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La fe puede compararse al árbol que se enraíza a partir del encuentro personal con Cristo, de la vida con Él y el conocimiento de cuanto ello comporta
Jesús comparó el fruto de los árboles a los frutos que deben dar las personas, y aquí se puede ver de modo más inmediato una similitud con las ramas de los árboles, que dan fruto porque su savia viene del tronco común al que están unidas
JMJ Madrid 2011: Esperando a Benedicto XVI
«Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios
permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2, 14)
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Las palabras de la primera carta de San Juan (2, 14) que encabezan estas líneas, se aplican no sólo a los cristianos jóvenes de edad, sino a todos los jóvenes de espíritu. Son fuertes —cabría decir— precisamente porque permanecen unidos a la Palabra que es Cristo, y por eso han vencido al Maligno, de una vez por todas.
Esas palabras me venían a la mente al releer el lema de las Jornadas Mundiales de la Juventud previstas para Madrid-2011: “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”, texto que pertenece a la carta a los colosenses (2, 7). En él se habla de tres cosas en relación con Cristo: de algo que tiene raíces, de una edificación y de la fe.
Arraigados…
En primer lugar, arraigado está, efectivamente, quien tiene raíces, como los árboles. En los lugares secos o desérticos, un árbol es una bendición de Dios, y alrededor de él crece la vida. Los árboles son los más altos entre los seres vivos. Por eso muchos los consideraron como puentes entre la tierra y el cielo, dotados de carácter quasi divino. Rabrindranath Tagore escribió: «Calla, corazón, que estos grandes árboles son oraciones».
En el libro del Génesis (2, 9) se cuenta que Dios plantó en el paraíso muchos árboles, pero sobre todo dos: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. En sentido simbólico se pueden considerar como uno solo, puesto que no hay vida propiamente humana sin conocimiento ni al revés. Nuestros primeros padres desobedecieron el precepto de no comer del árbol del bien y del mal. Así rompieron la unidad entre el conocimiento y la vida, es decir, el acceso a la sabiduría. El salmo primero compara al hombre justo con un árbol fecundo. El último libro de la Biblia, el Apocalipsis (22,2), dice que en la ciudad sagrada del tiempo final “el árbol de la vida produce frutos doce veces: cada mes da fruto; y las hojas del árbol sirven para sanar a las naciones”.
Jesús comparó el fruto de los árboles a los frutos que deben dar las personas, y aquí se puede ver de modo más inmediato una similitud con las ramas de los árboles, que dan fruto porque su savia viene del tronco común al que están unidas. Saint-Éxupéry —que no vivió propiamente como cristiano— rezaba a su manera: «Señor, úneme al árbol al que pertenezco». La humanidad entera es este árbol. Claramente ramas de un mismo tronco somos los cristianos, sarmientos de la misma vid, que es Cristo. Él es el verdadero árbol de la vida que surge por su entrega sobre la Cruz.
Edificados en Cristo
¿Qué significa ser “edificados en Cristo”? Para las religiones antiguas el edificio más importante era el templo, construido con alusiones cósmicas (la tierra, el mar, la bóveda celeste). En el Antiguo Testamento, y especialmente desde Moisés, Dios desea que se le construya un templo donde sea adorado como el Dios vivo que hizo todas las cosas y mantiene el mundo; luego los profetas fueron aclarando que lo importante no es el templo exterior sino la pureza del pueblo en relación con Dios.
Con Jesús se manifiesta como el verdadero templo, que es su Cuerpo individualmente, y también prolongado y "engrandecido" místicamente en la Iglesia. Según San Pedro, los cristianos son las “piedras vivas” de un templo donde se da culto a Dios a través de Jesucristo. Por medio de ellos y su trabajo, el mundo —sin dejar de ser lo que es— puede volver a ser ese “paraíso perdido” donde todo —hasta los árboles— habla de Dios, y, por la vida del hombre, dar culto al Dios verdadero. La edificación de ese templo es el gran drama de la historia, hacia donde caminan los destinos de los pueblos, las culturas y las religiones.
Por si fuera poco, San Pablo les dice en su primera carta a los corintios (3, 16) que los cristianos —cada cristiano que vive en estado de gracia— son templo donde habita el Espíritu Santo, como Jesús había anunciado. De esto dan testimonio los santos, especialmente los místicos, como Santa Teresa de Ávila en su obra Castillo interior (séptima morada). La Trinidad comunica al fondo del alma —a esa raíz más profunda de la persona— el movimiento del amor eterno, de una manera siempre nueva.
Y todo ello —Jesús como Templo, la Iglesia que es como su agrandarse en la historia, cada cristiano en su alma— es aún más perfecto en el cielo, donde se da gloria a Dios, en una fiesta continua, a partir de la entrada del Hijo de Dios en su ascensión, como Cabeza de la Iglesia gloriosa. En esta fiesta nos introducimos cada vez que participamos en la Misa.
Así nos vamos edificando como un grandioso templo, del que los templos de piedra son figuras.
Se cuenta de aquella madre que mirando a su hijo pequeño en medio de un grandioso templo, le sugería al oído: «Tú eres, hijo, la mejor catedral».
