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El corazón de los fieles se siente afortunado, más bien, de ser, en el sentido más familiar del término, católicos: de la gran familia de Dios
[Este texto es la crónica sobre la beatificación de Juan Pablo II que escribí para un portal de información religiosa. Original en catalán, aquí. Como la traducción ha sido muy apresurada, agradeceré sugerencias para mejorarla]
“Somos unos afortunados”. La exclamación del milanés que tengo al lado, confirmada por su vecino, procedente de Brescia, podría parecer una broma, pero no lo es. Estamos los tres sentados en un minúsculo bordillo. Pisando unos cartones, delante de una familia italiana que ha pasado la noche al raso y se ha hecho fuerte en el espacio que queda entre nosotros y la barandilla que da al Tíber. Pasan cinco minutos de las ocho y cuarto de la mañana. Llevamos quizás una hora aquí, en una acera, en el cauce de una inacabable, caótica y católica riada de gente que se afana por ser al menos tan afortunada como nosotros.
Estamos más allá del Castel Sant’Angelo, enfrente de una pantalla gigante. Quien conoce el Vaticano sabe que eso queda a algunos miles de metros de San Pedro. El de Brescia escribe un sms: «dalle 5 che stiamo cercando di avvicinarci ma e impossibile troppo gente…». Nos hemos quedado, calcula, a unos 4 kilómetros de la plaza y, sin embargo, somos unos afortunados. «Cé una marea de gente, tantísima», dirá una señora detrás de mí, por teléfono.
La gran devoción que despierta el papa polaco queda fuera de toda duda. Juan Pablo II ha atraído una inmensa multitud. Son casi las ocho. Se extiende el rumor de que la pantalla gigante que tenemos enfrente se ha estropeado. Nervios: los rumores en una masa generan enseguida un pequeño sacudida. La gente se vuelve a mover. La madre y la hija que tengo a la derecha pliegan las sillas y buscan mejor suerte. Yo decido no seguir a la corriente. Meto la mano en el bolsillo y saco la radio que el día antes no funcionaba de ninguna manera, con la esperanza de que el nuevo beato me ayude y al menos pueda seguir la ceremonia por radio. Me he hecho fuerte en un lugar afortunado—-eso me han dicho los italianos— y no me moverá un rumor no confirmado.
Contra todo pronóstico, la radio suena bien. Y, contra todo pronóstico también, la gran pantalla vuelve a funcionar. Alegría y movimiento de nuevo. Madre e hija, esfumadas hace cinco minutos, reaparecen en pocos segundos, en busca del preciado trozo de acera que habían dejado.
A mi espalda, unas monjas jóvenes inician una oración en italiano y se suman el milanés, el de Brescia, la madre y la hija. He quedado rodeado de este grupo pero no sé italiano. En fin. Me puedo sumar a la última oración, el Regina Coeli, que hacen en latín. El latín como lengua oficial de la Iglesia tiene su sentido, y en una situación así todavía más.
Los realmente afortunados, sin embargo, no somos los que nos hemos quedado atrapados en un lugar como nuestros 20 centímetros de acera, sino los que han entrado en la plaza San Pedro. Seguramente hay un grupo de la parroquia de Santa Teresa del Niño Jesús que ayer encontré preparado para pasar la noche al raso en una de las calles que llevan a la célebre Via de la Conziliazione.
Conciliación
Conciliación es lo que se intenta en las horas previas a la ceremonia. Conciliación entre el entusiasmo de unos, el recogimiento piadoso de otros y el agotamiento de unos y de otros. El entusiasmo —sobre todo polaco— que lleva a poner en marcha operaciones imposibles para ganar metros, la devoción de los que se preparan espiritualmente y el peso de las pocas horas de sueño que han precedido esta gran fiesta del Segundo Domingo de Pascua, de la Divina Misericordia y de la beatificación de un Santo Padre del cual, inmovilizado como estoy por la marea de gente, se me ocurre destacar que —sobre todo— era querido por muchas, muchas, muchas personas.
El sábado por la noche, en el Circo Máximo se celebró una vigilia de oración y recuerdo de Juan Pablo II. El Circo, allí donde los emperadores romanos presidían carreras de cuádrigas, ayer los amigos del Papa polaco lo recordaron. Navarro-Valls reveló que Juan Pablo II iba a la confesión cada semana, porque sentía la necesidad de la misericordia de Dios. ¿Evoca quizás la última gran celebración católica en esta gran explanada, cuando el Gran Jubileo acogió largas colas de jóvenes esperando para acudir a este sacramento? ¿O bien la fiesta de la Divina Misericordia? A mí me llevó a pensar cómo es que no se habla más, de este tribunal de la misericordia divina.
Mientras pensaba en esto, el sábado por la noche, nos topamos con un punto de información del Comune de Roma y aprovechamos para preguntar cómo llegar a la plaza San Pedro.
En la amable explicación, sobre el mapa, se añadió una aclaración: «pero la beatificación es mañana». Quizás lo decía porque el ambiente en esa hora de la tarde en las inmediaciones del Vaticano daba la impresión de una muy próxima celebración. Mucha gente acercándose tranquilamente. Mucha.
Católico, que significa universal
Volvemos al domingo por la mañana. Son las ocho pasadas y el ritmo de idas y venidas decae. Se inicia un Rosario cerca. Lo rezo también. A las 9.15 sale el sol. La ceremonia ya ha arrancado. Me pongo de pie y compruebo cuán soy afortunado soy de ver la pantalla gigante.
El catolicismo es, eso, católico, que quiere decir universal. Toda edad, procedencia diversa, pero con un denominador común poderoso y entrañable. Se respira lo que en el lenguaje ‘católico’ se le llama fraternidad. Que es, también, que un congoleño departa amigablemente con un francés que no conoce de nada, una monja oriental ceda su silla a una respetable italiana o un catalán hable del Barça y de Mourinho con un seguidor de la Juventus. Y que todos nos ponemos a rezar juntos un Rosario a la Madre común.
Comienza la Misa. La emoción se desborda en la gran familia cuando Juan Pablo II es proclamado Beato.
Benedicto XVI recuerda el «no tengáis miedo» que el nuevo beato pronunció cuando fue elegido. Y continúa la frase, más de 30 años después: «No tengáis miedo a la verdad, porque es garantía de libertad».
Al final, la cosa de la pantalla es lo de menos. El corazón de los fieles se siente afortunado, más bien, de ser, en el sentido más familiar del término, católicos: de la gran familia de Dios.
Marc Argemí
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