Se negó a adular a la ciudadanía y actuó como un buen maestro, que persuade con razones sólidas<br /><br />
Diario de Navarra
Los políticos no cuentan con la simpatía de la gente, pero no todo está perdido: hay también candidatos honestos y capaces, dispuestos a trabajar con abnegación por la cosa pública
Nuestro político destaca por la nobleza de sus sentimientos y la dignidad de su porte externo. Habla de modo pausado y nunca pierde la serenidad. Afable y conciliador, nada hay en él que sea vulgar.
Al llegar a la jefatura del Gobierno, renunció a casi toda vida social; apenas se le vio en fiestas ni en celebraciones. Hizo una excepción con la boda de su primo NN: asistió a la ceremonia religiosa, pero no se quedó al banquete.
Pasó quince años al frente del Estado, y en ningún momento sucumbió a las tentaciones de la corrupción. En su vida privada adoptó un tono extremadamente austero, lo que provocó más de una queja de su mujer, de sus hijos y de otros parientes. A la vez, dedicaba una considerable cantidad de dinero al socorro de los indigentes. Su reputación era intachable, por lo que ni siquiera tuvo que rechazar propuestas de soborno: los eventuales sobornadores ni lo intentaban, conscientes de la inutilidad de sus pretensiones.
En su tarea de gobierno no se limitó a seguir al pueblo, de acuerdo con los datos que ofrecían los escrutadores de las opiniones dominantes. La demagogia no iba con él. Se negó a adular a la ciudadanía y actuó como un buen maestro, que persuade con razones sólidas. Si advertía que la gente iba a lo fácil, sabía ser fuerte para hacerle ver lo que convenía al bien común.
Cuando su país se vio envuelto en conflictos bélicos, actuó con prudencia, sin lanzarse a aventuras temerarias, incluso cuando la opinión pública parecía alentarlas. Consiguió frenar esos ímpetus desbordantes y contener las ansias de injerencia en asuntos internos de otros países.
Supo aprovechar los años de prosperidad económica y de superávit en las cuentas públicas para desarrollar un ambicioso programa de obras públicas y de monumentos artísticos. Contrató a los mejores artistas y, en un plazo asombrosamente corto, impulsó la creación de obras destinadas a ser la admiración de las generaciones futuras. Nunca se ha hecho tanto de tanta calidad en tan poco tiempo.
Cuando todo le sonreía y parecía tener el mundo bajo sus pies, la tragedia golpeó duramente a su familia. En un breve lapso de tiempo murieron sus hijos, su hermana y la casi totalidad de sus parientes y amigos. Tampoco entonces perdió la grandeza de espíritu, y supo mantener la compostura ante la adversidad. Tras sufrir un revés electoral, dejó la política y se retiró a la vida privada. Su ausencia fue breve: la ciudadanía lo añoraba y lo llamó de nuevo para que se hiciera cargo del Gobierno. No se sentía muy animado a volver, pero el pueblo le pidió disculpas por su ingratitud y él aceptó encargarse de nuevo de los asuntos del Estado.
Dispuso de un poder como nadie había tenido antes que él, y aun así no trató a ningún enemigo personal como adversario irreconciliable. Le tocó vivir tiempos azarosos, pero en medio de los conflictos más enconados supo mantener la moderación y la altura de miras.
Estoy hablando de Pericles, el líder de la democracia ateniense en el siglo V a. C., tal como lo describe Plutarco. Los historiadores han dado su nombre, “el siglo de Pericles”, a esa época gloriosa, no sólo de Atenas, sino de la humanidad en general. Se puede argüir que Pericles queda muy lejos —veinticinco siglos atrás— y que las circunstancias de la vida política son hoy muy diferentes. Es verdad, pero su caso muestra que el ideal del político exitoso y honrado no es imposible.
Ante las inminentes elecciones nos corresponde la tarea de encontrar —y votar— a esos Pericles en potencia, tanto en el ámbito regional como municipal. Desde luego que un sistema electoral de listas abiertas o desbloqueadas facilitaría su elección. Sin embargo, podemos abonar el peaje de la lista cerrada si así les ayudamos a entrar en ayuntamientos y parlamentos. Los políticos no cuentan con la simpatía de la gente, pero no todo está perdido: hay también candidatos honestos y capaces, dispuestos a trabajar con abnegación por la cosa pública. Con nuestro respaldo, al menos podrán intentarlo.
Alejandro Navas. Profesor de Sociología. Universidad de Navarra