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Los días festivos son una oportunidad para descansar. Pero para los cristianos, suponen también una ocasión para disfrutar en familia, educar a los hijos y tratar con más tranquilidad a Dios
Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que había realizado en la creación[1]. En la unidad de la existencia personal, trabajo y tiempo libre no se deben separar; por eso urge empeñarse en un apostolado de la diversión[2], que contrarreste la tendencia a concebir el ocio como pura evasión[3], aun a costa de romper la unidad del hombre.
El descanso de Dios
El tiempo libre por antonomasia es el que se da en los días de fiesta: se rompe la monotonía de lo cotidiano, porque se celebran acontecimientos que son decisivos o determinantes para un grupo de personas, ya sea una familia o una nación. En la tradición judeo-cristiana la fiesta posee un sentido religioso que está asociado al gozoso descanso de Dios. Porque una vez terminada la creación, bendijo Dios el día séptimo y lo santificó. Casi se podría decir que Dios se maravilla ante su obra, especialmente ante la grandeza de esa criatura –el hombre– que ha llamado a la comunión con Él. Y santificando el sábado, “creando” el día de fiesta, ha querido asociar a la humanidad entera a su mirada bondadosa hacia el mundo. Por eso, de algún modo, «del descanso de Dios, toma sentido el tiempo»[4]: cualquier tiempo, el del trabajo y el del descanso, pues vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno[5].
Para el cristiano, además, el domingo, día del Señor, dies Christi[6], es el día consagrado al Señor dondequiera que habitéis[7]. Cada domingo recordamos y celebramos en la liturgia de la Iglesia la resurrección de Cristo, la nueva creación, la salvación del género humano, la liberación del mundo, su destinación final. Si bien la novedad del cristianismo hace que hayan decaído «las manifestaciones del sábado judío, superadas por el “cumplimiento” dominical, son válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del “día del Señor”, indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han de entender a la luz de la teología y de la espiritualidad del domingo»[8]. Jesucristo mismo, Señor del sábado[9], explica el auténtico sentido del descanso sabático, orientándolo «hacia su carácter liberador, junto con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre»[10].
Bajo esta luz, el domingo muestra la novedad del mundo, la novedad de la nueva creación en Cristo. De algún modo, todo tiempo es ya tiempo de fiesta, porque es tiempo de Dios y para Dios. En la existencia humana se unen trabajo y tiempo libre; y ambos comprenden una llamada a la contemplación y a la oración. Dios nos da el tiempo para que podamos entretenernos con Él, asociarnos a su descanso y a su trabajo[11], admirar su belleza y la hermosura de su obra.
Parte de la misión educativa de los padres consiste en mostrar a los hijos ese carácter de don que poseen las fiestas. Hace falta poner un poco de esfuerzo a la hora de organizar el domingo –o cualquier periodo de descanso–, de modo que Dios no aparezca como algo ajeno o molesto, introducido en el último momento, en los planes previstos. Si los hijos ven que se piensa con antelación cómo y cuándo asistir a la Santa Misa, o recibir los sacramentos, comprenderán de modo natural que «el tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios»[12]. El consejo de Benedicto XVI se muestra precioso bajo esta luz: «¡Queridos amigos! A veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la Misa. Pero si os empeñáis, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que le da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla»[13].
Por eso, un cristiano que quiere vivir el Evangelio planifica su fin de semana poniendo, en primer lugar, su participación en la Santa Misa; y busca organizar sus viajes o desplazamientos –especialmente cuando van a ser largos– garantizando su asistencia al Santo Sacrificio el domingo o los otros días de precepto. Por su parte, «los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos, la institución de las Misas vespertinas y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo»[14].
El tiempo de las virtudes
Ya se han señalado las oportunidades educativas que encierra el tiempo libre para moldear la personalidad de los hijos. Juegos, excursiones, deporte no son solo parte esencial de la vida de los jóvenes, sino que a través de ellos los padres pueden conocer mejor a sus hijos, y transmitirles deseos de aprender y de darse a los demás. Deseos que se concretan en tareas y van cuajando en hábitos, en lo que los clásicos llaman virtudes. Así, el tiempo libre deja de ser “el tiempo para las cosas banales”, y se transforma en tiempo cualitativo, creativo. En resumen, en momentos preciosos para que los hijos asuman e interioricen su libertad.
Formar a los hijos en el ocio, por otra parte, supone proponerles actividades que les resulten atrayentes y que respeten su modo de ser. En la medida en que una familia comparte momentos felices, sienta las bases para prevenir pasatiempos nocivos en el futuro: los períodos trascurridos con los padres en la infancia –en los que experimentan la alegría del dar y recibir, de la generosidad– quedan grabados para siempre, y servirán de protección cuando los hijos tengan que enfrentarse al falso atractivo de lo que aleja de Dios.
