Su corazón, roto ahora, era un gran corazón, que posiblemente no sabía mostrar al completo
Las Provincias
Que, como a buen valenciano, la ‘Mare de Dèu’ le ampare ante el tribunal de Dios
Mientras se beatificaba a Juan Pablo II, me llega noticia del fallecimiento de D. Agustín García-Gasco, Cardenal y Arzobispo emérito de Valencia. Para mí, ha fallecido un amigo de muchos años, desde mediados de los setenta. Lo vi por última vez hace unos quince días y seré siempre su amigo. Desde esa situación, deseo tratar una faceta de D. Agustín no solamente poco conocida, sino más bien vista por algunos en las antípodas de la realidad.
D. Agustín fue un buen gobernante de esta iglesia valentina, pero fue mucho más humano de lo que su porte hierático —en parte debido a una dolencia de columna vertebral— podía hacer suponer. Daba quizás la imagen de un hombre distante, pero quien haya estado a solas con él o cualquiera que saludó personalmente tiene otra visión. Su corazón, roto ahora, era un gran corazón, que posiblemente no sabía mostrar al completo. Yo le he visto sufrir por temas de los sacerdotes, de los ancianos, de los inmigrantes, de la gente doliente por motivos diversísimos.
Pocos saben que finalizó su pontificado cansadísimo porque quiso acabar muchas tareas, tan sin hacerse caso a sí mismo, que no percibió la diabetes que padecía. Tenía aspecto de cadáver hasta que después de jubilarse acudió al médico, fue tratado de la enfermedad y mejoró notablemente.
En Madrid tuvo que lidiar muchos 'toros', cosa que supo hacer con paciencia y buen humor. Un natural muy madrileño, una cierta guasa que tal vez aquí no se llegó a captar porque es diversa de la de esta Valencia nuestra socarrona y pletórica del sentido del humor —basta ver las fallas—, pero distinto, muy distinto del madrileño. Volviendo a los 'toros', recuerdo que un día comimos juntos en un restaurante del Madrid viejo. Nada más sentarnos me dijo: donde estás sentado estaba ayer el Padre Gamo. Era este sacerdote una gran persona, pero que daba algún problema y, además, era detenido de vez en cuando por sus homilías. El entonces vicario de aquella zona —D. Agustín— le ayudaba con su comprensión, escucha y sacándolo de comisaría.
Yo vivía en Moratalaz, un barrio periférico de Madrid, parte importante de la vicaría de D. Agustín. No faltaban problemas de los llamados posconciliares con buena parte del clero de aquella zona. Él derrochó una inmensa paciencia hablando una y otra vez con cada uno. Y no eran asuntos de fácil solución.
Valencia fue un remanso de paz, aunque no le faltaran los problemas. Llegué un año antes que él a esta ciudad mía que él convertiría en suya desde el inicio, pero que rubricó cuando besó la senyera en su primer 9 de Octubre. Nadie sabe cómo le conmovió aquello.
Todos los veranos, durante su periodo de vacaciones, pasábamos unos días juntos, dedicados a la oración, el descanso y a las 'tormentas de ideas' que tanto le gustaban. Buscaba esas ideas para perfeccionar el gobierno de esta Archidiócesis, para mejorar el trato con sus sacerdotes, pues era buen conocedor de todos y no ignoraba que no llegaba al corazón de algunos. Yo espero que llegue ahora, cuando seamos más conscientes de la tarea hecha que ha dejado, de que ha vivido por esta diócesis ese me gastaré y me desgastaré, que aplicaba san Pablo a sí mismo. Lo he visto ir depurando su eclesialidad haciéndola progresivamente más sobrenatural.
Tenía muy en el corazón todo lo valenciano: la Verge dels Desamparats, San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer, la mejora de la catedral, de las iglesias, de las viviendas sacerdotales, las procesiones, las fallas o los cambios que iban mejorando la ciudad. Consiguió por amor a Valencia —y no para buscar el cardenalato— una Jornada Mundial de la Familia, concedida por el Beato Juan Pablo II y ejecutada por Benedicto XVI: su auténtica primera salida como Papa, pues la anterior fue a Colonia, a su propia tierra. Gracias al empeño del Arzobispo, con la ayuda de muchas personas que supo buscar, aquella jornada fue muy entrañable para el Papa por la extraordinaria acogida y hasta por la horchata que tomó.
Hubo muchos motivos para hacerlo hijo adoptivo de esta ciudad, que amó con toda el alma y con todas sus gentes. No sé por qué, pero tal vez fue más comprendido por los laicos que por los sacerdotes. No me refiero a laicos importantes, sino, por ejemplo, el hijo del anterior portero de mi casa, con una enfermedad degenerativa, que agradecía enormemente las atenciones del cardenal cuando lo veía. Bastaba ver cómo le aplaudían en todas partes. Bueno, ese portero es tan importante como el President de la Generalitat.
Unos versos de Ausias March para despedir a un valenciano: Veles e vents han mos desigs complir / faent camins duptosos per la mar. / Mestre y Ponent contra d'ells veig armar; / Xaloch, Llevante los deuen subvenir / ab llurs amics lo Grech e lo Migjorn, / fent humils prechs al vent Tremuntanal / qu'en son bufar los sia parcial / e que tots cinch complesquen mon retorn.
Que, como a buen valenciano, la Mare de Dèu le ampare ante el tribunal de Dios.