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“La comunicación de ideas y valores afecta convicciones y comportamientos que no cambian de la noche a la mañana y tienen tiempos largos de maduración intelectual y existencial”
Lección inaugural del Año Académico de la Universidad de Los Andes (Chile), sobre la comunicación de ideas y valores en una sociedad pluralista, a cargo de Juan Manuel Mora, Vicerrector de Comunicación Institucional. Universidad de Navarra
* * *
Comienzo agradeciendo el honor y la oportunidad de compartir con ustedes este momento solemne de la apertura de curso, en el que se hace memoria de los hitos del curso pasado y se recomienza con brío el año académico en esta universidad joven y pujante.
Hoy me han invitado a hablar sobre “La comunicación de ideas y valores en una sociedad pluralista”. En el origen de los argumentos que expondré se encuentran dos percepciones que considero muy extendidas.
La primera es la creciente importancia de la comunicación pública, esa que se produce en el escenario de los viejos y nuevos medios, y que se sustancia en una opinión pública de ámbito local, nacional o internacional. En el planeta interconectado que habitamos tiene lugar una gran conversación en la que participan ciudadanos e instituciones, y en la que se crean tendencias y opiniones compartidas.
La segunda percepción es que ese mundo de la comunicación pública es una realidad compleja, como un mar proceloso, lleno de peligros. Junto a la frivolidad y ligereza aparentemente inocuas que muchas veces lo caracteriza, se producen crisis de gran dureza, donde entran en conflicto ideas y valores que ocupan un lugar principal en nuestras convicciones más íntimas. Asistimos todos los días a debates sobre la vida, la familia, la educación, la economía, las costumbres, la religión, la política y sobre todos los temas que más nos interesan y nos afectan.
Con esas percepciones como fondo, en los minutos que siguen intentaré responder brevemente a esta pregunta: ¿es posible comunicar ideas y valores en una sociedad pluralista, global, relativista y compleja? ¿Es posible no ya transmitir esas ideas y valores sino argumentarlos de forma que posean alguna capacidad de convicción?
La pregunta es particularmente pertinente para quienes nos dedicamos a la universidad, es decir a la generación y transmisión de conocimientos. Pero lo es para muchas otras personas.
Adelanto la tesis principal de mi intervención. En mi opinión, la comunicación de ideas y valores tiene dos requisitos. Para comunicar bien es necesario tener claros los mensajes que deseamos difundir y es preciso también tener claras las reglas de la comunicación. Así como existen leyes de la economía o de la construcción que se aplican de forma universal, de modo análogo existen reglas de la comunicación pública, que se aplican independientemente de la validez intrínseca de los mensajes que deseo transmitir.
A lo largo de esta exposición les propondré nueve principios de la actividad de comunicación. Tres se refieren al mensaje que se quiere difundir; tres a la persona que comunica; y tres al modo de transmitir ese mensaje en la opinión pública.
Veamos primero los que se refieren al mensaje:
En primer lugar, el mensaje ha de ser positivo. Somos propensos a seguir las banderas que levantan las personas que desean promover proyectos, personas que hacen realidad el conocido principio: es mejor encender una lumbre que maldecir la oscuridad.
Quizá tiene que ver con la virtud de la esperanza y con el deseo de superación. El caso es que aceptamos el liderazgo de quien propone soluciones y no se limita a señalar problemas. En cierto modo, un promotor de valores ha de tener el espíritu del emprendedor, de quien desea sacar adelante una empresa con la ayuda de otros, no con el espíritu negativo del que siempre encuentra defectos en las propuestas ajenas.
Ciertamente, no es sólo cuestión de comunicación, sino de algo más profundo: de entender y formular de forma positiva los propios valores. Con frecuencia, vemos cómo personas que pretenden defender ideas intervienen solamente para criticar a aquellos que postulan las ideas contrarias. Adoptan una actitud reactiva, quejumbrosa, que llega incluso a modelar la propia visión del mundo en función del paradigma que critican, no en función de su propia propuesta positiva.