A propósito de este “misterio cristiano del Templo”, Jean Daniélou llegó a escribir que para el cristiano, «el único trabajo que le interesa, es hacer crecer en cada instante la vida de Cristo en él y en los demás» (Le signe du Temple, 1942), en medio de todas sus actividades y gracias a la Eucaristía, como incoación de esa Vida que encontrará después de la muerte.
Firmes en la fe
Finalmente, el lema que ha propuesto el Papa, habla de estar “firmes en la fe”. La fe puede compararse al árbol que se enraíza a partir del encuentro personal con Cristo, de la vida con Él y el conocimiento de cuanto ello comporta. Así va creciendo el tronco del que salen las ramas y los frutos de la fe, vivida personalmente y en la Iglesia. Una fe que debe hacerse cultura; pues, según Juan Pablo II, «una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida». El templo que Dios va construyendo en la historia con nuestra pobre colaboración, es también signo e instrumento de la fe.
* * *
San Pablo escribe, acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas: «Jesucristo, el Hijo de Dios no fue ‘sí’ y ‘no’, sino que en él se ha hecho realidad el ‘sí’. Porque cuantas promesas hay de Dios, en él tienen su ‘sí’; por eso también decimos por su mediación el ‘Amén’ a Dios para su gloria» (2 Co 1, 19-20).
El sí de Dios y nuestro sí
Esto equivale a decir que después del primer “sí” que Dios iba dando a todo lo creado (“Y vio Dios que era bueno”), con Cristo se ha renovado “el sí de Dios Padre” a la humanidad y sus afanes. Y “metidos” en Cristo pronunciamos los cristianos el “Amén” (así sea) a Dios y a su amor. El “sí” de Dios es lo que hace posible nuestro “sí”: que aceptemos agradecidos nuestra vida como Dios la quiere, que le seamos fieles, que cumplamos su voluntad y participemos de sus planes salvadores.
Afirmó Joseph Ratzinger hace unos años que entre los cristianos, como somos miembros unidos en Cristo, el “sí” de cada uno participa del “sí” de nuestra Cabeza. Y cada uno puede transmitir al otro —aunque no exista una “simpatía” natural—, junto con el personal “sí”, un “sí” mayor que el mío propio, que le ayude a sentir ese profundo “sí” que da sentido y valor a todo “sí” humano. Si decimos ese “sí” junto con el de Cristo, especialmente a sus miembros más pobres y necesitados, iremos descubriendo que su “sí” es verdaderamente un yugo suave y una carga ligera (cfr. Mirar a Cristo, Edicep 2005).
La verdad del amor, el camino de la esperanza, el fundamento de la fe
Benedicto XVI viene expresando todo esto, en el itinerario de su pontificado, con sus hechos y sus palabras: el Evangelio es, ante todo una afirmación, un gran sí a todo lo que Dios ha creado comenzando por las personas y sus anhelos. Así se une la verdad del amor cristiano y el camino de la esperanza, desde la raíz o el fundamento fuerte y luminoso de la fe. Lo señalaba en su primera encíclica:
«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios... El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar».
Sin duda son los jóvenes —de todas las edades— los que tienen más capacidad para captar y realizar ese proyecto, que comienza por el “sí” de Dios al hombre, y que ha querido necesitar de nuestro “sí”.
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Es lo que han vivido los santos. No sólo los que se fueron al cielo de jóvenes —o de niños—, sino todos los que supieron seguir siendo jóvenes en la madurez y en la ancianidad, con la juventud de Cristo: tanto los mártires desde los primeros cristianos como los Padres de la Iglesia, los místicos y los fundadores, los educadores, pastores y evangelizadores, y otros muchísimos que vivieron una vida ordinaria en su familia y en su trabajo, y que siguen, “ocultos” en el cielo, intercediendo por nosotros.
Entre todos ellos, y por citar sólo los santos canonizados representativos del último siglo, cabe recordar en Alemania, a Arnoldo Janssen y Sor Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein); en Austria, Úrsula Ledóchowska; en Chile, Alberto Hurtado Cruchaga y Teresa de los Andes; en Ecuador, Miguel Febres Cordero; en España, Sor Ángela de la Cruz, Rafael Arnáiz Barón, Josemaría Escrivá de Balaguer, Josep Manyanet y Vives, Ezequiel Moreno Díaz, Jose María Rubio Peralta, Genoveva Torres Morales, Pedro Poveda Castroverde y otros Mártires de la Guerra Civil; en Francia, Joseph-Marie Cassant; en Italia, Gianna Beretta Molla, Maria Bertila Boscardin, Calixto Caravario, Annibale María di Francia, María Goretti, Jose Freinademetz, Ricardo Pampuri, Pío de Pietrelcina, Felipe Smaldone y Luis Versiglia; en Malta, Jorge Preca; en México, Rafael Guizar y Valencia, Jose María de Yermo y Parres y los Mártires de la Guerra Cristera; en Polonia, Alberto Chmielowski, María Faustina Kowalska y Maximiliano Kolbe; y en Sudán, Josefina Bakhita.
Desde aquí queremos también honrar a estos santos y a los que, antes que ellos, dijeron “sí” a Jesucristo, siguiendo el “sí” que Él dio con toda su vida. Los que vengan detrás, serán también siempre jóvenes.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
Una primera versión de este texto ha sido publicada como presentación del libro "Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios" (Ed. Eunsa, 2010)
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