No hay cuestión candente hoy sobre la que Chesterton no dijese algo esencial<br /><br />
La Gaceta
El mayor peligro de la civilización moderna era el pesimismo, y él se propuso poner todo de su parte para contrapesarlo…, incluso en el sentido más literal del término
En uno de sus debates, Gilbert Keith Chesterton advirtió al público: «No estoy tan gordo, lo que pasa es que este micrófono me está amplificando». Fue la única ocasión en que se disculpó por su envergadura.
Generalmente presumía. Por ejemplo, de ser el más caballeroso de Inglaterra: cuando dejaba su asiento en el tranvía lo hacía —tal era su volumen— a dos señoras como mínimo. Pero aquel tamaño es nada comparado con el que ha adquirido (y aumentando) a los 75 años —que hoy se cumplen— de su muerte, el 14 de junio de 1936. Su rival en muchos de aquellos debates, G. B. Shaw, ya se percató del fenómeno: «Chesterton es el Hombre Montaña, una copiosa persona gigantescamente querúbica, que no sólo es grande fuera de toda decencia de cuerpo y de espíritu, sino que parece crecer mientras le miras».
¿Por qué sigue creciendo año tras año la figura de Chesterton, cada vez más editado, más leído, más citado, más admirado y hasta más venerado? Hay un montón (también creciente) de razones. Diagnosticó lo que estaba mal en el mundo y propuso soluciones inverosímiles de puro sentido común. Advirtió que la próxima herejía consistiría en un ataque a la moralidad, especialmente a la moral sexual, y que en el centro del huracán estaría la Iglesia, combatida tanto por el relativismo y el subjetivismo como por cientificismos varios.
No hay cuestión candente de ahora sobre la que no predijese algo esencial. Sobre el progresismo, notó que el dogma del progreso inevitable es, en realidad, una justificación de la pereza y que, además, si uno se encuentra al borde de un precipicio, lo aconsejable es que no progrese ni un centímetro. Sobre el materialismo: «Quitad lo sobrenatural, y lo que queda es lo antinatural». Sobre el laicismo: «La religión es precisamente lo que no puede ser dejado al margen porque lo incluye todo». Sobre el hedonismo: «La furia con que el mundo actual busca el placer prueba que carece de él». Sobre la presión fiscal: «Un ciudadano apenas distinguiría un impuesto de una multa si no fuera porque la multa suele ser mucho menor». Sobre la psicología: «La revuelta contra la confesión trajo algo mucho peor que la confesión: la psicoterapia, que no es sino una confesión sin absolución y sin ninguna de las protecciones del confesionario». Sobre la ingeniería social: «Prefiero las bodas a los divorcios y los bebés al control de natalidad». Incluso nos dejó un consejo de perfecta aplicación a las nuevas tecnologías: «Pensar significa conectar ideas».
Pero no es sólo lo que decía, sino a quién y cómo. En los países mayoritariamente católicos, la defensa pública de la fe, por muy necesaria que fuese en el primer tercio del siglo XX, sonaba consabida y convencional. En un país oficialmente anglicano y prácticamente indiferente, tenía, en cambio, el excitante sabor de la aventura. Nuestro perspicaz Josep Pla se explica la exuberancia del converso Chesterton porque este expuso sus tesis a un ambiente hostil: «Se vio obligado a mantenerse en un tono de gran brillantez mágica, precisamente porque la tensión contraria lo encabalga continuamente». Si en España en los últimos años se han vuelto tantos ojos hacia el escritor inglés, no es por casualidad: aquí estamos ahora en las mismas, y su existencia es un premio (gordo) que nos ha caído en suerte. Un gran ejemplo.
La simpatía desbordante, la cultura vivida, una inmensa amenidad, la pasión por la controversia, las paradojas asombrosas fueron sus herramientas rutinarias de trabajo, pero la principal era su sentido del humor. El tono de la época ayudaba: «El acto de defender cualquiera de las virtudes cardinales posee hoy toda la hilaridad de un vicio»; pero su humor hunde sus raíces en un humus más hondo: en su humildad y su asombro ante el mero hecho de existir. Su gracia nace de su agradecimiento. Kafka, que no se chupaba el dedo, lo vio claro: «Chesterton es tan alegre que casi se podría decir que ha encontrado a Dios». Su fama de fumador, bebedor y comedor insaciable, además de fuente continua de chistes, tenía una segunda intención: la de zaherir a tantos partidarios del vegetarianismo, la abstinencia, el pesimismo, el deporte, los hábitos saludables y todo eso como ya entonces empezaban a amargar la vida del prójimo. Y una tercera: dar gloria a Dios: «Me parecía que el propósito del mundo era bello y que debíamos agradecerlo con humildad y modestia, tomando borgoña y buena cerveza sin abusar». El mayor peligro de la civilización moderna era el pesimismo, y él se propuso poner todo de su parte para contrapesarlo…, incluso en el sentido más literal del término.
GKC, porque no se consideraba más que un jolly journalist (un alegre periodista), se sorprendería mucho de encontrarse tan engrandecido. «Yo no soy tan grande, lo que sucede es que esta época, esta microépoca, me está amplificando», se disculparía. Nosotros, que sabemos que dentro de 25 años, en el centenario de su muerte, será aún mucho mayor, no diríamos nada: sonreiríamos. La humildad no era el menor de sus encantos.
Enrique García-Máiquez es poeta y traductor de Chesterton