Por el contrario, si los padres entienden las vacaciones y el tiempo libre como simple oportunidad de evasión o de disfrute pueden acabar descuidando un aspecto central en la educación. No se trata de “transmitir” a los hijos una visión del tiempo libre como un “hacer sólo cosas útiles”, en el sentido que es útil estudiar una materia o aprender un idioma, o ir a clases de natación o de piano (ocupaciones que, en el fondo, no difieren mucho de la instrucción que suministran muchas escuelas); sino de enseñar a emplear esos periodos de un modo equilibrado. En este sentido, el tiempo libre proporciona situaciones favorables para desarrollar la unidad de vida: se trata de fomentar en los hijos personalidades firmes, capaces de gestionar la propia libertad y de ejercitar la fe de manera coherente; y que aprendan así a convivir con los demás, a aspirar a una vida cumplida.
Un gran enemigo en este campo es el “matar el tiempo”, porque cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo[15]. Actúa así quien por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa[16] de los otros; quien en esos momentos se busca a sí mismo desordenadamente, sin dar cabida a Dios o a los demás. Educar en y para el tiempo libre compromete a los padres. Ellos son siempre –aun de modo inconsciente– el modelo que más incide en la formación de los hijos; y como educadores no pueden dar la impresión de que se aburren, o reposan no haciendo nada. Su modo de descansar debe, de algún modo, estar abierto al entretenimiento con Dios, al servicio a los demás. Los hijos han de entender que el ocio permite distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo[17], mientras se aprenden cosas nuevas, se cultiva la amistad, se mejora la vida de la familia.
La diversión de los jóvenes
Muchos padres –con parte de razón– temen la presión del ambiente, que en las sociedades de consumo propone diversiones deletéreas y superficiales. El problema de fondo es universal: los jóvenes quieren ser felices, pero no siempre saben cómo; y, con frecuencia, ni siquiera saben en qué consiste la felicidad, porque nadie se lo ha explicado convincentemente, o no la han experimentado. Para la gran mayoría, el problema de la felicidad se reduce a tener un trabajo bien remunerado, gozar de buena salud, y vivir en una familia que les quiera y en la que poder apoyarse. Aunque los jóvenes manifiesten algunas veces cierta rebeldía, admiten de ordinario que tienen que rendir en el estudio, pues entienden que buena parte de su futuro depende de sus calificaciones escolares.
Todo esto es compatible con el afán por reivindicar su propia autonomía a la hora de organizar el tiempo libre. En algunos casos, lo hacen siguiendo la senda que marcan las industrias del entretenimiento, que a menudo promueven diversiones que dificultan o impiden el crecimiento en virtudes como la templanza. Pero, en último término, la desorientación de los jóvenes no es distinta de la que se da en bastantes adultos: confunden la felicidad, que es resultado de una vida lograda, con una efímera sensación de pseudo alegría.
Estas desviaciones, reales, no pueden hacernos olvidar que todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio[18]. Forma parte del proceso normal de maduración, como se aprecia al considerar que, ante la pregunta sobre cómo se divierten, el “con quién” es siempre más significativo que el “qué”: quieren estar con sus coetáneos y fuera de casa, es decir, sin la familia y sin adultos; y de hecho, las actividades que asocian a un mayor disfrute es salir con sus amigos y escuchar música. Incluso, cuando el consumo es –como sucede en algunas sociedades– una forma de distraerse, adquiriendo cosas a veces innecesarias (ropa, móviles, accesorios informáticos, videojuegos, etc.), sucede que es solo el medio para estar con los amigos.
Resulta importante, por eso, proponer formas de diversión que respeten la estructura de la persona, es decir, la tendencia a la felicidad que todos tenemos: los padres deben afrontar esta tarea promoviendo, con la ayuda de otras familias, lugares adecuados en los que los hijos puedan madurar humana y espiritualmente durante su tiempo libre. Se trata, en definitiva, de fomentar diversiones e intereses que fortalezcan el sentido de la amistad, de la responsabilidad de cuidar o apoyar a las personas que aprecian. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico[19]. Los padres pueden y deben contar con esa realidad: dedicándoles tiempo, hablando con ellos, dándoles ejemplo de alegría, sobriedad y sacrificio desde que son pequeños. Porque educar no significa imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad[20].
J.M. Martín y M. Díez
Notas
[1] Gn 2, 3.
[2] Camino, n. 975.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la XIX Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 19-V-1985, n. 4.
[4] Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini, 31-V-1998, n. 59.
[5] Gn 1, 31.
[6] Cfr. Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini, 31-V-1998, nn. 18ss.
[7] Lv 23, 3.
[8] Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini, 31-V-1998, n. 62.
[9] Mc 2, 28.
[10] Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini, 31-V-1998, n. 63.
[11] Cfr. Jn 5, 17.
[12] Benedicto XVI, Homilía en la explanada de Marienfield, 21-VIII-2005.
[13] Benedicto XVI, Homilía en la explanada de Marienfield, 21-VIII-2005.
[14] Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini, 31-V-1998, n. 49.
[15] Amigos de Dios, n. 46.
[16] Amigos de Dios, n. 46.
[17] Camino, n. 357.
[18] Conversaciones, n. 100.
[19] Conversaciones, n. 101.
[20] Es Cristo que pasa, n.27.
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