Quien posterga o niega la vida deja de conducirse como un ser humano
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Este es el mensaje pascual: una vida “vivida” como proyecto de plenitud
En todas las épocas —no sólo en el romanticismo— la vida posee un valor inigualable. Y quien la posterga o la niega —sea en nombre de la pura razón o de una conveniencia social juzgada según los intereses de algunos—, deja de conducirse como un ser humano. Este valor de la vida se muestra especialmente en la resurrección de Cristo, hecho (histórico y que a la vez sobrepasa la historia o el tiempo) central del cristianismo.
En cambio, desde hace décadas está de moda la “reencarnación”, creencia que viene de oriente y que ha encontrado eco en muchos aspectos de la cultura, como la música popular. A la muerte de Dalí, cantaba el grupo Mecano: “Si te reencarnas en cosa, hazlo en lápiz o en pincel”. Aunque ajena al cristianismo, la reencarnación refleja el anhelo de un vivir posterior a la vida actual de cada uno, o, si se prefiere, la resistencia a morir; porque, en el fondo, todos querríamos seguir viviendo, y amar a alguien significa decirle: no quiero que mueras. ¿Pero en qué condiciones? Esta pregunta se la hacía ya Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi, a propósito de la esperanza cristiana.
Cuando Ulises necesitaba una ayuda para escapar de los lazos insidiosos de la maga Circe —que había convertido en cerdos a varios de sus soldados—, se encontró con Hermes, que le dio una hierba medicinal llamada “moly”, con la que pudo evitar el encantamiento. Los Padres de la Iglesia veían en ese relato una alusión a la vida cristiana, y especialmente a la Eucaristía, que nos da la vida de Cristo. En efecto, la vida de Cristo es la única que nos rescata de las alienaciones en que con frecuencia podemos caer en nuestro viaje.
En la vigilia pascual del Sábado Santo de 2010, el Papa tocaba de nuevo el gran tema de la vida, tan propio de la Pascua. Y se preguntaba qué ocurriría si los hombres descubriéramos eso mismo, una “hierba medicinal contra la muerte” que la evitara o al menos la retrasara varios cientos de años: ¿sería bueno? Entre otras cosas, «la humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud»; también «se apagaría la capacidad de innovación», de modo que «una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena».
Algo nos dice que esa no es la vida o la “supervida” que anhelamos. No deseamos sencillamente la prolongación indefinida de nuestra vida actual, sino una transformación de nuestra vida que llevara a «crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella».
Pues bien, he aquí que esa “medicina de inmortalidad” existe: es el Evangelio de Jesucristo, con toda su novedad y emoción. «Esta medicina —señalaba Benedicto XVI— se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz».
¿Pero cómo es posible esto?, «¿cómo se desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida nueva que no conoce la muerte?» Para explicar este proceso citaba el Papa un antiguo escrito judío, según el cual «Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios». «Entonces —prosigue el libro de Henoc— Dios dijo a Miguel: ‘Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria’. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos».
A partir de ahí exponía Benedicto XVI cómo en el Bautismo cristiano se nos aplica la “vida” misma que procede de Cristo resucitado. Se nos “reviste” de Cristo, «de modo que podamos comparecer en presencia de Dios y vivir siempre con Él». Esto implica rechazar el pecado, que es la causa de la muerte, según la Biblia. El pecado en todos los tiempos ha venido envuelto en la cultura que promueve la adoración del poder, la codicia, la mentira y la crueldad. Por eso el Bautismo ha sido visto desde los primeros tiempos como «un acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida que se presentaba como placer y que, sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo mejor que tiene el hombre».
La imagen es muy clara: hoy también hemos de quitarnos las “viejas vestiduras” de la muerte y de la oscuridad, que nos impiden estar ante Dios. Es preciso rechazar lo que San Pablo llama las “obras de la carne” (los pecados) y abrazar los “frutos del Espíritu” (los actos de virtud, las obras buenas). Los bautizados se volvían hacia el oriente, símbolo de la nueva vida y la nueva luz de Cristo. Por eso al salir de las aguas bautismales se les revestía de blanco y se les entregaba una vela encendida. «Habían obtenido el fármaco de la inmortalidad, que en el momento de recibir la santa comunión, tomaba plenamente forma».
Todo esto es lo que encierra la palabra “Aleluya”: con la resurrección de Cristo tenemos la verdadera vida, la verdadera medicina de inmortalidad. He aquí la lección: la vida plena sólo puede obtenerse en unión con Cristo. Lejos de Cristo, la vida se termina y se acaba definitivamente con la muerte. En cambio, quien permanece fiel a Cristo y vive realmente con Él (principalmente mediante los sacramentos), participa, ya ahora, de la plenitud de su vida, que no puede ser vencida por la muerte. Y tiene que dar testimonio de esa vida necesariamente caracterizada por la alegría, la difusión del bien, la preocupación efectiva —en lo material y espiritual— por los demás. Este es el mensaje pascual: una vida “vivida” como proyecto de plenitud.
Esa vida precisa un esfuerzo de coherencia: «Seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado —diría el Papa días después en la octava de Pascua— cuando dejemos trasparentar en nosotros el prodigio de su amor: cuando en nuestras palabras y, aún más, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se pueda reconocer la voz y la mano del mismo Jesús».