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Treinta años después del atentado que casi le cuesta la vida a Juan Pablo II (13-V-1981), se ha hecho público el texto que había preparado para aquel día, y que nunca fue pronunciado.
Se centraba en la conmemoración del 90º aniversario de la encíclica Rerum novarum, de León XIII (15-V-1891), considerada como Carta magna de la acción social de los cristianos (y por tanto de la Doctrina Social de la Iglesia).
Juan Pablo II señalaba que aquella encíclica era «demostración irrefutable de la viva y solícita atención de la Iglesia en favor del mundo del trabajo». Se alzaba en defensa de los oprimidos y los pobres, los humildes y los explotados, como «eco de la voz de Aquél que había proclamado bienaventurados a los pobres y los hambrientos de justicia». Subrayaba por tanto «la misión recibida de Cristo para salvar al hombre en su dignidad integral».
Enseñar y vivir lo que Jesús hizo: "toda la verdad"
Con ese fundamento afirmaba el Papa: «La Iglesia está llamada por vocación a ser en todas partes la defensora fiel de la dignidad humana, la madre de los oprimidos y de los marginados, la Iglesia de los débiles y de los pobres». Ella —seguía explicando— quiere no sólo cumplir un encargo del Señor, sino enseñar y vivir lo que Jesús hizo: «Quiere vivir toda la verdad contenida en las bienaventuranzas evangélicas, sobre todo, la primera, "Bienaventurados los pobres de espíritu"; la quiere enseñar y practicar lo mismo que hizo su Divino Fundador que vino "a hacer y a enseñar" (cf. Hch 1, 1)». Atención a lo que se dice, porque esta será una cuestión clave para Juan Pablo II: ser “pobres de espíritu” implica preocuparse de hecho por los pobres y los necesitados. Eso forma parte de “toda la verdad”, y por tanto de la misión evangelizadora.
Ya lo había indicado el Concilio Vaticano II al comienzo mismo de la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1).
Pues bien, en esa perspectiva Juan Pablo II deseaba —a partir de aquel 13 de mayo que pasó por otro motivo a la historia— «hacer cada vez más conscientes a las Iglesias locales, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los laicos, de su derecho-deber de prodigarse por el bien de cada uno de los hombres, y de ser en todo momento los defensores y los artífices de la auténtica justicia en el mundo». Con otras palabras: «Volver a afirmar la importancia de la enseñanza social como parte integrante de la concepción cristiana de la vida». Con esa finalidad anunciaba una serie de catequesis, que, por lo que sabemos, no llegó a desarrollar. Con todo, exactamente cuatro meses después firmó su primera encíclica de tema social sobre el trabajo (Laborem exercens, 14-IX-1981). Luego vendrían la Sollicitudo rei socialis (30-XII-1987) y la Centessimus annus (1 de mayo de 1991). No parece una casualidad que haya sido beatificado el 1 de mayo, día del trabajo, por Benedicto XVI, que viene contribuyendo con clarividencia a la sensibilización social de todos, en nombre del Evangelio.
El amor preferencial por los pobres
En esa línea, cabe ahora recordar aquí una de las audiencias generales de Juan Pablo II, el 27 de octubre de 1999, sobre “el amor preferencial por los pobres”.
Retomaba entonces una afirmación fundamental del Concilio Vaticano II sobre este tema: «Como Cristo fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres, a sanar a los de corazón destrozado (Lc 4, 18), y a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 9, 10), así también la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador, pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» (LG 8).
A continuación efectuaba un recorrido por la Sagrada Escritura para mostrar que se contiene ahí una enseñanza progresiva sobre los pobres. En el Antiguo Testamento, al principio la pobreza se ve como una desgracia, y al mismo tiempo se denuncian proféticamente la explotación y la opresión de los pobres y los desvalidos, las viudas y los huérfanos. Por eso pronto abundan las normas para defenderlos; porque, en resumen, «defender al pobre es honrar a Dios, padre de los pobres». Y se promete que el Mesías se interesará por ellos y les hará justicia.
Poco a poco la pobreza va adquiriendo un valor religioso, en cuanto que los fieles a Dios deben ir adquiriendo una actitud humilde y pobre, confiando en la liberación futura. Y así se entienden las palabras de Jesús (cf. Lc 18-19), sus enseñanzas y sus actitudes respecto de los débiles y los pobres, los enfermos y los niños, para mostrar que pueden ser ricos en la fe y heredar el Reino de Dios (cf. St 2, 5).
No hay virtud de la pobreza sin la preocupación activa por los pobres
Deducía Juan Pablo II que esa doble actitud —la actitud de amor hacia los pobres y la actitud interior de irse haciendo espiritualmente pobre— es la que constituye la virtud cristiana o evangélica de la pobreza. «La pobreza ‘evangélica’ implica siempre un gran amor a los más pobres de este mundo». Es una virtud que, «además de aligerar la situación del pobre, se transforma en camino espiritual»; por eso lleva a buscar voluntariamente una cierta pobreza material, no como fin en sí mismo, sino como medio para seguir a Cristo (cf. 2 Co 8, 9).
Y concluía: la misión cristiana implica como actitud fundamental la preocupación por construir una sociedad más justa. Y por eso «los cristianos, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, deberán contribuir, mediante adecuados programas económicos y políticos, a los cambios estructurales tan necesarios para que la humanidad se libre de la plaga de la pobreza».
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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