron su asistencia. Salid a los caminos, dirá Jesús, y traed a todos los que encontréis. Y salieron y se llenó el convite. No necesita comentarios.
Todos conocemos la famosa frase de San Agustín, que resumo: para vosotros soy obispo; con vosotros, soy sacerdote. Es casi lo que acaba de afirmar Benedicto XVI diciendo que él, fundamentalmente, es sacerdote. En su obra Convocados en el camino de la fe, Ratzinger se pregunta cómo se compatibilizan dos afirmaciones del Magisterio acerca de la misión del sacerdote aparentemente contradictorias: por un lado, se dice que su primer deber «consiste en ofrecer el sacrificio eucarístico y administrar los sacramentos» mientras que también se afirma que ese «primer deber (primum officium) es anunciar el Evangelio». Es interesante la cuestión porque, en ocasiones se ha hecho caballo de batalla de la insistencia en uno u otro campo cuando en realidad es el mismo.
Por resumir, con el riesgo de resultar insuficiente, viene a decir que Jesús no separa su predicación de muchos signos —algunos claro anticipo de los sacramentos— como los milagros. Él mismo es la Palabra encarnada, una perfecta correspondencia entre palabra y signo, tal como es la estructura sacramental. Además, dice Ratzinger que Jesús no comparte contenidos ajenos a su Persona, como puede hacer un narrador. Lo que pide es estar con Él. Y toda la predicación quedaría vacía si no conduce a la vida en Cristo, lo que también comporta llevarlo a los demás, algo a realizar por el predicador cristiano, pero no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Cristo y, a través de la comunión con el hombre Jesús, conducir a la comunión con el Dios vivo, uno y trino.
Termino con unas palabras del mismo texto que, por razones obvias, me son especialmente queridas: «Me viene a la memoria una anécdota de los orígenes del Opus Dei. Una joven había tenido la ocasión de participar por primera vez en conferencias de D. Josemaría Escrivá. Sobre todo tenía curiosidad por escuchar a tan elogiado orador. Pero cuando participó con él de la misa —así lo contaba después— ya no quería seguir escuchando a un orador humano, sino sólo reconocer la palabra y la voluntad de Dios. El servicio de la palabra exige del sacerdote la participación en la Kénosis de Cristo, el abrirse y el parecerse a Cristo».