En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante. La comunicación no es sobre todo lo que yo digo, sino lo que el otro entiende. Y los procesos de difusión de ideas se producen en un mundo saturado de información, de propuestas políticas (vótame) y de ofertas comerciales (cómprame). Los ciudadanos son como esos pobres conductores que sufren los atascos de las grandes ciudades, aturdidos por el ruido ensordecedor de las bocinas. En esa atmósfera saturada tiene que abrirse paso nuestro mensaje, no a base de ruido sino a base de sentido.
Podemos recordar en este punto una distinción de Tomás de Aquino. El teólogo napolitano dice que hay dos tipos de comunicación: la primera es la locutio, que consiste en ese fluir monótono de palabras acerca de cuestiones que no interesan en absoluto al interlocutor. La segunda es la illuminatio, que consiste en arrojar alguna luz sobre la inteligencia del interlocutor. Que le ayude a comprender mejor el complejo mundo donde vive, o a entender mejor su misterioso corazón. La relevancia implica el arte de encontrar aquello que realmente preocupa al otro. De ahí la importancia de la escucha. Se ha dicho que la prudencia a la hora de tomar decisiones presupone “una silenciosa escucha de la realidad”. Podríamos decir que eso implica una atenta escucha de las personas.
En ese sentido, comunicar no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. Pensemos en el caso del aborto. El esfuerzo de comunicación se encamina a intentar que quien hoy lo defiende llegue por su propia convicción y con su propia libertad a la conclusión de que lo mejor que puede hacer en este mundo es defender la vida, gracias a la luz que ha recibido en el diálogo. La búsqueda de la relevancia, el deseo de iluminar, de convencer sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica.
En tercer lugar, el mensaje ha de ser claro. La claridad es necesaria siempre, pero de modo particular cuando se trata de difundir cuestiones complejas. Es una cualidad relevante, por ejemplo, en el trabajo de divulgación que se realiza desde una universidad. Implica transformar el conocimiento erudito, el fruto de años de investigación en un idioma comprensible. La comunicación no es compatible con la oscuridad del lenguaje: hay que buscar palabras sencillas y claras, aun sabiendo que no se trata de transmitir de modo banal argumentos difíciles. De ahí el valor de la retórica, la literatura, las metáforas, las imágenes, los símbolos, para transmitir ideas y valores.
Ya saben que el ritmo de las noticias de la televisión se va volviendo cada día más rápido. En algunos países, los espectadores no toleran un plano que dura más de nueve segundos sin hacer zapping. Es muy difícil decir algo relevante en ese tiempo.
Recuerdo la rapidez de un ministro italiano al que preguntaron ante las cámaras y los micrófonos si su gobierno estaba en crisis. «Mi gobierno es como la torre de Pisa. Siempre inclinada, nunca se cae».
El esfuerzo por la claridad ha de ser un esfuerzo permanente. A veces, cuando no somos bien entendidos o bien interpretados, nos justificamos echando la culpa a los demás: “el otro no me entiende por su ignorancia”. Quizá es verdad, pero trasladar la responsabilidad al receptor es la forma mejor de bloquear la comunicación.
Pasamos al segundo grupo de principios de la comunicación, que se refieren a la persona que comunica:
En primer lugar, la comunicación se basa en la credibilidad. Para que un destinatario acepte un mensaje, la persona o la organización que lo propone ha de ser creíble. La credibilidad se merece cuando se dice la verdad y se actúa con integridad. Por el contrario, la mentira y la incoherencia anulan en su base el proceso de comunicación. Podemos afirmar de la credibilidad lo que se dice de la reputación: cuesta años construirla y se puede perder en pocos minutos.
Por otra parte, en comunicación, como en economía, cuentan mucho los avales. Nadie se otorga la credibilidad a sí mismo. Una institución, como una persona, no se dota de credibilidad: tiene que merecerla, con sus acciones socialmente responsables y hacer lo posible para le sea concedida por terceros. Si yo les digo que soy un extraordinario futbolista, ustedes pueden pensar justamente que tengo un problema de exceso de autoestima. Si lo dice el entrenador de la selección española de fútbol ustedes lo creerían.
