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El hombre y la comunidad han de ser conscientes de encontrarse ante Aquel que es tres veces santo
Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica leemos: “En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los Sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia”[1]. La Liturgia es pues el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió, Jesucristo (cf. Jn 17,3)[2].
En este encuentro la iniciativa, como siempre, es del Señor que se sitúa en el centro de la ecclesia, ahora resucitado y glorioso. De hecho, «si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora»[3].
Cristo precede a la asamblea que celebra. Él —que actúa inseparablemente unido al Espíritu Santo— la convoca, la reúne y la instruye. Por eso, la comunidad, y cada fiel que la forma, «debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser un pueblo bien dispuesto»[4]. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de cada celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e imagen del Padre, a fin de que puedan incorporar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan[5]. De ahí que «toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo, y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras»[6].
En este encuentro el aspecto humano, como señala san Josemaría Escrivá, es importante: «Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»[7]. Así pues, la confianza filial debe caracterizar nuestro encuentro con Cristo. Sin olvidar que «esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros»[8].
La liturgia y de modo especial la Eucaristía, «es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios»[9]. El hombre y la comunidad han de ser conscientes de encontrarse ante Aquel que es tres veces santo. De ahí, la necesaria actitud, impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios. ¿No era esto, acaso, lo que Dios quería expresar cuando ordenó a Moisés que se quitase las sandalias delante de la zarza ardiente? ¿No nacía de esta conciencia, la actitud de Moisés y de Elías, que no osaron mirar a Dios cara a cara?[10]. Y ¿no nos muestran esta misma actitud los Magos que “postrándose le adoraron”? Los diferentes personajes del Evangelio, al encontrarse con Jesús que pasa, que perdona... ¿no nos da también una ejemplar pauta de conducta ante nuestros actuales encuentros con el Hijo de Dios vivo?.
En realidad, los gestos del cuerpo expresan y promueven «la intención y los sentimientos de los participantes»[11] y permiten superar el peligro que acecha a todo cristiano: el acostumbramiento. «Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible»[12]. Por eso «un signo convincente de la eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Esto se puede comprobar a través de las manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los fieles»[13].
Los actos de devoción se comprenden, de modo adecuado, en este contexto de encuentro con el Señor, que implica unión, «unificación que sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración»[14]. Destacamos en primer lugar la genuflexión[15], «que se hace doblando la rodilla derecha hasta la tierra, significa adoración; y por eso se reserva para el Santísimo Sacramento, así como para la santa Cruz desde la solemne adoración en la acción litúrgica del Viernes Santo en la Pasión del Señor hasta el inicio de la Vigilia Pascual»[16].
La inclinación de cabeza significa reverencia y honor[17]. En el Credo —excepto en las solemnidades de Navidad y la Encarnación en las que es sustituida por el arrodillarse—, unimos este gesto a la pronunciación de las palabras admirables «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre»[18].
Finalmente queremos destacar el arrodillarse en la consagración[19] y, donde se conserva este uso desde el Sanctus hasta el final de la Plegaria eucarística[20], o al recibir la sagrada Comunión[21]. Son signos fuertes que manifiestan la conciencia de estar ante Alguien particular. Es Cristo, el Hijo de Dios vivo, y ante él caemos de rodillas[22]. En el arrodillarse el significado espiritual y corporal forman una unidad pues el gesto corporal implica un significado espiritual y, viceversa, el acto espiritual exige una manifestación, una traducción externa. Arrodillarse ante Dios no es algo “no moderno”, sino que corresponde a la verdad de nuestro mismo ser[23]. «Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse, y una fe, o una liturgia que desconociese el arrodillarse, estaría enferma en uno de sus puntos capitales. Donde este gesto se ha perdido, se debe aprender de nuevo, para que nuestra oración permanezca en la comunión de los Apóstoles y los mártires, en la comunión de todo el cosmos, en la unidad con Jesucristo mismo»[24].
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1097.
[2] JUAN PABLO II, Carta apostólica Vicesimus Quintus Annus, 7.
[3] BENEDICTO XVI, Discurso a los Obispos de la región Norte 2 de Brasil en visita ad limina, 15-IV-2010.
[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1098.
[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1101.
[6] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1153.
[7] San JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 166.
[8] BENEDICTO XVI, Homilía Misa Crismal, 20-III-2008.
[9] BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005.
[10] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001).
[11] Institutio Generalis Missalis Romani (IGMR) n. 42.
[12] BENEDICTO XVI, Carta enc. Spe salvi, n. 3.
[13] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 65.
[14] BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005.
[15] Cfr. M. RIGHETTI, Storia liturgica 1, Ed. Anastatica, Milano 20052, pp. 389-390.
[16] IGMR, n. 274; Ceremonial de los Obispos, n. 69.
[17] Cfr. IGMR, n. 275; Ceremonial de los Obispos, n. 68.
[18] Cfr. IGMR, n. 275.
[19] Cfr. IGMR, n. 43; J. JUNGMANN, Missarum sollemnia 2, Ed. Anastatica, Milano 2004, pp. 162-164.
[20] Cfr. IGMR, n. 43.
[21] Cfr. IGMR, n. 160; J. JUNGMANN, Missarum sollemnia, 2, p. 283.
[22] Cfr. BENEDICTO XVI, Luce del mondo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, pp. 219-220.
[23] Cfr. J. RATZINGER, Opera omnia. Teologia della liturgia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, pp. 175-183.194-195, 558-559.
[24] J. RATZINGER, Opera omnia. Teologia della liturgia, p. 183.
Juan Silvestre es profesor de Liturgia en la Pontificia Universidad de la Santa Croce y Consultor de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, además de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice
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