Comentaba con un amigo la experiencia de vivir en un mundo inquieto, ante incesantes reclamos que nos atraen y a menudo nos agitan interiormente. Desde asuntos de calado, como contiendas bélicas, o dificultades que pueden surgir en el ámbito de la convivencia familiar, o en el lugar y ambiente de trabajo, hasta el bombardeo de noticias que, saltando de continuo en las redes sociales desasosiegan, aunque solo sea momentáneamente.
Sin embargo, también coincidíamos al pensar que algo nos dice que no debemos estar hechos para semejantes vaivenes porque, en lo más íntimo de nuestro ser, anhelamos todo lo contrario: algo que de verdad nos dé paz y llene de sosiego. Experimentamos estos contrastes interiores porque, en el fondo, cada uno de nosotros es “mendigo de un amor incondicionado”, capaz de resolver esas inquietudes si lo descubrimos y mendigamos para poseerlo. Con el título de este artículo he unido un pensamiento de san Agustín, que nos dice que “el hombre es un mendigo de Dios” (cf. Serm. 56, 6, 9), con otro de Benedicto XVI, que escribe: “el ser humano necesita un amor incondicionado” (Enc. Salvados en la esperanza, n. 26). En otras palabras: nuestro corazón anhela un amor verdadero y pleno, que solo en Dios reside, y que gratuita e incondicionadamente ya nos lo ha ofrecido y continúe haciéndolo.
Ha sido el papa Francisco quien, en su Mensaje de Cuaresma 2025, ha recordado las citadas palabras de su predecesor Benedicto. Lo ha hecho en el contexto de una llamada a la esperanza de la que estamos absolutamente necesitados, si no queremos sucumbir a los vaivenes de la vida que decíamos al inicio del artículo; y esto, porque el contenido de la esperanza cristiana es, precisamente, la posesión de ese incondicionado amor de Dios que, ya desde ahora, contrarresta y ayuda a superar cuantas dificultades nos plantea la vida. Vale la pena recoger el pasaje completo de Benedicto XVI porque ilumina lo que deseo destacar en estas líneas: que estamos necesitados, como el mendigo más indigente, de una limosna de amor divino que dé sentido, fortalezca y sostenga nuestra vida, hasta alcanzarlo eternamente en la otra.
La realidad destacada por Benedicto XVI es que la verdadera salvación del hombre sólo reside en el amor gratuito de Dios. Escribe así: “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es «redimido», suceda lo que suceda en su caso particular.” (Enc. Salvados en la esperanza, n. 26).
Esa esperanza viva de salvación se nos ha ofrecido, pues, en Cristo Jesús. La fe nos dice que ese amor permanece activo y operante si sabemos mendigarlo y acogerlo, especialmente en la Eucaristía que, además de ser el Pan vivo del Cuerpo y Sangre de Cristo, es también memorial de su muerte y resurrección por amor nuestro. Así lo confesamos los fieles después de la consagración al celebrar la Eucaristía: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Este amor incondicionado de Cristo en la Eucaristía es el que debemos mendigar, como lo hizo aquella multitud que le buscaba por haber sido saciada con el milagro de la multiplicación de los panes y peces. Cuando Jesús eleva sus miras terrenas y les dice que el que deben anhelar es “el pan de Dios que ha bajado del cielo y da la vida al mundo”, la multitud responde: “Señor, danos siempre de ese pan” (Jn 6, 33-34). Piden ese sustento vital, pero sin haber calado aún el alcance del misterio encerrado en ese “pan del cielo” y la vida eterna que comunicará; eran, sin saberlo todavía, mendigos de un amor incondicionado.
Completamos ahora la enseñanza de san Agustín en su comentario del “Padre nuestro”, porque cuando pides: “Danos hoy nuestro pan de cada día, te proclamas mendigo de Dios. Pero no te ruborices; por rico que sea uno en la tierra, es mendigo de Dios” (Serm. 56, 6, 9). En efecto: la vida nos dice que por abundancia de bienes y medios materiales que uno tenga, todo eso no apaga la infinita sed de amar y ser amados que anhela el corazón humano. Y, en consecuencia, si no descubrimos dónde radica ese amor y nos hacemos mendigos de él, de poco servirá todo lo demás.
No solo en esta Cuaresma preparándonos para conmemorar, una vez más, el amor incondicionado de Cristo en el misterio Pascual de su muerte y resurrección, sino en todo momento, hemos de vernos indigentes de ese Pan del cielo que, a diario, Cristo nos frece en la Eucaristía, al tiempo que renueva sacramentalmente su sacrificio del Calvario. Y como aquella multitud que, recordábamos antes, pedirle: “Señor, danos siempre de ese pan”, pero sabiendo ya por la fe que ese Pan es el mismo Cristo.
Por lo dicho hasta aquí, ¡qué bien entendemos aquella otra petición de los discípulos de Emaús el mismo día de la Resurrección de Cristo! Entristecidos, vacíos de esperanza y llenos de desánimo, sienten que su corazón ha comenzado a revivir con las palabras enardecidas del ignoto peregrino que se ha unido a ellos en el camino. Por eso, cuando llegados a la aldea el Señor hace ademán de seguir adelante, ellos “le retuvieron diciéndole: Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo” (Lc 24, 28-29). Y al descubrir, en el momento de partir el pan, que su acompañante había sido el mismo Jesús resucitado, el comentario que mutuamente se hacen no puede ser más expresivo: “¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). Habían recuperado la fe y la esperanza.
Aquellas palabras fueron expresivas de un sentir vivo y espontáneo que corrobora lo que he intentado recordar en estas líneas: que somos indigentes de un amor de Dios que llene de alegría y esperanza nuestro corazón; y por eso ¡qué mejor que hacer eco a la petición de los dos caminantes de Emaús y, como ellos, mendigar: “¡Quédate con nosotros, Señor”; y añadir también: que sepa valorar y agradecer tu presencia eucarística, memorial de tu muerte y resurrección salvadoras, ofrecidas al mundo, junto contigo, por tu Padre Dios.