“Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra” (Lc 6, 29)
El 20 de enero celebramos los cristianos la fiesta de san Sebastián. Nacido en Narbona en el siglo III, llegó a formar parte del ejército imperial romano. Convertido al cristianismo, murió mártir hacia finales del siglo III o inicios del IV. Se desconoce el año exacto, pero no el modo de su ejecución martirial que nadie ignora: atado a un poste y despojado de sus vestiduras -como Cristo en la cruz- fue asaeteado sin piedad muriendo poco después.
Se comprende que numerosas ciudades en el mundo entero -sólo en España hay más de treinta-, lo hayan acogido como su patrono, y algunas lo luzcan con gran satisfacción en el mismo nombre de la ciudad, como San Sebastián en el país vasco. Y se entiende igualmente que artistas de primer orden, como Botticelli, Rafael, El Greco, y otros muchos, hayan inmortalizado con ingenio y belleza el martirio de este santo. Todo lo contrario de lo que ha hecho hace pocos días un reducido grupo político de Palma de Mallorca, ciudad de la que también es patrono este santo y lo festeja en estos días.
Lo más opuesto a lo que es ingenio, belleza, y respeto de la dignidad de toda persona, es lo que ha difundido ese minoritario grupo político de Palma de Mallorca, con un cartel tipo cómic, donde se ridiculiza a este santo de pies a cabeza; y para mayor escarnio, en la parte superior aparece la figura de Jesús bendiciendo toda la representación. Sin entrar en más detalles, baste decir dos cosas: que los promotores de semejante engendro figurativo lo han presentado alegremente como un “san Sebastián gay”; y que el regidor de la ciudad lo ha calificado así: "Si quiere que le diga una palabra del cartel, me parece vomitivo".
De un tiempo a esta parte y casi en escala ascendente, importantes hechos y signos cristianos de XXI siglos de historia, se vienen tomando como blanco de burlas y chacota, sin que sus autores caigan en la cuenta -¡ojalá fuera así!- de que, con tal proceder, hieren profundamente los sentimientos humanos y religiosos de millones de mujeres y hombres en todo el mundo; y que en algunos casos, además, incurren en una blasfemia.
En menos de un año, efectivamente, hemos visto cómo vienen sucediéndose esas figuraciones burlonas: desde la exhibida en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, con una analogía blasfema de la Última Cena de Jesús, tomada del fresco de Leonardo da Vinci, pasando más tarde por otras ingeniosidades de chanza, como la del fin de año en la RTVE, hasta llegar ahora al cartel que nos ocupa.
Me pregunto qué diría san Sebastián, o un cristiano de hoy, ante el mencionado cómic o sobre otras burlas análogas. Algunos, para quitar hierro al despropósito y disculpar también a sus promotores, han comentado que esas personas “no sabían lo que hacían”; muchos, han considerado insuficiente este comentario porque, yendo al fondo del tema, no solo se han herido unos sentimientos religiosos, sino que se ha infligido una auténtica blasfemia injuriando al mismo Dios. Personalmente considero que es Jesucristo quien, con sus acciones y palabras, nos ofrece luces para responder cumplidamente a estos hechos, porque él mismo -como Dios y hombre verdadero- ya los sufrió en su propia carne.
El Señor nos ha dado ejemplo para tratar, con sumo respeto, a las personas que actúan como lo han hecho los promotores de este cartel. Cristo, de una parte, les podría haber dicho que sí, que sabían muy requetebién lo que hacían y, al mismo tiempo y paradójicamente que, en el fondo, no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. ¿En qué sentido lo sabían?: porque al acudir a san Sebastián mártir, no ignoraban que es un símbolo superconocido y venerado por millones de cristianos; buena plataforma, por tanto, para afirmar y difundir una vez más sus sentimientos ya conocidos y respetados. Y ¿en qué sentido no tenían ni idea de lo que estaban haciendo?: porque esa representación es una injuria al mismo Dios que, en Jesucristo, aparece bendiciendo -como ya he dicho- en la parte superior del cartel.
Bien, pensará el lector, pero habrá que ver cómo se armonizan ambas situaciones extremas y cómo actuar en la práctica frente a ellas. El Señor nos enseña cómo hacerlo, si recordamos cómo actuó él mismo. De una parte, y por lo que mira al “saben bien lo que hacen”, con aquel mandato suyo “al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra” (Lc 6, 29), nos pide que, ante la ofensa patente, no reaccionemos con indignación e, incluso, que vayamos más lejos, poniendo la otra mejilla y permitir nuevas injurias. Pero mal entenderíamos este mandato si hoy, ante el injurioso cartel de san Sebastián, ofreciésemos el rostro para nuevas ofensas, o nos quedásemos de brazos cruzados. Recordemos la bofetada que recibió Cristo durante el juicio ante Anás; su respuesta no fue poner la otra mejilla, sino responder al agresor: “Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si tengo razón, ¿por qué me pegas?” (Jn 18, 23).
¿Estaba contradiciendo Jesús su propio mandato? En absoluto: nos estaba enseñando que hoy, ante hechos como el del cartel de marras debemos actuar como él lo hizo: no devolver bofetada por bofetada, pero tampoco quedarnos callados, y pedir explicaciones poniendo al ofensor ante su propia razón y conciencia moral, para que reconozca que ha actuado injustamente y herido en lo más íntimo la dignidad de la persona injuriada. No hacerlo así sería considerar al creyente – cristiano, en este caso- como ciudadano de segunda categoría; y que para él no sería aceptable lo que sí lo es para todo el mundo: recurrir a una autoridad que ataje semejantes acciones, y proteja los sentimientos religiosos. Ahora, por desgracia, en nuestro país, hasta esa misma autoridad que debe velar por corregir tales injurias, parece plantearse la revisión de este derecho, que es tan fundamental por estar ligado a la naturaleza misma de la persona.
Queda una segunda parte, necesaria para que todo encaje, y Cristo nos sigue dando luces. Durante el juicio él no puso la otra mejilla, porque era el momento de la actuación plenamente humana, racional, de ciudadano corriente y moliente: el momento de pedir explicaciones al injusto ofensor. Nos ofrecía una lección magistral haciéndole ver para que rectificase, que hay líneas rojas que jamás deben sobrepasarse. Y paradójicamente, aunque entonces no puso la otra mejilla, horas después ofreció su cuerpo entero a desgarradores latigazos, su cabeza a una corona de espinas, y ya en la cruz su clemencia ante el Altísimo, por todos nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 35). Casi con plena seguridad diría que quienes han ideado este “san Sebastián gay”, ignoraban que estaban cometiendo un gesto blasfemo. Por eso, invito a unirnos a la oración del crucificado pidiendo por ellos.
Para concluir: no hay mal que por bien no venga. Por eso, el “San Sebastián de nuevo martirizado”, nos ofrece la oportunidad de exponer una vez más el modo de actuar de un cristiano, o de cualquier persona de buena voluntad. Y para todos, sean o no creyentes, y tengan los sentimientos que tengan -religiosos o del tipo que fueren-, la oportunidad de recordarles que la dignidad de la persona -como imagen de Dios que es-, merece el máximo respeto, consideración y deferencia.