“Hay que recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: ’Mayor felicidad hay en dar que en recibir’” (Hch 20, 35).
Ignoro qué habrá pensado el lector ante el título de este artículo: ¿en la tribuna de un maestro de donde fluiría, sin más, la felicidad?; ¿en la persona del catedrático que imparte sus enseñanzas para ser felices?, En mi actual peregrinación a Tierra Santa acabo de visitar esa cátedra, llamada el “Monte de las Bienaventuranzas”, conozco algo al Maestro que la ocupó y también sus sapientísimas enseñanzas. Muchos lectores también las conocerán, aunque no hayan estado quizás en aquella tribuna, y aunque unos y otros no terminemos de ponerlas en práctica para ser felices. Vayamos al tema y hagámoslo por partes.
Si entramos hoy en internet y escribimos algo similar a “caminos de felicidad”, “cómo ser feliz”, o frases análogas, encontraremos múltiples fuentes y plataformas al respecto: estudios de investigadores en la Universidad de Harvard trabajando en equipo, argumentos de concienzudos filósofos en entrevistas televisivas, escritores que desde su pequeña tribuna -pienso ahora que tal sería mi caso -, todos tratando de aportar nuestro granito de arena para desvelar el secreto de la felicidad. He leído y conozco bastantes estudios, y considero que lo mejor que he encontrado puede integrarse perfectamente en las enseñanzas del divino Maestro.
Jesucristo, desde aquella cátedra al aire libre y abierta a los cuatro vientos, nos habló de cómo ser felices porque de eso tratan sus “Bienaventuranzas”. Ahora justamente, en este 6º Domingo del año litúrgico, el pasaje evangélico recoge aquella enseñanza y comienza así: “Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte, se sentó y (…) abriendo su boca les enseñaba diciendo: - Bienaventurados los pobres de espíritu, porque (…) – Bienaventurados los que lloran, porque (…)” (Mt 5, 1 ss.) “Bienaventurados”, es decir, “Felices”, “Felices”, …: así, hasta ocho veces, nada menos.
Antes de proseguir, considero urgente devolver a las palabras “bienaventuranza” y “bienaventurados” sus reales y atrayentes significados que son, respectivamente: “Felicidad” y “felices”. Así lo entendieron quienes escucharon directamente a Jesús, pero hoy no sucede lo mismo porque a bastantes personas -no digamos nada si además no son creyentes-, al oír hablar de “bienaventuranza” y “bienaventurados” les puede sonar a lenguaje pasado de moda, “medieval”, o a “enseñanzas de curas” y de “sacristía”, pero no a lo que realmente importa aquí y ahora, y es, seamos claros: dónde encontrar la felicidad y ser felices en medio de tantos retos y dificultades como nos presenta la vida.
Pues justamente de eso nos habla Jesús quien, por ser Dios y hombre, sabe muy bien de qué va el tema, aunque solo fuese, y lo es todo, por haber creado junto con su Padre y el Espíritu, unos seres como nosotros que, si en algo estamos universalmente de acuerdo -y ya es milagro-, es en el ansia insaciable de felicidad. Y ¿quién sino el inventor de un algo nuevo puede saber a la perfección el funcionamiento y finalidad de esa realidad por él ideada? Por eso, Jesús, desde su cátedra del Monte, nos indica los ocho caminos que conducen a la felicidad. Todos son importantes, cada uno tiene su propio sentido, pero requiere del concurso de los otros siete, porque forman un conjunto armónico y la falta de uno solo supondría un obstáculo para la plena felicidad.
Antes de adentrarnos en esos consejos y sendas divinas, ¿tenemos los humanos algo que decir al respecto y aportaría algo a lo que Dios nos enseña?; porque, a fin de cuentas, hablamos de “ser felices”, un deseo que palpita con fuerza en lo más íntimo de nuestro ser. Sí, tenemos algo que decir, y como señalé antes, puede integrarse en las “Bienaventuranzas” que ya cuentan en su base con todo cuanto hoy nos puedan decir los mejores filósofos y pensadores. Pero Jesús fue más allá porque, a las bases humanas de la felicidad les dio toda la razón y fuerza trascendente que entrañan, al situar su culmen en la posesión y goce de un Amor infinito: el de las tres personas divinas.
Comparto muchas razones humanas de filósofos e investigadores; las he repensado despacio y las expongo ahora señalando cuatro aspectos. Primero, acordar qué entendemos por felicidad; cabe comprenderla como un estado interior de satisfacción no solo física y orgánica, sino principalmente anímica, psicológica, espiritual, de paz e íntima plenitud de todo nuestro ser. Por tanto, nada exterior a la persona, algo así como si la misma felicidad fuese el fruto de un árbol del que me pudiera apropiar para gozosamente consumirlo; es más bien un fruto interior que madura y germina cuando yo, con mi vida, respondo a las exigencias más genuinas y radicales de mi naturaleza humana: las que me llenan y dan verdadera plenitud.
Un segundo aspecto o pilar del “edificio felicidad” es, paradójicamente, la necesidad de un “algo” y “alguien” distintos de mí, que sin ser “la felicidad” -como el fruto que decíamos-, sin embargo, la hacen posible en mí. Ese “algo” reside en el inmenso horizonte de bienes que me atraen y despiertan en mí el amor y deseo de poseerlos y disfrutarlos; son tales: el bien y gozo de buenas amistades y convivencias, de sanas aficiones, de trabajos ilusionantes, de tentadoras y limpias metas profesionales, etc.. En torno a ese amor interior y los deseos que suscita, aparecen y se configuran sus diversos objetivos, empezando no ya por un “algo” de cosas, sino por un “alguien” de personas que amamos y con quienes trabamos relaciones más o menos sólidas e íntimas. Todo eso es necesario para ser feliz, porque nadie se basta a sí mismo, y de ahí que los estados de aislamiento y soledad sean sinónimos de tristeza y desolación.
El tercer pilar relacionado con los dos primeros, es conseguir una personalidad bien formada, que exige que “cabeza y corazón”, es decir, “verdad” y “sentimientos” se den la mano, de cara a un proyecto de vida bien estructurado, que responda a la verdad y al bien de la persona y, por tanto, a una existencia en la que, al vivir los amores en los mencionados ámbitos de la familia, profesión, convivencia social, descanso, etc., no traicionemos las genuinas exigencias del amor verdadero, único capaz de hacernos felices, y que es el poner por delante el bien de los otros antes que el mío propio.
Un cuarto elemento a tener en cuenta en la conformación de la felicidad -aunque esta vez de carácter negativo- lo muestra otra experiencia universal: es el enemigo que todos llevamos dentro que, por soberbia, comodidad, egoísmo, pereza…, en una palabra, por amor propio, busca primero la felicidad personal antes que la ajena. La experiencia nos dice igualmente que cuando miramos más por el bien de los otros antes que por el nuestro, y actuamos según este principio, en nuestro corazón fluye una íntima y serena alegría que llena de paz.
La felicidad es una realidad apasionante y compleja que, como todo lo humano, tiene raíces trascendentes y su temática no se despacha en cuatro líneas. Por eso, sus hondas raíces que conectan con las ocho bienaventuranzas, requieren un nuevo artículo; como broche de oro que enlace con él, nada mejor que esta enseñanza del Señor, transmitida por san Pablo hablando a los primeros cristianos de Éfeso: “hay que recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: ’Mayor felicidad hay en dar que en recibir’” (Hch 20, 35). Vale la pena meditarlo.