Fue uno de los más grandes propiciadores y artífices de la caída (…) de los Muros que no sólo aislaban a Berlín… Y hasta eso disgusta a algunos
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Algo muy común enlaza el destino de los santos: no gustaron ni gustan a los poderosos, a los soberbios, a los sabelotodo; y, en cambio, son apreciados y respetados por “los pobres de espíritu y los humildes de corazón”
Ayer fue beatificado Juan Pablo II, Papa: un nombre para la eternidad y un hecho discutido en la Tierra. Así son las cosas. Incluso las del espíritu.
Nada hay que recordar de la vida de Karol Wojtyla: polaco, huérfano, poeta y actor, obrero, sacerdote en la clandestinidad, intelectual, arzobispo, cardenal y Papa… Algunos añaden: “el último gran líder del siglo XX”; y yo añado más: “y, probablemente, del siglo XXI”, que, en esta primera década, no anda sobrado de colosos sino más bien huérfano de ellos y ahíto de figurones…
En medio de la polémica que, a los seis años de su muerte, aún suscita este Papa “que vino de lejos” —como él dijo de sí mismo— y que habló, lloró y gritó por la libertad, por las libertades de los cuerpos, de las almas, de las conciencias, hay pocas cosas en las que tirios y troyanos estén de acuerdo; quizá la única es esta: fue uno de los grandes —de los más grandes— propiciadores y artífices de la caída del Telón de Acero, de los Muros que no sólo aislaban a Berlín… Y hasta eso disgusta a algunos.
Por lo demás, a Karol Wojtyla casi lo mata el odio en un atentado; enrabietó a comunistas, ultra capitalistas y ultra liberales; en los últimos años de su vida, lo intentan echar a empujones de la Silla de Pedro por viejo, por enfermo.
Y, ahora, cuando su Iglesia —la católica y no el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, por ejemplo— declara que lo inscribe en el catálogo de sus —insisto: sus— santos, tampoco cae bien el asunto… Demasiado rápido —“sólo” seis años después de su muerte—, demasiadas facetas de su vida y su Papado no investigadas… Todo demasiado “mediático”, demasiado “relaciones públicas”.
De modo que los millones y millones de personas de toda raza y condición que ayer —y hoy y mañana— se conmovieron y se alegraron por la Beatificación de Juan Pablo II, Papa, vendrían a ser una gota de error, un puñadito de alucinados, de ‘comidos de coco’ en un mar de certeza de que la Iglesia Católica se ha equivocado al proceder así con Karol Wojtyla.
Bien: se admite la discusión y la disensión y la polémica, ¡faltaría más!
Pero hay un hecho que convendría resaltar: entre los seres humanos declarados solemnemente santos, canonizados por la Iglesia Católica, hay vidas para todos los gustos: mártires y otros que murieron burguesamente en su cama; reyes y mendigos; hombres, mujeres, niños y ancianos; pobres y ricos; religiosos y laicos… Cada santo es cada cual…
Sin embargo, algo muy común enlaza su destino: no gustaron ni gustan a los poderosos, a los soberbios, a los sabelotodo; y, en cambio, son apreciados y respetados por “los pobres de espíritu y los humildes de corazón”. ¿Por los tontos, quizá?...