La Ascensión del Señor es una oportunidad, señala el Prelado, para "examinar cómo ha de concretarse nuestra adhesión a la voluntad divina". Esa festividad y otras del mes de mayo centran su carta mensual
Inicia su Carta pastoral Mons. Javier Echevarría, después de recordar que el mes de mayo, un tiempo rico en fiestas litúrgicas y en aniversarios de la Obra, con su deseo para todos de recorrerlo de la mano de la Virgen, junto con la petición de que nos acompañe muy de cerca, que nos obtenga siempre gracias abundantes para ser dóciles al Paráclito −como lo fue Ella− y así parecernos más y más a su Hijo Jesús.
Se refiere el Prelado a los afanes de renovación interior que se han producido en tanta gente desde la elección del Papa Francisco y urge a agradecer al Señor estos dones tratando, en primer lugar, de aprovecharlos a fondo cada uno de nosotros, al tiempo que nos esforzamos en ayudar a que nuestros parientes, amigos, compañeros de trabajo o de estudio, se decidan a emprender a diario −como nosotros mismos hemos de hacer− una vida cristiana plenamente coherente con la fe que profesamos.
Como en meses anteriores, continúa su Carta con la exposición de los artículos del Credo, y se refiere en primer lugar al misterio de la Ascensión del Señor, solemnidad que celebraremos dentro de pocos días; una verdad que nos recuerda, al mismo tiempo, un hecho histórico y un acontecimiento de salvación, y se refiere a unas consideraciones del Santo Padre en una reciente Audiencia general: «Jesús (…) sabe con certeza que el camino que lo devuelve a la gloria del Padre pasa por la Cruz, por la obediencia al designio divino de amor a la humanidad (...). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad diaria a su voluntad, incluso cuando ésta requiere sacrificio; cuando requiere, en ocasiones, que cambiemos nuestros programas», y concluye el Prelado afirmando que no olvidemos, hijas e hijos, que no hay cristianismo sin Cruz, no hay verdadero amor sin sacrificio, y tratemos de ajustar nuestra vida diaria a esta realidad gozosa, porque significa dar los mismos pasos que siguió el Maestro, que es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
Por eso, continúa Mons. Echevarría, la gran fiesta de la Ascensión nos invita a examinar cómo ha de concretarse nuestra adhesión a la voluntad divina: sin rémoras, sin ataduras a nuestro yo, con la determinación plena, renovada en cada jornada, de buscarla, aceptarla y amarla con todas nuestras fuerzas y cita, reafirmando esta realidad, una palabras de San Josemaría en Es Cristo que pasa: «No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? “Usque ad mortem, mortem autem crucis” (Flp 2, 8), hasta la muerte y muerte de cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas».
La certeza, afirma el Prelado, de que el Maestro nos acompaña, constituye otra consecuencia del hecho de la Ascensión, que nos colma de paz y de alegría. Una alegría y una paz que necesariamente hemos de comunicar a los demás, a todas las personas que pasan junto a nosotros, y especialmente a quienes sufren −quizá sin darse mucha cuenta− a causa de su lejanía de Dios. Como recalcaba san Josemaría al escribir sobre esta fiesta, «tenemos una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. “Vos autem estis corpus Christi” (1 Cor 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin.
En referencia a este mes de mayo, dedicado en muchos países a María, ha sido siempre en la Obra un tiempo especialmente apostólico. Nuestro Padre nos enseñó a ir de romería a una ermita o iglesia dedicada a la Virgen en compañía −si es posible− de alguno de nuestros amigos o compañeros. Todos contamos con la experiencia de que, al regresar luego a la vida normal −el trabajo, la familia−, la afrontamos con una carga interior nueva, que nuestra Madre nos consigue para encaminarnos o reencaminarnos a su Hijo Jesús.
Se refiere después a la solemnidad de Pentecostés, el día 19, y a la festividad de la Santísima Trinidad, al domingo siguiente, afirmando que el Paráclito, ahora como en la época apostólica y siempre en la vida de la Iglesia, es quien fortalece a los cristianos y les comunica valentía para anunciar a Jesús por todas partes, y recuerda una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén tras la muerte de Esteban, el primer mártir, que en lugar de frenar el crecimiento de la Iglesia, trajo como consecuencia su extensión fuera de los confines de Jerusalén; se implantó en nuevos lugares, en nuevas gentes, incluso en personas que no pertenecían al pueblo de Israel, como eran los samaritanos. Otro tanto le ocurrió a san Pablo durante sus viajes apostólicos, y concluye con unas preguntas que, en buena lógica deberíamos preguntarnos: ¿doy yo testimonio de mi fe en Cristo? ¿Pido a Dios que me aumente esta virtud teologal, junto con la esperanza y la caridad, especialmente en este Año de la fe? ¿Supero con decisión los respetos humanos y otros impedimentos que me retraen de la labor apostólica? ¿Me ayuda a ser audaz la consideración de que Jesús resucitado camina junto a mí por todas las sendas de mi vida ordinaria? ¿Acudo con frecuencia al Sagrario para pedirle una mayor piedad en mi trato con Él y con su Santísima Madre?
Relata el Prelado su reciente viaje a Líbano para impulsar la labor apostólica: Acompañado por todas y por todos, recé ante Nuestra Señora del Líbano, en el santuario de Harissa, pidiendo especialmente por la paz en toda aquella zona y en el resto del mundo. No desistamos de recurrir a Santa María en todas las necesidades de la Iglesia y de la sociedad. Es la actitud que nuestra Madre nos enseña en la fiesta de la Visitación, el último día del mes: fomentar en todo momento la disposición de servir a los demás en las diversas circunstancias que se presenten, como María sirvió a su prima Isabel.
Y ya, para terminar su Carta: Presentad a Nuestra Señora mis intenciones: nada hay de egoísmo en esta petición, porque −entre otras muchas− está vuestra fidelidad cotidiana, trazada con alegría, con perseverancia, con hambre de santidad personal y de celo apostólico. Rogad a la Madre de la Iglesia que obtenga de la Trinidad Santísima, para la Iglesia entera y para esta partecica de la Iglesia que es la Prelatura, muchos sacerdotes, plenamente entregados a su ministerio. Encomendad de modo especial a los nuevos presbíteros de la Obra, que recibirán la ordenación sacerdotal el próximo día 4, para que sean −como deseaba nuestro Padre− «santos, doctos, alegres y deportistas en el terreno sobrenatural».