El ser humano no puede renunciar a autocomprenderse y, en concreto, a la búsqueda del sentido de su propia vida
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La actual crisis económica del mundo occidental implica una invitación a trascender la coyuntura, para examinar y quizá revisar los fundamentos éticos del comportamiento individual y de las relaciones interhumanas
De vez en cuando, al regreso de excursiones montañeras por la sierra norte de Madrid, paso bajo el cementerio de Venturada, frente al Coto de Monterrey: allí está enterrada Martita, hija de Luis Ignacio Seco, que murió muy pequeña en junio de 1975 como consecuencia de un tipo de leucemia que años después tal vez habría sido controlada por los médicos. Tengo la feliz experiencia de mi sobrino Eduardo.
En aquella época, Luis Ignacio compartió ese tremendo dolor de la pérdida de un hijo con Paco Umbral. Coincidieron mucho por entonces en RTVE, si no me falla la memoria. La reacción de uno y otro fue radicalmente distinta: desde la confianza fruto de la fe, a la increencia y rebeldía ante el aparente silencio de Dios.
El fenómeno no es nuevo. Pienso en el ateísmo radical de Voltaire ante el terremoto de Lisboa, de 1755, que causó entre 60.000 y 90.000 muertos. O en el desconcierto profundo frente a un "Dios mudo" del pensador contemporáneo Hans Jonas después de Auschwitz, donde se aniquiló a su propia madre.
El problema actual deriva en gran medida de Kant, que rechazó la posibilidad de la razón humana para discernir las grandes cuestiones. Su piedad íntima y personal no pasó a los continuadores de su filosofía; menos aún a los positivistas del siglo XX, hasta llegar a la gran aporía de los fundamentalismos laicistas postmodernos a lo Vattimo.
Pero el ser humano no puede renunciar a autocomprenderse y, en concreto, a la búsqueda del sentido de su propia vida, también y sobre todo en sus aspectos negativos. En el fondo, la actual crisis económica del mundo occidental implica una invitación a trascender la coyuntura, para examinar y quizá revisar los fundamentos éticos del comportamiento individual y de las relaciones interhumanas.
Hace poco lo recordaba el Papa Francisco, actualizando enseñanzas de Benedicto XVI, en el contexto de la presentación de cartas credenciales de embajadores ante la Santa Sede de varios países. Porque, como reiteró el pontífice, las raíces de esta crisis no son meramente económicas. Tienen un fundamento antropológico y no son ajenas al rechazo cultural de la noción del bien común, ni tampoco al olvido de Dios en la ideología dominante entre los más fuertes poderes contemporáneos, que de hecho sustituyen la política por la tecnocracia.
En la práctica, y a pesar de tantos avances científicos y técnicos, innegables, crece la inseguridad psicológica, disminuye la alegría de vivir, aumenta la violencia, abundan situaciones de privación que lesionan también la dignidad humana. Se trata de contradicciones del mundo civilizado, que me recuerdan el prólogo de Alejandro Llano a su ensayo sobre la nueva sensibilidad: un mayor bienestar hace crecer paradójicamente −también en términos de violencia− las reivindicaciones sociales.
Es quizá consecuencia de la creación de nuevos ídolos, a la que se refería el Papa Francisco: «la adoración al antiguo becerro de oro (cfr. Ex 32,15-34) ha encontrado una nueva y despiadada imagen en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro ni finalidad verdaderamente humano». Como se ha expresado tantas veces, ese materialismo práctico nacido en Occidente acaba en el reduccionismo de convertir a la persona en mero consumidor. Y la sociedad se empobrece a falta de recursos profundos para salir de la crisis y, sobre todo, evitar tanta corrupción.