Los contrastes entre la libertad de expresión en Occidente y las respuestas violentas del islamismo son continuos <br /><br />
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Los contrastes entre la libertad de expresión en Occidente y las respuestas violentas del islamismo son continuos
Del “mini-debate” sobre laicidad organizado por UMP, el partido de gobierno francés, queda más el ruido que las nueces. El presidente de la República, Nicolas Sarkozy, ha sido criticado por un supuesto deseo de estigmatizar al Islam, en vez de facilitar su integración pacífica en la convivencia ciudadana.
Las acusaciones, casi siempre en el ángulo político de la confrontación con la extrema derecha del Frente Nacional, proceden de personalidades de cultura musulmana y, sobre todo, de una paradójica izquierda que parece ignorar la sistemática violación de los derechos humanos que se produce en Repúblicas islámicas gobernadas hasta hace bien poco, incluso, por miembros de la Internacional Socialista.
Los contrastes entre la libertad de expresión en Occidente y las respuestas violentas del islamismo son continuos. La última se ha producido a raíz del insensato auto de fe protagonizada por un desconocido pastor de una minúscula comunidad de Florida, que se atrevió a quemar públicamente un ejemplar del Corán. Pero nadie podía imaginar que la reacción de las turbas en el norte de Afganistán por la profanación del libro sagrado fuera una matanza de empleados de la ONU.
Unos días después, al menos dos personas fueron asesinadas y varias iglesias cristianas eran atacadas en diversas ciudades de Pakistán. Barack Obama condenó al pastor como intolerante y sectario. Pero no podrá evitar otros actos, como pretende el presidente de Afganistán, porque no son delito en Estados Unidos. Por su parte, Hamid Karzaï no puede justificar tampoco en modo alguno la reacción de sus gentes.
En el caso de Francia, ya en tiempos de Chirac, se planteó el problema de la integración republicana de los fieles musulmanes, que iban creciendo en número como consecuencia de la inmigración. La famosa ley de 1905, pensada sobre todo “contra” la Iglesia católica, pero asumida por ésta con el paso del tiempo, presentaba fisuras al aplicarse al Islam, que no reconoce en la práctica la separación de lo religioso y lo político.
Ciertamente, esa separación de esferas —las “dos espadas” de las controversias medievales procede de la doctrina de Cristo, que afirmó claramente la necesidad de dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Pero la impregnación de ese principio en la vida social y política ha tenido alternativas, también como consecuencia de valoraciones doctrinales insuficientes, como la que estuvo en boga hasta el Concilio Vaticano II: la confusa teoría de la potestad indirecta. Pero se puede decir que la Constitución Gaudium et Spes zanja el problema, en términos de mutua independencia y cooperación.
Sin embargo, será preciso fijar detalles en textos jurídicos, también en países que profesan constitucionalmente la laicidad, como Francia. La Croix hizo en su edición digital un espléndido resumen, del que Aceprensadio cumplida noticia.
Queda claro, por ejemplo, que, según la ley de 1905 "la República no reconoce, ni sufraga, ni subvenciona ningún culto". Pero los gastos relativos a los servicios de capellanía, destinados a asegurar el libre ejercicio de la religión en liceos, colegios, escuelas o prisiones, "pueden incluirse en los presupuestos estatales, de los departamentos o de municipios".
En la práctica, ningún lugar de culto de ninguna religión construido después de 1905 recibe financiación pública. Los ayuntamientos colaboran indirectamente, principalmente a favor de los musulmanes. Y la prohibición del burqa, que entra en vigor el 11 de abril, no se basa en criterios religiosos, sino en la consideración de que "ocultar el rostro", es contrario a "las exigencias fundamentales de la convivencia".
En el fondo, se trata de la aplicación de la cláusula de orden público, como límite del derecho a la libertad religiosa. Para algunos musulmanes, ese intervencionismo estatal viola el principio de neutralidad religiosa que debería encarnar el Estado laico. Pero es un criterio reconocido en los convenios internacionales, a diferencia de lo que ocurre en tantas repúblicas islamistas, que niegan simple y llanamente la libertad y reducen la tolerancia a mínimos asfixiantes. Superar esas graves limitaciones será el mejor camino para evitar estigmatizaciones injustas, y superar la identificación que se produce en el imaginario social entre Islam y fanatismo.