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Hasta el final de su Pontificado, Juan Pablo II no dejó de insistir en que la defensa de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural es parte de la agenda de la caridad de la Iglesia, y que no debíamos temer a que esta radicalidad evangélica pudiera convertir en impopular la acción de los laicos y de la Jerarquía
«Como sabéis, el 1 de mayo próximo tendré el gozo de proclamar beato al venerable Papa Juan Pablo II, mi amado predecesor. La fecha elegida es muy significativa: será el segundo domingo de Pascua, que él mismo dedicó a la Divina Misericordia, y en cuya vigilia terminó su vida terrena. Cuantos lo han conocido, cuantos lo han estimado y amado no podrán por menos que gozar con la Iglesia por este acontecimiento. ¡Estamos muy contentos!» (Benedicto XVI, 16-01-11)
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«Reaccionaremos cada vez que una vida humana esté amenazada. Cuando el carácter sagrado de la vida antes del nacimiento sea atacado, nosotros reaccionaremos (…). Cuando se hable de un niño como una carga, o se lo considere como medio para satisfacer una necesidad emocional, nosotros intervendremos...» (Juan Pablo II, Washington, 1979)
Tres semanas en New York
Era domingo. Me encontraba en New York en la última reunión preparatoria de la Conferencia sobre Población y Desarrollo de El Cairo de 1994. Llevábamos quince días agotadores en esa interminable reunión en la que se peleaba el significado de cada una de las palabras que serían plasmadas en el borrador de documento final de la conferencia, y nos llegó desde Roma un mensaje claro del Papa: «Hoy vuelvo al Vaticano para luchar contra un proyecto concebido por las Naciones Unidas que quiere destruir a la familia…, en la Conferencia Internacional de El Cairo, convocada para septiembre de 1994. Yo digo simplemente, no. Reflexionen, conviértanse; si son Naciones Unidas, no pueden destruir» (17-04-94).
Allí mismo, exactamente quince días antes, el día Pascua de Resurrección, en la Misión de la Santa Sede ante la ONU, nos habíamos enterado de la muerte de Jérôme Lejeune, «el más grande defensor de la vida, especialmente de la vida de los por nacer, que asumió plenamente la particular responsabilidad del científico, dispuesto a ser signo de contradicción, sin hacer caso a las presiones de la sociedad permisiva y al ostracismo del que era víctima», dijo sobre él, años después, Juan Pablo II.
A los pocos días, el Papa, por si no lo habíamos entendido, nos ubicaba en la real dimensión de la lucha y decía: «El Papa León XIII introdujo en toda la Iglesia una oración especial a San Miguel Arcángel[1]… os invito a todos a no olvidarla, a rezarla para obtener ayuda en esta batalla contra las fuerzas de la tinieblas» (29.04.94).
Las palabras del Romano Pontífice y la pascua de Lejeune disiparon en mí las tentaciones de contemporizar con el lenguaje de los documentos internacionales, polivalente y traicionero, oscurecedor de la verdad, aceptable por todos y, por tanto, reinterpretable por cada uno. El lenguaje subrepticiamente venenoso de los consensos inclusivos.
“La vida vencerá” (Juan Pablo II, 30-03-01)
Por ese entonces, Juan Pablo II, había alertado hacía más de una década, en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (1981), sobre la conspiración contra la vida y sobre los intentos de destrucción de la familia: «Las familias deben crecer en la conciencia de ser "protagonistas" de la llamada "política familiar", y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia» (n. 44).
Pasaron los años y se fueron sucediendo decenas de documentos magisteriales con los que hizo frente al proyecto hegemónico de reingeniería social anticristiana.
En 1994, publicó la Carta a las familias y, en 1995, promulgó la Encíclica Evangelium Vitae, páginas que arrojan una luz meridiana para la defensa de la vida y la familia como fundamento de la construcción de la civilización del amor. Esos dos regalos de Juan Pablo II a la humanidad, aún esperan ser estudiados y llevados a la práctica por un número considerable de clérigos y laicos.
Hasta el final de su Pontificado, no dejó de insistir en que la defensa de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural es parte de la agenda de la caridad de la Iglesia, y que no debíamos temer a que esta radicalidad evangélica pudiera convertir en impopular la acción de los laicos y de la Jerarquía. No se le pasaba por alto que actuar según esa convicción podría llegar a hacer necesaria una heroicidad inesperada: «Es precisamente la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que ‘aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos’ (Ap. 13, 10)» (Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, n. 51; Enc. Evangelium vitae, n. 73).
En los comienzos de su Pontificado se había referido a la vejez diciendo «cuando el cuerpo se convierte en un tormento». A todas luces, en sus últimos años, padeció ese tormento y, unido a la Cruz, lo convirtió en el modo de predicar la dignidad de todos los seres humanos y en un mensaje a favor del valor de cada vida humana.
¡Estamos muy contentos! ¡Qué el lógico júbilo nos lleve, con la ayuda de la gracia, a seguir su ejemplo y su magisterio!
Juan Pablo II, ora pro nobis!
Juan Claudio Sanahuja
[1] "Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha; sé nuestro amparo contra la maldad y asechanzas del demonio. Pedimos suplicantes que Dios lo mantenga bajo su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el poder divino, a Satanás y a los otros espíritus malvados que andan por el mundo para la perdición de las almas. Amén"
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