El profesor Higinio Marín es muy crítico con la Agenda 2030 como expresión de una pretensión totalitaria cuyas raíces filosóficas analiza
Higinio Marín, filósofo y profesor titular, es conocido por su trabajo en antropología filosófica y ética. Doctor por la Universidad de Navarra, Higinio Marín es un pensador con la capacidad de unir muchos elementos diversos al momento de analizar un problema, mostrando así todos sus ángulos. Es un filósofo con los pies en la tierra para quien las ideas y reflexiones no son abstracciones aéreas sino palpitantes realidades que se encarnan en la vida real de las personas. Es un hombre sagaz y reflexivo, un hacedor humilde pero eficaz. Me queda claro por qué lo han elegido ser el rector de la Universidad Cardenal Herrera del CEU en Valencia.
Su obra se centra en la comprensión de la naturaleza humana y las relaciones sociales, explorando cómo los cambios culturales y tecnológicos afectan a la identidad y la moralidad. Marín ha abordado temas como el significado de la vida, la dignidad humana, y la influencia de la cultura en la formación del individuo. Su trabajo es valorado por su profundidad y su capacidad para relacionar la filosofía con cuestiones contemporáneas. Los invitamos a seguirlo en su Blog.
Entre su obra destacamos La invención de lo humano (Encuentro), en la cual reflexiona sobre cómo la cultura y la tecnología han contribuido a la creación de una nueva visión de lo que significa ser humano.
Igualmente vale la pena destacar Mundus: De la naturaleza a la creación (Nuevo Inicio): es un libro que explora sobre cómo la percepción de la naturaleza y la creación ha cambiado a lo largo del tiempo. Marín analiza la transición desde una visión tradicional de la naturaleza como algo dado y estable hacia una concepción moderna en la que el ser humano actúa como creador y transformador del mundo.
Por último, Humano, todavía humano (La Huerta Grande) es un libro que hace una exploración de la humanidad en un contexto contemporáneo, cuestionando si, a pesar de todos los cambios y desafíos, seguimos siendo plenamente humanos.
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Rector, gracias por esta conversación. Desde hace varios siglos, el mundo moderno ha promovido una dinámica constante de secularización. Entendemos la secularización como el proceso mediante el cual la religión pierde influencia en la vida pública y en las instituciones sociales, políticas y culturales. La secularización tiene aspectos positivos que el cristianismo promueve, como la separación entre religión y Estado, la libertad de conciencia o la tolerancia. Sin embargo, la secularización extrema de hoy en día termina privatizando todo, por ejemplo, la ética y la fe. Al final, esto conduce a que la gente asuma una especie de nihilismo oficial: una vida social en la cual está prohibido hablar de fe o ética.
¿Cómo cree usted que en nuestro tiempo se puede conjugar lo positivo de la secularización frente a la secularización radical que termina en una vida vacía, sin espacio para Dios y los valores? ¿Cómo ve usted la posibilidad de encontrar una secularización sana?
La dificultad radica en que no hemos conseguido concebir una forma de secularización que no tenga pretensiones absolutas. Creo que lo que falta en las concepciones políticas, económicas, culturales y antropológicas de la modernidad es una palabra simple: modestia. Esa falta de modestia las convierte en pseudo-religiones, porque cuando una dimensión de la realidad se absolutiza, ya sea la cultura, la política o la ciencia, esa absolutización se transforma en una visión de naturaleza total, no totalitaria, pero sí total; se convierte en una ideología.
Cuando la ciencia pretende ser el único punto de vista, más allá del cual ninguna afirmación merece consideración, surge un problema de inmodestia que estalla en la modernidad. Por ejemplo, cuando Descartes afirma que su método de conocimiento persigue conocer las cosas "como Dios las conoce", realiza el ejercicio de inmodestia más tremendo hasta ese momento en la historia. Esto implica que el conocimiento humano puede agotar y saturar la realidad, porque si se conoce "como Dios conoce", entonces nada queda fuera del conocimiento humano.
En la tradición premoderna, el hombre no miraba así la realidad. El hombre veía la realidad como un Misterio, y el Misterio es aquello que permite incrementar el conocimiento, pero que simultáneamente, mientras más se conoce, más crece la conciencia de que no se sabe todo.
Esa síntesis de conocimiento creciente y modestia también creciente es lo que la antigüedad llamaba sabiduría. Nosotros, como consecuencia de esa falta de modestia y del afán de saberlo todo, hemos sustituido al sabio por el experto.
El experto es intrínsecamente inmodesto porque basa su título en que los demás piensen que lo sabe todo, de forma actualizada y sin defecto. Por eso, después de Descartes, el mundo deja de ser Misterio y la modernidad lo convierte en un secreto. La vida misma ya no es un Misterio, sino un secreto, y los secretos, cuando se descubren, mueren, desaparecen. Los misterios, en cambio, crecen más cuanto más se conocen.
