En el término de un día, uno habla con o de personas que tienen un montón de problemas reales, gordísimos o medianos…
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En el término de un día, uno habla con o de personas que tienen un montón de problemas reales, gordísimos o medianos, y que los encaran lo mejor que pueden; pero también con otros que se crean ellos sus problemas y que, a base de empeñarse…
Escribo bajo la honda impresión de dos noticias malas, sucedidas a dos lejanos amigos. He recordado entonces que, siendo san Juan Evangelista muy anciano, tras la muerte de Domiciano, en el año 96, pudo regresar a Éfeso de su destierro en la isla de Patmos. Según San Jerónimo, apenas tenía fuerzas para predicar a los expectantes cristianos de allí, sólo les repetía: «Hijitos míos, amaos entre vosotros...».
Cuando protestaron por tanta insistencia, contestó: «Si cumplís eso, ya es bastante». Cómo me gustaría repetir siempre este consejo: «Estad contentos», repetirlo con insistencia, incluso zarandeándoos por las solapas, si hiciera falta…; o, si os parece una acción demasiado directa, sugerirlo con los dos versos de Dunbar, que cantó: «Man, praise thy God and be merry / and give not for the world a cherry»; o sea: «Alaba a tu Creador y está contento, / que lo demás no importa ni un pimiento».
En el término de un día, uno habla con o de personas que tienen un montón de problemas reales, gordísimos o medianos, y que los encaran lo mejor que pueden; pero también con otros que se crean ellos sus problemas y que, a base de empeñarse, consiguen hasta que acaben siendo grandes; o no, pero que se ahogan en sus contratiempos microscópicos. A menudo, me pasa a mí, que tengo la teoría clarísima.
Y la teoría es que hay que estar contentos. Cualquier otra cosa es perder el tiempo, que puede que sea poco, y una injusticia para con quien está peor. Además, la tristeza nos impide echar una mano. En parte, porque la mano que quiere el triste es una mano alegre, que le dé lo que le falta, y en parte, porque el triste, sobre todo el imaginario o autoconstruido, el triste hecho a sí mismo, digamos, no tiene tiempo para nada más que para sus penas, penitas, penas.
Si dispusiese de la fórmula de la felicidad, vendería libros como churros, y disfrutaría de la oportunidad de comprobar, de paso, si el dinero da la felicidad o no, que es extremo que me interesa contrastar empíricamente. Sin la fórmula, diré aproximativamente que para la felicidad ayuda la voluntad de conseguirla, la conciencia tranquila, reírse cuanto uno pueda de los problemas, el gusto por la belleza, que salta donde menos se espera, las ganas de ayudar, y la certeza de que se es un privilegiado a pesar de todo, y estar agradecidos. El que quizá tenía la fórmula era el viejo Juan: «Amaos, hijitos...». No hay mejor atajo.