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No podemos dejar de plantearnos la pregunta más intrigante que hay hoy, pero difícilmente eludible por parte de quien quiera llegar hasta el fondo de las cosas
Hay un problema del que los cristianos no pueden sustraerse y al que deben dar una respuesta: ¿la organización de la vida en esta tierra, que al final lleva a la síntesis política, es autónoma de la religión o más bien es insuficiente para fundarse y mantenerse a sí misma? De la respuesta a esta pregunta depende la relación que se quiere instaurar entre la política y la fe religiosa, entre el mundo con sus lógicas y el cristianismo. Se puede decir también, con san Agustín, que se trata de establecer la relación entre la “ciudad de Dios” y la “ciudad del hombre”.
A lo largo de la historia se han intentado encontrar diversas soluciones a este problema, y el gran filósofo e historiador Étienne Gilson había escrito en 1952 un libro precisamente para analizar las principales de estas soluciones. Este libro fue reimpreso por el editor Cantagalli de Siena [editado en España por Rialp en 1965, n.d.t.] con el título original “Las metamorfosis de la ciudad de Dios”.
Se sabe que el eje de la balanza puede tender más a un lado o a otro, una vez a favor de la ciudad del hombre, otra vez a favor de la ciudad de Dios. Sin embargo, a lo largo de la historia se propuso una solución con la pretensión de estar perfectamente equilibrada. El autor de esta propuesta fue Dante Alighieri, y Gilson presenta esta solución en el capítulo IV de su libro.
Puede ser interesante, por tanto, examinar la propuesta de Dante para ver después qué piensa de ella Gilson. Es un ejercicio útil también para hoy, porque también hoy muchos cristianos consideran que la política y la religión son dos realidades autónomas e independientes cada una en su ámbito. ¿Pero es verdaderamente así?
Según Dante el poder político no recibe su propia existencia del espiritual, sino solo una luz que le ayuda espiritualmente en el ejercicio de su autoridad. La Iglesia está fundada sobre Cristo, el poder político se funda en cambio sobre el derecho. El primero tiene como objetivo la salvación del alma, el segundo tiene como objetivo la salud del cuerpo. El plano temporal es así plenamente autónomo.
El poder espiritual puede ayudarlo a alcanzar sus fines, pero no le confiere su autoridad. Hay un plano natural de la existencia universal de los hombres que se basta a sí mismo. Es por tanto también plenamente laico: todos los hombres forman parte de él en base a su naturaleza humana, sean ellos de una o de otra religión. La naturaleza es autónoma de la gracia, aunque en su interés está el aprovechar los beneficios de la gracia.
Dante adoptó por tanto por primera vez la noción de un plano político autónomo y suficiente en su orden, dotado de una naturaleza propia, de un propio fin último y de medios autónomos para alcanzarlo. También hoy, de hecho, muchos afirman que somos todos hombres antes de ser cristianos o de otras religiones.
Con frases parecidas se quiere entender que el plano humano y natural es él mismo fuente de plena humanización y que la unión entre los hombres no tiene en sí necesidad de la religión. Hay como una Iglesia temporal, que es el género humano, autónomo en si ordenamiento, y hay después una Iglesia religiosa guiada por el Papa y animada por Cristo.
En apoyo de su tesis, Dante traía sobre todo dos argumentos. El primero es que el imperio, o lo que es lo mismo, la organización del plano político sin la religión cristiana, existía antes que el cristianismo. Él se refería, naturalmente, sobre todo al imperio romano, el cual era tendencialmente universal. Por tanto —decía— el plano político es capaz de permanecer en pie por sí solo.
El segundo era que la razón humana, mediante la filosofía de Aristóteles, en su época plenamente asimilada en el mundo occidental sobre todo a través de santo Tomás de Aquino, daba la impresión de ser plenamente capaz de alcanzar por sí sola todas sus propias verdades. Esto daba la idea de que la razón era autónoma de la fe y que fuese capaz de guiar con sus fuerzas la actuación política del emperador.
Solo que ambos argumentos no se sostienen verdaderamente, como observa Gilson, como buen historiador del pensamiento occidental que era. San Agustín, por ejemplo, en De civitate Dei había criticado muchísimo las leyes y costumbres deterioradas del imperio romano, afirmando que el derrumbe del imperio se debía precisamente a la inmoralidad reinante. Esto demostraba que sin la llegada del cristianismo, el cual construyendo “buenos cristianos” construía también “buenos ciudadanos”, la razón y la moral naturales no habrían conseguido construir la ciudad terrena.
Sobre el segundo argumento: “¿estamos seguros de que el triunfo de Aristóteles en la Edad Media fue puramente filosófico y racional?” Buena pregunta, esta. Sin que la fe cristiana purificase los errores presentes en la filosofía de Aristóteles, ¿habría nacido la gran filosofía medieval? Como se ve, se puede dudar de que la razón pueda conseguirlo sola.
¿Qué decir entonces de la propuesta de Dante? ¿Es verdad que el plano político es autónomo del religioso y que es capaz de alcanzar por sí solo sus fines últimos? Para aceptar este planteamiento hay que aceptar que el hombre tiene dos fines: uno temporal y uno sobrenatural.
Dante dice precisamente esto, pero desde el punto de vista cristiano, se trata de un error. Él, no reconociendo el hecho de que el hombre tiene una única vocación, «malentendía el principio fundamental, que bien lejos de suprimir la autonomía de un orden inferior cualquiera, su subordinación jerárquica consigue el efecto de fundarlo, de llevarlo a la perfección, en pocas palabras, de garantizar su integridad y de mantenerlo. La naturaleza informada por la gracia es más perfectamente naturaleza. La razón natural iluminada por la fe se vuelve más íntegramente razonable. Aceptando la jurisdicción espiritual y religiosa de la Iglesia, el orden social y político se hace más feliz y más sabio en el plano temporal».
Si por tanto Dante se había equivocado, no podemos dejar de plantearnos, con Gilson, la pregunta más intrigante que hay hoy, pero difícilmente eludible por parte de quien quiera llegar hasta el fondo de las cosas: «Puede haber una Iglesia sin que haya unidad política en la tierra, pero ¿puede haber una unidad política de la tierra sin que se dé el reconocimiento, por parte de lo temporal, de la autoridad directa de lo espiritual, no sólo en el campo moral, sino también en el campo político?».
Escribía santo Tomás de Aquino: «En materia espiritual conviene obedecer al Papa, en material temporal es mejor obedecer al príncipe, pero mejor aún al Papa, que ocupa el vértice de los dos órdenes». Según Gilson esto significa que «lo espiritual no está subordinado a lo temporal. El príncipe, que tiene autoridad sobre lo temporal, no tiene autoridad alguna en el campo espiritual; pero lo temporal está subordinado a lo espiritual. El Papa, que tiene autoridad sobre lo espiritual, tiene también por tanto autoridad sobre lo temporal, en la misma medida en que esto depende de lo espiritual. La fórmula es simple y es suficiente aplicarla para ver que ésta comporta un significado preciso: El Papa no es soberano político, de ningún pueblo de la tierra, pero tiene autoridad soberana sobre el modo en que todos los pueblos llevan a cabo su política».
Stefano Fontana es director del Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuan” sobre la Doctrina Social de la Iglesia
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