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Las distancias se han eliminado y no hay barreras para el diálogo; pero mucho me temo que el siglo XXI acabe siendo también el de la incomunicación
Ha terminado el curso. Los chicos y chicas de segundo ya pasaron el Rubicón de la selectividad y aunque muchos aseguran que no olvidarán el colegio y volverán todos los meses para hablar con el sacerdote, uno sabe muy bien que sus apasionadas promesas son sólo humo que desaparecerá en pocas semanas sin dejar rastro. Así ha sido siempre y así tiene que ser gracias a Dios. Al capellán sólo le queda la esperanza de que la semilla esté bien sembrada y dé fruto en otro lugar y en otro tiempo.
Han pasado más de quince días desde mi última conversación con Jorge. Venía, como siempre, con su Smart Phone en la mano y un par de cables blancos colgados de las orejas.
Jorge es un tipo simpático aunque demasiado serio para su edad. Tiene sus razones: sus padres están en proceso de separación y él se encuentra entre dos aguas ejerciendo de juez y sin saber a qué carta quedarse.
Hablamos un rato de lo de siempre y ni por un instante apartó la mirada de la pequeña pantalla de su Smart. A veces incluso tecleaba velozmente sin dejar de escucharme, y yo me preguntaba cómo es posible que aquellos dedos enormes acertasen en el minúsculo teclado que lleva el aparato.
― ¿Con quién chateas?
― Con nadie, con una amiga…
No caí en la tentación de decirle que es poco educado eso de chatear a diestro y siniestro mientras hablas con el cura. Probablemente no lo habría entendido; y es que, en realidad, la mayor parte de los chicos y chicas de su curso se pasan media vida con los cables en la oreja y la pantalla entre los dedos.
Ya me he acostumbrado al espectáculo de cada mañana. Cuando llego al colegio, en el pequeño vestíbulo que hay frente a la capellanía y a las aulas de segundo, nunca faltan cinco o seis chavales ―casi siempre los mismos― que han llegado tarde y no les dejan entrar en clase. Se portan muy bien; el silencio es absoluto: cada uno viene con su minúsculo aparatito y sus auriculares insertados directamente en el tímpano. Sentados en los bancos, ellos se inclinan hacia adelante y teclean mansamente; ellas adoptan una postura más airosa, como de yoga, con las piernas cruzadas sobre el asiento y la cabeza erguida; pero también teclean y teclean si abrir la boca.
Es verdad que estamos en el siglo de la comunicación. Las distancias se han eliminado y no hay barreras para el diálogo; pero mucho me temo que el siglo XXI acabe siendo también el de la incomunicación. Cuando veo a los chavales “empantallados”, disecados y anestesiados, me dan ganas de hacerles cosquillas y despertarlos del letargo cibernético en el que se encuentran.
Se ha escrito mucho sobre los juegos de ordenador que existen en el mercado ―miles― con contenidos sexistas, violentos y pornográficos, racistas…, etc. Es un asunto grave, sin duda, pero no caigamos en la trampa: no se trata de sustituir unos juegos malos por otros buenos y piadosos. El mayor peligro está en esa pantalla hipnótica, deshumanizadora e infantilizante que convierte a los adolescentes y a los adultos en estúpidos crónicos, siempre ensimismados, sin musculatura en el cuerpo ni en el alma.
No hay pantalla que pueda sustituir al trato personal, a la conversación cara a cara, al deporte en equipo, a las peleas en la playa o en el campo, a la amistad y al amor al aire libre. Prefiero un buen partido de fútbol con esguinces y fracturas a esos cerebros poseídos por Google, Microsoft o Steve Jobs. Lo que de verdad forma a los chicos y los convierte en personas maduras es el encuentro real con seres reales de su misma especie; y los triunfos, los fracasos, las cicatrices que deja la vida; las alegrías y las penas; los amores reales, tridimensionales y sin photoshop.
No, Kloster; no estoy gruñón esta mañana. Yo mismo estoy frente a una pantalla ahora mismo y enviaré a Mundo Cristiano estas líneas aprovechando una conexión inalámbrica que me puede conectar con todo el Planeta. Pero, al ver la manzana mordida del Ipad en el que escribo, he recordado que este paraíso virtual tiene también su serpiente. Y hay que aplastarle la cabeza antes de que sea demasiado tarde.
Enrique Monasterio
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