Al asediado amor conyugal hay que defenderlo por los cuatro costados
Nuestro Tiempo
A mí se me ponen los pelos de punta cada vez que se propone que hay que quererse… como novios
Las rupturas matrimoniales son pandemia, según expresión que ha hecho fortuna del psiquiatra Enrique Rojas. Para prevenirlas, se ofrecen cursos de orientación familiar de enorme interés. Que un matrimonio se apunte es un paso de gigante, pues supone que ambos dan al asunto la importancia que tiene. Sólo por eso, ya compensarían, aunque merecen la pena por mucho más.
Ahora bien, sería bueno que los cursos afinaran al máximo. A mí se me ponen los pelos de punta cada vez que allí se propone que hay que quererse… como novios. ¡Oh, no! No es sólo que mi noviazgo fuera, como suelen, una montaña rusa, con subidas de vértigo y vertiginosas bajadas, discusiones cósmicas por nimiedades microscópicas, angustias melodramáticas y reconciliaciones de culebrón, sino que no fue más que el prólogo; y las circunstancias abismalmente distintas.
C.S. Lewis en su ensayo Los cuatro amores concluye que todo amor acaba recurriendo a la caridad. Eso sí son palabras mayores. La última sesión de todos los cursos de amor matrimonial tendría que culminarse con una reflexión sobre la caridad y su necesidad insoslayable. Lo cual no es una derrota, ni mucho menos, siendo la caridad la expresión más alta del amor. Yo he visto de reojo a menudo a mi mujer darme unas generosas limosnas de cariño cuando menos las merecía, y uf, gracias a Dios.
Pero al asediado amor conyugal hay que defenderlo por los cuatro costados, así que nos vendrán muy bien defensas más mundanas, que protejan todos los flancos. Habría que dedicar otra clase a la importancia y a la gestión eficaz de los proyectos compartidos, grandes, como los bebés, y pequeños, como el patrimonio, por ejemplo. Es lo de la famosa cita de Tierra de hombres de Antoine de Saint-Exupéry: «Amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección». Se ha repetido mucho con entonación dulce y mirándose, paradójicamente, a los ojos; pero en la práctica se olvida.
El tercer flanco lo cubriría la convicción intelectual de que el matrimonio indisoluble es una magnífica idea. Kierkegaard explicaba que es casi imposible que en una isla desierta un hombre y una mujer no acaben por entenderse a las mil maravillas, superando en un santiamén sus desavenencias. Una vez convencidos ambos cónyuges, el matrimonio es esa isla desierta, presta a transfigurarse en un jardín del Edén. A favor del matrimonio como institución argumenta, con el vigor de la casa, G.K. Chesterton en La superstición del divorcio.
El cuarto costado es el más mundano, pero hay que fortalecerlo como a los demás. Se requiere comprender a fondo el mecanismo del deseo si se quiere manejar con cierta seguridad material tan inflamable. Para eso, recomiendo estudiar muy bien las cartesianas ideas del antropólogo René Girard. En su último libro, Geometrías del deseo, profundiza en todo lo que descubrió en el primero, Mentira romántica y verdad novelesca. Los humanos no deseamos en línea recta, sino mediante triángulos. Desde niños, aprendemos a desear imitando a los otros. Y en la adolescencia, no digamos. Y de mayores, igual.
Los grandes escritores −Cervantes, Shakespeare, Stendhal, Proust…− lo saben desde siempre. Y los publicistas. Y nuestras mujeres, quizá inconscientemente, cuando se arreglan para salir a cenar fuera mucho más que para pasar la tarde en casa. Si somos atractivos e interesantes para los demás, lo seguiremos siendo, por ósmosis, para el cónyuge, que es lo que importa. Esto, utilizado con sensatez y mesura, es muy aprovechable. Las tesis de Girard, que han abierto fecundos campos de investigación en la literatura, en la antropología, en la política y en la teología, también tienen su sitio en los cursos de orientación familiar.
Vivir una aventura, estando como están las estadísticas, es atravesar los años con un matrimonio insumergible. O sea, un marido y una mujer a los que, cuando les vengan con lo de amarse como novios, se sonrían, se guiñen y se digan al oído: «Entonces…, qué poco nos queríamos todavía».