Su voz no estaba acompañada por preocupaciones o intereses de otra naturaleza, que podrían velar su testimonio y hacerla menos creíble<br /><br />
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"Más allá de credos e ideologías, [su legado] puede servir a cuantos procuran asumir su responsabilidad en la construcción de un mundo más digno de la persona humana"
«La voz que vuestra cortesía me permite hacer resonar una vez más en esta sala es la de quien no tiene intereses ni poderes políticos, y mucho menos fuerza militar». Son palabras de Juan Pablo II a los miembros de la II sesión especial de la ONU para el desarme, el 7 de junio de 1982. Eran momentos delicados en el ámbito internacional. Y de especial tensión entre los Estados Unidos de Reagan y la URSS de Breznev.
«Aquí donde convergen prácticamente las de todas las naciones, grandes y pequeñas —continuaba el mensaje— mi palabra trae consigo el eco de la conciencia moral de la humanidad en estado puro, si me permitís esta expresión». La voz de Juan Pablo II no estaba acompañada por preocupaciones o intereses de otra naturaleza, que podrían velar su testimonio y hacerla menos creíble. Tres décadas más tarde, su beatificación trae al primer plano la amplitud de ese legado. Más allá de credos e ideologías, puede servir a cuantos procuran asumir su responsabilidad en la construcción de un mundo más digno de la persona humana.
La gran preocupación del pontificado de Karol Wojtyla (1978-2005) no fue tanto censurar el pasado, como orientar el futuro. Como filósofo y como Papa, consciente de lo mucho que estaba en juego, reflexionó a fondo sobre la persona y su libertad. La entendía como criatura inteligente y libre, depositaria de un misterio que le trasciende. Dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y virtud. La considerada en la verdad de su vida y su conciencia, sin olvidar la capacidad de mal y su continua aspiración al bien, a la belleza, a la justicia y al amor. Nunca cejó en su empeño por manifestar esta realidad de la persona.
Pero no trató sólo de dar una respuesta a la pregunta sobre quién es el hombre. Fue más allá. Con esa referencia de fondo, intentó lograr el enfoque adecuado para el dinamismo de la vida y de la civilización. Buscó el verdadero sentido de las distintas iniciativas de la vida cotidiana, y con esa luz procuró orientar los programas políticos, económicos y sociales. Su legado está en la línea del progreso más relevante y positivo del pensamiento contemporáneo, que ha sabido poner en el centro a su auténtico protagonista: la persona, fundamento y fin de la sociedad.
Y es aquí donde se alcanza a entender esa dimensión profunda de la voz de Juan Pablo II, como conciencia moral: su enseñanza de que el rasgo esencial de toda persona no descansa en el mero poder (sólo libertad) sino en el deber (elección prudente y sabia). Y en la capacidad de abrirse a la voz de la verdad (que habla en lo íntimo de la persona) y sus exigencias. Ésta es, a mi entender, la trama fundamental de su aportación. Y el argumento más profundo del testimonio que ofreció hasta el momento de la muerte.
Quien ocupa ya un lugar en la historia del siglo XX se nos presenta como el gran testigo de la conciencia: esa capacidad otorgada a la persona para concebir el deber por encima del poder. Es buen camino para construir una sociedad más digna y humana, solidaria con los semejantes.
José Ramón Garitagoitia Eguía. Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público