No hay mayor milagro que tener el don de abrir almas y curarlas para disponerlas a Dios
La Gaceta
En el secreto íntimo de millones de vidas, una a una, está la experiencia vivida de la huella personal de Juan Pablo II
Pompa en Londres y liturgia en Roma. Multitudes entusiasmadas en dos riberas muy distintas de la realidad humana. La gloria cortesana de este mundo y la gloria del reino que no es de este mundo. ¿Cuál es más real y definitiva? La beatificación de Juan Pablo II, tal vez, no suscitará programas rosas cuyo análisis principal sean los vestidos, pamelas, tocados, galas y uniformes de los asistentes. La ribera litúrgica, por debajo de su medido e impresionante ceremonial, se dirige a todo lo contrario de los ropajes y apariencias con los que figuramos y nos escondemos. Apunta a nuestro desnudo íntimo. Y en eso de desnudar el alma singular, Juan Pablo II fue un maestro de la ganzúa.
Es verdad, porque son hechos históricos, que el Papa polaco será recordado por sus aperturas. La más política, la tan misteriosa como eficaz participación en la demolición del Telón de Acero, sin derramamiento de sangre, comenzada en sus visitas a Polonia. La más religiosa, como párroco global, mediante sus 104 viajes a naciones de los cuatro puntos cardinales, que abrieron el mensaje cristiano a multitudes incontables —se estima que más de 18 millones de personas le escucharon en persona sólo en sus audiencias en El Vaticano o que viajó el equivalente a 30 vueltas a la tierra— y le acreditaron como extraordinario comunicador de la juventud y como líder moral ante dirigentes y poderosos de todo el mundo. Los mismos que, en excepcional y conmovida representación, acompañaron su funeral en la plaza de San Pedro.
Su labor doctrinal no es menos impresionante. En 2002, antes del agravamiento de sus achaques, había escrito 13 encíclicas, 13 exhortaciones apostólicas, 11 constituciones, 41 cartas, entre las que destaca la Carta a las Familias, y el texto del Catecismo. Pueden añadirse muchos más datos y hechos en estas coordenadas de valoración que, pese a su indudable mérito, tienen cierto sabor estadístico y convencional. Quiero decir que Juan Pablo II fue algo cualitativamente distinto de todo eso, algo por lo que el pueblo —las gentes anónimas— le tuvo súbito por santo.
El otro día Joaquín Navarro-Valls, su portavoz durante 23 años, contaba que el Papa, pese al galope de su agenda, se recogía a solas en oración con un montón de papelitos en la mano. Eran notas manuscritas que entresacaba de los miles de cartas que recibía de personas de todo el mundo. Eran peticiones sobre enfermedades, angustias, problemas, soledades y dolores concretos de vidas humanas singulares. Cargó esos pesados fardos sobre su tiempo y espaldas, dedicando su oración y sus sufrimientos —en especial aquellos últimos años de su desguazamiento físico— a cada persona con nombre singular anotado en su papelito, sin que podamos saber ni cuántos fueron ni cuántos alivios y favores les obtuvo. Se puede hacer eso quizás unos días o una temporada, pero no cada día y hasta el fin sin aquel tipo de amor que, en palabras de San Juan de la Cruz, “ni cansa ni se cansa”.
De manera que, además de los méritos públicos, Juan Pablo II fue el protagonista de un río subterráneo de gracias. La beatificación necesita un milagro constatado según ciertos protocolos. Pero favores y gracias los hizo en vida a capazos. Por su íntima naturaleza y por su anonimato, no es posible plantearse una aproximación a su cuantía. Pero en el secreto íntimo de millones de vidas, una a una, está la experiencia vivida de la huella personal de Juan Pablo II. Y esa experiencia es la del maestro de la ganzúa, que te perfora todas las convenciones, ropajes, precauciones y ropajes, hasta alcanzarte el alma, te la desnuda en carne viva, te la conmueve en lo mejor que tiene, incluso en rescoldo, y te la dispone suave a Dios.
Quien, por una circunstancia u otra, entró en contacto con Juan Pablo II, sintió su ganzúa sobre el alma. No hay mayor milagro que tener el don de abrir almas, desnudarlas de costras, para disponerlas a Dios. Esa fue la causa del clamor popular para que súbito se le reconociese sembrador de amor, compañía íntima y gracias divinas, que eso son los santos en vida.
Recordé estas cosas este domingo mientras veía su féretro, encima de la tumba de San Pedro, con un libro abierto sobre una imagen polícroma de la Virgen. En aquella mañana de primavera del funeral, el 6 de abril de 2005, también sobre el minimalista ataúd estaba abierto un libro, los Evangelios. De pronto, como dedos, unas rachas de viento comenzaron a pasar las páginas. Sentí como si pasaran aquellas páginas de mi vida en las que Juan Pablo II dejó las huellas de su ganzúa sobre mi alma. Hubo varias, algunas con amigos y colegas. Pero es cosa suya contarlas, no mía. Menudo magistral abrelatas era.
A una no me resisto. Estando en Roma, a principios de noviembre de 1994, ciertos colegas de la Universidad de Lublin —que eran amigos personales de Karol Wojtyla de su época universitaria— me consiguieron una invitación para la misa matutina del Papa. La del día siguiente. En horas, mi familia se vino desde España y a las cinco de la madrugada, perdida la esperanza de un taxi, corrimos como galgos desde piazza Roronda hasta el Vaticano. Llegamos exhaustos, sudorosos y por los pelos. El Papa ya estaba en la pequeña capilla, en su reclinatorio frente al altar, rezando con sus papelitos.
Éramos pocos, apenas mi familia y dos monjas. Empezada la misa y tras la consagración, nos sobresaltó un estruendo. Mi nuera Julia se había desplomado desvanecida. En ayunas, la carrera por las calles y, sobre todo, su embarazo de mes y medio de su primer hijo, mi nieto Álvaro. Con la ayuda de las monjitas, la llevamos a una salita contigua donde quedaron cuidándola las religiosas. El Papa pareció no inmutarse, pero al terminar la misa se fue derecho donde estaba mi nuera. En la distancia corta, Juan Pablo II desprendía una hombría y una naturalidad muy atractivas. Era un tipo auténtico. Puso sus manos sobre el regazo y luego sobre la cabeza de Julia y bendijo uno y otra.
No cuento esto por tener un nieto bendecido, cuando crecía para nacer, por un Papa y encima beato, pese a que reconozco que no es moco de pavo. Julia padecía una malformación tumoral de gran tamaño —como un coco— que ponía en riesgo su embarazo, el parto y su futura maternidad. En fin, una de tantas angustias de las familias de todo el mundo. Nada de ello se le dijo al Papa, aunque él se fue derecho a bendecir al niño en el vientre y a Julia en la cabeza. La escena nos electrizó a todos, pues sentimos cada uno aquella ganzúa con la que te abría el alma y te la disponía a Dios. Llegado el tiempo, mi nuera alumbró a Álvaro, sanos y salvos ambos, y se le extirpó el tumor, de modo que pudo ser de nuevo madre. Siempre hemos considerado la cosa como un favor de Juan Pablo II y su recuerdo sigue conmoviéndonos el corazón hasta las entretelas. ¿Beato en sólo seis años? ¿Qué quieren que les diga? Para mí, santo súbito.