Todo lo que no sea directamente malo, que es muy poco, es maravillosamente bueno, todo
Diario de Cádiz
No existe ninguna otra institución con tal diversidad no sólo de lenguas y de razas sino de carismas, estilos de vida y filosofías como la Iglesia Católica
Los mismos que aplaudimos fervorosamente la heroica decisión de Juan Pablo II de no renunciar a pesar de su avanzada enfermedad, admiramos la valiente de Benedicto XVI de hacerlo.
Si alguien nos acusara de incoherencia, podríamos replicar que es la cara de la moneda de la cruz de aquellos a los que irritaba tanto lo del Papa anterior y les da alergia lo del actual. Pero no merece la pena enredarse en reproches. Lo interesante es entender lo que late en el fondo de las actitudes. Yo explicaré la mía, que es la admirativa.
En la Iglesia se ve lo bueno de cada uno, como en una familia. Pensad en la vuestra. Se aprecia y alaba a un hermano por ser muy sociable y a otro por ser tan dulcemente tímido; a uno, por su pasmosa habilidad para los negocios y a otro, por su bohemio desinterés por el dinero. Esos ejemplos familiares se llevan al extremo en la Iglesia: alabamos igual al célibe que a los padres de familia numerosa, a las monjas de clausura por su vida de silencio que al rockero dando testimonio de su fe encima de un escenario, desgañitándose; y tanto al misionero en tierras pobrísimas como al hombre de negocios que demuestra que se puede operar en la Bolsa con conciencia cristiana, cada cual donde Dios y él quieren. No existe ninguna otra institución con tal diversidad no sólo de lenguas y de razas sino de carismas, estilos de vida y filosofías como la Iglesia Católica.
Todo lo que no sea directamente malo, que es muy poco, es maravillosamente bueno, todo. Hay un momento gozoso de Las cartas del diablo a su sobrino de C. S. Lewis en las que el demonio protagonista se indigna por la cantidad ingente de cosas que los seres humanos podemos hacer santamente, además de, por supuesto, rezar: dormir, jugar, darnos un baño caliente, tomar una cerveza fría, leer una novela tristísima, reírnos, bailar, besarnos, suspirar, viajar, quedarnos en casa...
Y entre esas cosas, ya ven, se puede ser Papa sin fuerzas hasta la muerte y se puede renunciar si una futura falta de fuerzas amenaza. En ambos casos, puesto que se actúa ante Dios con rectitud de conciencia, se actúa bien, admirablemente bien. No hay contradicción que valga. Juan Pablo II dio un mantenido ejemplo de firmeza, Benedicto XVI lo está dando, aunque nos duela y lo vayamos a echar de menos, de fineza; y entre los dos están demostrando al mundo el inmenso margen de auténtica libertad que tenemos los cristianos.