El aval de un experto, de una autoridad en la materia, de un observador imparcial, representa una garantía para la opinión pública. En cada campo, existen instancias que ejercen esa función evaluadora. En el mundo de la comunicación, son los periodistas. Quizá este periodista o este medio no están a la altura de su misión. Pero la profesión como tal es depositaria de esa misión. Por eso, quien desea difundir ideas y valores no tiene que tratar a los periodistas como enemigos sino como aliados, como profesionales independientes a los que hay que respetar, por su importante responsabilidad pública.
En segundo lugar, se requiere empatía. La comunicación es en el fondo una relación que se establece entre personas. No estamos ante mecanismos automáticos y anónimos de difusión de ideas que se producen en un ambiente aséptico. Intervienen personas, cada una con sus puntos de vista, sus circunstancias y sus sentimientos. De nuevo aparece la importancia de escuchar y de hacerse cargo de las preguntas del otro. Cuando se habla de modo frío, se amplía la distancia que separa del interlocutor. Dice una escritora africana que una persona llega a su madurez cuando toma conciencia de su capacidad de “herir” a los demás y cuando obra en consecuencia.
Esto es especialmente delicado en casos de comunicación de crisis, cuando se han producido víctimas y daños. En España, en abril de 2011, hay más de cuatro millones de personas sin trabajo, casi un 20 % de la población activa. En estas circunstancias, si una empresa tiene que presentar una cuenta de resultados con abultados beneficios, tiene que hacerlo de forma sensible. No puede dirigirse a los inversores con el mismo lenguaje con que se dirige al público general.
Nuestro mundo está superpoblado de corazones rotos y de inteligencias perplejas. Las propuestas de valores no pueden ser agresivas ni arrogantes. Es preciso aproximarse con delicadeza al dolor físico y al dolor moral. Empatía no significa renunciar a las propias convicciones, sino ponerse en el lugar del otro. En la sociedad de la comunicación, convencen las propuestas llenas de sentido y llenas de humanidad.
En tercer lugar, se requiere cortesía. No sé qué sucede aquí, pero en muchos países, los debates que tienen lugar en los medios de comunicación están plagados de insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese ambiente, quien tiene convicciones firmes puede caer en la tentación de defender su postura de forma radical, como hacen muchos otros. Aun a riesgo de parecer ingenuo, pienso que hay que desmarcarse de este planteamiento.
Ya los griegos distinguían dos tipos de diálogo: el que se establece entre dos interlocutores sin testigos y el que tiene lugar ante la mirada de un tercero. En el segundo caso, el espectador no sólo escucha lo que dicen los que dialogan. Observa cómo son, a través de sus gestos y actitudes. Muchos siglos después, un profesional de la comunicación norteamericano resume esta idea en el título de un libro: Tú eres el mensaje.
Si uno se expresa de forma violenta, el espectador sacará sus conclusiones. La verdad no se lleva bien con la agresividad. La claridad no es incompatible con la amabilidad. La cortesía ayuda a eludir la trampa de la violencia verbal. Cuestión distinta es el derecho a contradecir ideas con serenidad, de modo firme.
Recuerdo un cartel situado a la entrada de un pub británico, cerca del castillo de Windsor. Decía: “En este local son bienvenidos los caballeros. Recuerde que un caballero lo es antes y después de beber cerveza”. Un caballero lo es en una conversación pausada y en una discusión apasionada. Lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria.
Pasemos al tercer y último grupo de requisitos de la comunicación, que están relacionados con el modo de comunicar:
El primero es el profesionalismo. Incluso en el Reino Unido, las discusiones pueden tener un tono apasionado, no sólo a causa de la cerveza. Sucede especialmente cuando pesan los argumentos religiosos. Basta pensar en la fuerza que tiene en estos momentos el laicismo en algunos países; o la que ha tenido el clericalismo en tiempos pasados. Se corre el riesgo de que las discusiones acerca de ideas, valores y opiniones se planteen como “guerras de religión”.
