El puesto de Romano Pontífice, más que un cargo, es una carga, como todas las tareas de gobierno en la Iglesia
Expansión
Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, merece el respeto debido a los grandes hombres de la historia, aquellos que, sin buscarlo, han abierto con sencillez un surco luminoso en la humanidad
"Retirarse a tiempo". Así titulaba el ‘Diario Madrid’ su editorial del 30 de mayo de 1968 acerca de la situación política en la que se debatía De Gaulle durante aquellos días. Sus nueve párrafos le costaron al diario un expediente sancionador, porque las autoridades del régimen vieron tras esos comentarios una alusión nada velada a la resistencia del entonces Jefe del Estado a renunciar al poder.
El apego al poder no es enfermedad exclusiva de los dictadores. También en democracia, empresas, deporte y casi todos los ámbitos de la vida civil, abundan los casos de esta patología. Aferrarse al sillón es una reacción frecuente en quien ha gustado las mieles del poder.
Por eso, la renuncia de Benedicto XVI al ministerio de Obispo de Roma ha conmocionado al mundo. No estamos acostumbrados a que los personajes de los que hablan los periódicos nos sorprendan con este tipo de noticias. ¿Qué ha sucedido en este caso? Pienso que Joseph Ratzinger ha tomado una decisión clarividente, humilde y llena de sentido sobrenatural. Hace falta una inteligencia clara, junto a una profunda sencillez, para ponderar adecuadamente las propias fuerzas físicas ante las necesidades del gobierno de la Iglesia en el siglo XXI, que no son comparables a las situaciones vividas en el pasado.
El puesto de Romano Pontífice, más que un cargo, es una carga, como todas las tareas de gobierno en la Iglesia. Si se asumen como es debido, no constituyen una meta personal para gentes ambiciosas, ni puntos de influencia para imponer las propias ideas, sino modos de servicio abnegado a la verdad revelada por Dios, y con ella a todos los cristianos y a la humanidad.
Jesús dijo de sí mismo que no había venido a ser servido sino a servir y a dar su vida por muchos. A lo largo de estos ocho años el Papa ha sido un buen discípulo de tan gran maestro, un «humilde trabajador en la viña del Señor» como se definió en sus primeras palabras después de su elección. La decisión de retirarse cuando constata que le faltan las fuerzas físicas que serían necesarias para desarrollar su servicio con la energía que requiere le honra como persona y como creyente, ya que constituye el más claro testimonio de que su vida no tiene otro fin que servir al Evangelio del mejor modo posible, y, a partir de finales de mes, ese modo será la oración.
Los que en algún momento tuvimos la gracia de conocer y dialogar con el teólogo Ratzinger antes de su elección como Papa, ya pudimos percibir entonces la serena sencillez, llena de sabiduría, de alguien que contempla el mundo en que vive con la nitidez que proporciona la mirada de la fe. A la vez que, por encima de una primera impresión de timidez, se percibía su atenta solicitud pastoral. Lo mismo hemos podido comprobar después. Cercano y atento a las necesidades del pueblo cristiano ha dado ejemplos heroicos de discernimiento evangélico ante los grandes problemas de la humanidad en nuestro tiempo.
Quienes estuvimos en la explanada de Cuatro Vientos durante la Jornada Mundial de la Juventud quedamos impresionados de su oración intensa ante Jesús en la custodia, en medio de aquella increíble tempestad de lluvia y viento, así como de su concentración al celebrar la Eucaristía y el calor de sus palabras afectuosas. Fueron unos momentos inolvidables para muchos de nosotros, que dejaron una huella imborrable en nuestra vida.
Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, merece el respeto debido a los grandes hombres de la historia, aquellos que, sin buscarlo, han abierto con sencillez un surco luminoso en la humanidad.