En el entonces Arzobispo de Cracovia destacaba una neta postura a favor de la persona humana y en contra de las alienaciones<br /><br />
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La preparación de ese gran momento en la vida de la Iglesia ocupó un lugar central en la atención de Juan Pablo II
Lo recordó oportunamente Benedicto XVI en la homilía de la misa de la beatificación de Juan Pablo II: el 16 de octubre de 1978, cuando el cónclave de los cardenales le escogió como obispo de Roma, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, le dijo: «La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio».
Esas palabras quedaron grabadas en su corazón, pues aparecían en el arranque de la primera encíclica, Redemptor Hominis: un documento excepcional que fue auténtico programa del pontificado, cumplido con creces. El documento comenzaba con la mención de Jesucristo, Redentor del hombre, «centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido —aunque de manera desigual— hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo».
La preparación de ese gran momento en la vida de la Iglesia ocupó un lugar central en la atención de Juan Pablo II, especialmente desde la publicación en 1994 de la Carta apostólica Tertio millenio adveniente, escrita con el objetivo expreso de contribuir a la preparación del jubileo del año 2000. Eran muchas y muy afinadas las ideas y sugerencias de ese documento, que subrayaba de nuevo la configuración de la Iglesia en términos de un nuevo Adviento, de espera y búsqueda activa de Cristo.
Bien presente lo tenía en 2000, cuando actualizó su testamento en tiempo de ejercicios espirituales: «Según los designios de la Providencia se me ha concedido vivir en el difícil siglo que se está acabando, que empieza a pertenecer al pasado y ahora, en el año en que la edad de mi vida alcanza los 80 años ('octogesima adveniens'), es necesario preguntarse si no es tiempo de repetir con el bíblico Simeón: 'Nunc dimittis'».
Estos días se han publicado comentarios excepcionales sobre Juan Pablo II. El culmen ha sido la extraordinaria homilía de Benedicto XVI, que vale la pena releer y meditar, en cuanto amplifica la fe, la humildad y el amor a la Iglesia y a Santa María del nuevo Beato, desde aquellas memorables palabras al inicio del pontificado: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!».
Benedicto XVI sintetizó que «aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible». Y añadió que «Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre».
Me vino a la memoria el recuerdo de octubre de 1974 cuando pude hablar en Roma con el Cardenal Wojtyla, relator doctrinal del Sínodo de Obispos sobre la evangelización. En la práctica, desde la Asamblea latinoamericana de Medellín en 1968, se extendía el mito de una revolución cristiana, liberadora de los pueblos oprimidos, en pacífica alianza con el marxismo. Evangelizar era casi predicar y aplicar una praxis anclada en una interpretación de la enseñanza de Cristo desde las categorías acuñadas por Marx y Lenin. Se comprende que, como periodista, quisiera conocer la opinión de un Cardenal polaco, que gozaba de la confianza de Pablo VI.
En el Arzobispo de Cracovia —resumo lo que publiqué entonces— destacaba una neta postura a favor de la persona humana y en contra de las alienaciones. Los sistemas “atlánticos” y los “socialistas”, en cuanto hacían descansar la “liberación” del hombre en “conquistas” dentro del mecanismo producción-consumo-producción, estaban contribuyendo de hecho a una más profunda alienación humana. Ningún programa o tendencia de inspiración materialista podía garantizar el desarrollo del hombre integral: ni las formas de socialización en que la persona humana pierde su completa verdad interior; ni la sociedad consumista, que se hace por naturaleza permisiva, anula la tensión espiritual y reduce lo humano a las solas dimensiones técnicas.
Fueron temas centrales y recurrentes, como es bien sabido, de su largo y fecundo pontificado.