Por eso es importante mantenerse en el plano argumentativo profesional: si se habla de leyes, en el ámbito jurídico; si de medicina, en el médico; y así sucesivamente. Un parlamentario creyente (de cualquier religión) que quiera rebatir una propuesta de ley sobre un tema con serias implicaciones morales, no lo logrará evocando argumentos religiosos, sino exponiendo razones de legislación comparada, de filosofía del derecho, o de otro tipo, siempre que puedan ser compartidos por parlamentarios de cualquier otra religión.
El profesionalismo lleva a respetar la metodología, los argumentos y la terminología propios de cada tema de debate. Por lo que se refiere a la comunicación, el profesionalismo lleva a respetar —en la medida de lo posible— los tiempos y otros requisitos. Un artículo de opinión tiene que llegar el día en que el tema resulta oportuno, antes de la hora de cierre, y con la extensión apropiada. En estos detalles formales y en otros más de fondo se expresa el profesionalismo.
El segundo es la transversalidad. Hemos hablado de profesionalismo a propósito de las discusiones en las que pesan motivaciones religiosas. Mencionamos ahora la importancia de la transversalidad en los debates influidos por motivaciones políticas. En algunas ocasiones, los debates sobre valores están muy ligados a las discusiones políticas. De manera que se adoptan posiciones rígidas, casi irreconciliables: se pasa de la dialógica a la dialéctica. Por eso, quienes proponen valores como la vida que, por ser concordes a la naturaleza humana, son potencialmente universales, han de intentar eludir esos condicionantes, han de sortear el peligro de que la propuesta sea rechazada de antemano no por su debilidad racional objetiva, sino por posicionamientos políticos tomados a priori.
Pienso que todos tenemos experiencia de la imperiosa necesidad de este principio de la transversalidad: muchos debates sociales se vuelven desoladoramente pobres cuando se convierten en mera confrontación entre políticos que casi por definición no pueden ponerse de acuerdo, y se vuelven así incapaces de resolver los problemas reales de la gente.
Y el tercero es la gradualidad. Las ideas dominantes y las tendencias sociales tienen una vida compleja: nacen, crecen, se desarrollan, cambian y mueren siguiendo unos procesos difíciles de conocer e interpretar. La comunicación de ideas tiene mucho que ver con el “cultivo”: sembrar, regar, podar, limpiar, esperar, antes de cosechar. Es más parecida al cultivo de un jardín que a la construcción de un edificio.
Se ha dicho que nuestra visión del mundo suele seguir un "paradigma masculino", donde lo importante es la acción, la técnica, la eficacia y la rapidez. Haría falta aplicar también el "paradigma femenino", porque la mujer sabe bien que todo lo que tiene que ver con la vida tiene su propio ritmo, requiere espera, reclama paciencia.
La comunicación de ideas y valores afecta a convicciones y comportamientos, que no cambian de la noche a la mañana y tienen tiempos largos de maduración intelectual y existencial. Lo contrario del principio de la gradualidad es la prisa y el cortoplacismo que llevan a la impaciencia y muchas veces también al desánimo, porque es imposible lograr grandes objetivos en plazos cortos.
Estos son los nueve principios que deseaba repasar con ustedes. Pienso que, en estas condiciones —con mensajes positivos, relevantes y claros; transmitidos por personas creíbles, empáticas y amables; de forma profesional, transversal y gradual— la comunicación de ideas y valores alcanza buenos resultados. Y pienso también que las mejores ideas merecen la mejor comunicación. En tiempos de crisis y en tiempos de normalidad.
Podríamos añadir un décimo requisito: la brevedad, auténtica regla de oro de la comunicación. Decía Shakespeare que la brevedad es el alma del ingenio. Parafraseándolo, cabe decir que la brevedad es el alma de la comunicación. Siendo breves, se nos perdona más fácilmente la ausencia de alguno de los nueve requisitos mencionados. Con esa esperanza termino mi intervención. Muchas gracias.
Juan Manuel Mora. Vicerrector de Comunicación Institucional. Universidad de Navarra
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