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Otras cosas no lo mueven, a veces lo paralizan o lo tuercen
En el último verso de su Divina Comedia, dice Dante que “el amor mueve al Sol y las demás estrellas”. Alguien replicará que al mundo le mueven sobre todo los intereses, el dinero, el poder, etc. Otros pensarán que al mundo le mueven las ideas. Pero lo que de verdad mueve al mundo es el amor.
Esto se aclara plenamente cuando se vive y se comprende la fe cristiana. Lo ha explicado Benedicto XVI en su homilía de Pentecostés (12-VI-2011), en tres pasos: el Espíritu santo (tercera persona en Dios, uno y trino, amor del Padre y el Hijo, persona-amor en Dios), es el vínculo entre lo humano y lo divino; Jesucristo es la manifestación de la verdad del amor; la Iglesia es comunidad de amor (y, por tanto, de amistad y de alegría).
Primero el Espíritu Santo. «El Espíritu creador de todas las cosas, y el Espíritu Santo que Cristo hizo descender desde el Padre sobre la comunidad de los discípulos, son uno y el mismo: creación y redención se pertenecen mutuamente y constituyen, en el fondo, un único misterio de amor y de salvación. El Espíritu Santo es ante todo Espíritu Creador y por tanto Pentecostés es la fiesta de la creación».
Esto, según el Papa, tiene como consecuencia una visión positiva del mundo y de Dios que lo creó por amor. «Para nosotros los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que Él se alegra porque es “algo bueno”, “algo muy bueno”, como nos recuerda el relato de la Creación (cf. Gn 1,1-31)».
Si Dios es bueno, y si el mundo (el ser creado) es un acto del amor de Dios, entonces no es verdad lo que a veces se dice de Dios: que no se le puede conocer, que está lejos de nosotros, que si permite el mal, entonces no es bueno... «Por ello, Dios no es el absolutamente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela y tiene un rostro. Dios es razón, Dios es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza». Dios es amor que se comunica y se entrega en su Espíritu, tanto al crear todas las cosas como al enviárnoslo en Pentecostés.
En definitiva, cuando surgen la preguntan: ¿cómo compaginar la vida diaria con la fe, la historia humana y la salvación, las realidades terrenas (el trabajo, el amor humano, la búsqueda de la justicia) y lo propiamente divino (la santidad, la eternidad, la gracia)?, la respuesta viene luminosa: con el Espíritu Santo. Y no es una “escapatoria piadosa”, porque Él es el amor que hace participar de la santidad divina (por la oración y los sacramentos) y conduce al amor del prójimo.
Segundo, Jesucristo como “rostro” humano del amor. San Pablo dice que el Espíritu Santo nos lleva a reconocer que “Jesús es el Señor” (cf. 1 Co 12, 3b), lo que es un resumen del Credo. Observa Benedicto XVI que esa expresión se puede leer en dos sentidos: «Jesús es Dios, y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad de nosotros mismos».
Esa Verdad que es y nos comunica el Espíritu Santo —la Verdad del amor— es transformadora y unificante, respetando lo diverso de las culturas, de las lenguas, de las mentalidades: «La multiplicidad se hace unidad multiforme, del poder unificador de la Verdad crece la comprensión». Donde estaba Babel (la confusión) surge la nueva comunidad que es la Iglesia, familia de Dios.
Con otras palabras: el amor de Dios, que une y da vida, se nos da en el Espíritu Santo para que seamos una sola familia que trae la unidad y la vida al mundo. Y esto no es una teoría puramente espiritual, inventada para conseguir poder o influencia, una especie de mística política. Es el horizonte realista, bello y posible, que se ofrece en el Evangelio, y que se puede alcanzar por medio de la fe (don de Dios que suscita nuestra oración) y los sacramentos.
Tercer punto, la Iglesia, comunidad de amor (y por tanto de amistad y de alegría). Para explicar la íntima unión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre, el Evangelio de San Juan representa al Espíritu como el soplo de Jesús resucitado (cf. Jn 20, 22), en recuerdo del soplo divino que dio vida al primer hombre en la creación (cf. Gn 2, 7).
El aliento y el fuego del Espíritu Santo, y con Él la nueva Ley del amor (cf. Hch 2, 2-3; Ex 19, 18) nos llega a los cristianos por la fe y los sacramentos.
El libro de los Hechos nos habla de los primeros frutos de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 9-11), su poder unificador y vivificador, en aquel grupo de hombres y mujeres que configuraron la Iglesia naciente y se esparcieron por el orbe conocido. Nos quiere decir que «la Iglesia es católica desde el primer momento, que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas. Desde el primer instante, de hecho, el Espíritu Santo la creó como Iglesia de todos los pueblos; ésta abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, clase, nación; abate todas las barreras y une a los hombres en la profesión del Dios uno y trino».
Esto confirma lo que confesamos en el Credo: «Desde el principio la Iglesia es una, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre». Y todo ello conduce a la alegría, porque Cristo —el “Amigo perdido”— sigue vivo, ha vencido a la muerte y está con nosotros para darnos la alegría como don del Espíritu Santo.
En otros términos: la Iglesia surge por la venida del Espíritu Santo, como comunidad de amor. Es la comunidad y la familia de Jesús, Verbo encarnado que sigue dando vida a cada cristiano y al mundo, por la fe, los sacramentos y el amor.
Por eso la familia de Dios es también el lugar de la amistad y de la alegría. Pero, atención. Esto no quiere decir que el programa cristiano sea “eclesiastizar” el mundo. La misión de la Iglesia y de cada cristiano es abrir a cada persona y al mundo —en su verdad, bondad y belleza— a ese Dios, que es Amor, “Deus caritas est”, y, por tanto, al amor. Por ahí va la solución a todas las “crisis”. El amor, con hechos, es lo que mueve de verdad al mundo. Otras cosas no lo mueven, a veces lo paralizan o lo tuercen.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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