Así que, si el mundo es un secreto, no hay Misterio. Si no hay Misterio, la dimensión contemplativa de la vida, la modestia sabia y prudente del que "solo sé que no sé nada", se sustituye por el experto que dice "solo sé que sé todo". Pero la inmodestia trae otra consecuencia: el mundo deja de estar encantado, pierde su encanto. Si el mundo está irrestrictamente disponible para mi actuación y disposición, se convierte en lo más cercano a la nada, susceptible de ser sometido a una libertad que no reconoce límites.
Todo esto está relacionado con la secularización radical. Ya no se trata de una secularización en el orden histórico, político y social, donde aparece un poder y otro. Se trata de una secularización como desencantamiento, como la ausencia del Misterio, y la aparición de un sujeto completamente inmodesto, para quien en la naturaleza solo hay secretos, y el conocimiento progresa desvelándolos y agotándolos.
Pareciera que otra consecuencia del proceso de secularización es el crecimiento y desbordamiento del Estado. Es decir, es el Estado, y no la sociedad civil, quien ocupa el espacio que la religión o la ética van desocupando.
De ahí pasamos a una dinámica que me parece sencillamente delirante: la pretensión del Estado, por ejemplo, de imponer la irrelevancia pública de las tradiciones religiosas. ¿En virtud de qué autoridad? En virtud de un neutralismo que supuestamente permite la convivencia. Pero en realidad, ese neutralismo no permite la convivencia, porque es una de las posiciones, es una de las partes del litigio en esa convivencia.
Dicho de una manera gráfica para los futboleros: el Estado siempre lleva camiseta. Entonces, ¿qué se puede pretender? Que la camiseta no sea de ningún equipo en particular. Que el Estado tenga una función arbitral. Una función arbitral, como la política, también debe ejercerse con modestia, porque no puede aspirar a la totalidad. Lo que puede hacer es arbitrar una pluralidad legítima de posiciones legítimas en discusión, pero no puede restringir la discusión. ¿Quién es el Estado para restringir la discusión en torno al aborto y declararlo un derecho constitucional? ¿Quién lo ha investido de semejante legitimidad como para cancelar discusiones morales abiertas y en curso?
A veces la respuesta que se da es que esas discusiones son de minorías. ¿Y no habíamos dicho que el Estado democrático era precisamente el entorno donde las minorías no iban a ser sojuzgadas ni marginadas?
En estas dinámicas, la democracia contemporánea está involucionando hacia precisamente las posiciones que querían evitarse. Generando en teoría sociedades más abiertas y más plurales, muchas veces el resultado es el contrario.
Yo suelo resumir con respecto del Estado moderno que se debe mantener como máxima que el bien común es el más amplio de lo que pueda alcanzar el Estado. O dicho de otra manera: que hay que despolitizar el bien común. Que los sujetos tienen fuentes de sentido en tradiciones culturales, en asociaciones intermedias de toda índole y por supuesto en tradiciones religiosas que son legítimas, que son legítimamente más fuente de sentido, más todavía, que lo que prescriba el poder político desde el Estado.
La reflexión tan clara que hace lleva a entender que una democracia puede convertirse en un sistema totalizante, si no totalitario.
Me parece que la idea de que el Estado se convierta en la fuente principal del sentido y del sentido moral es típica de las ideologías estatalistas, algo también característico del progresismo. Para el progresismo, no hay un Dios verdadero y, por lo tanto, el Estado lo es todo. El Estado se convierte en un nuevo becerro de oro, pero lamentablemente esto no solo ocurre en las posiciones progresistas, sino también en aquellas que, progresistas o no, no admiten que el Estado tiene límites.
Por ejemplo, es delirante pretender que el Estado deba preocuparse por la felicidad de los individuos. El Estado moderno busca generar un entorno de "libertad", y en este proceso, declara irrelevante la biología de la especie humana. Nuestra condición mamífera se vuelve irrelevante para el Estado contemporáneo. El hecho de que nazcamos, incluso desde un punto de vista celular, como varón o hembra, se considera un asunto irrelevante.
Por ello, el gran antagonista del Estado es la familia: el lugar donde el pasado actúa como un antecedente que condiciona y posibilita. Todos nosotros provenimos de una tradición genética, por decirlo así; pertenecemos a un linaje genético y a un linaje moral. Cuando los padres intentan inculcar en sus hijos una visión que no parte del adanismo del Estado, que pretende un sujeto maleable, la familia se convierte en enemiga de ese estatismo totalizante. La familia es vista como un gueto tóxico, un refugio de reacción por excelencia.
¿Qué consecuencias concretas y tangibles puede tener esta dinámica en la vida cotidiana de nuestros lectores?
Esto tiene consecuencias muy concretas y peligrosas: en las sociedades nunca ha existido un límite claro entre lo delincuencial y lo demencial. De hecho, la historia de la modernización en las sociedades europeas, en cierta medida, ha consistido en diferenciar lo demencial, como lo enfermo, de lo delincuencial, como lo criminal. Pero en ambos casos, son dos tipos de ciudadanos a los que nos permitimos restringirles sus libertades. Y cuando algo nos parece delincuencial en grado extremo, a menudo no somos capaces de distinguirlo de la locura.
En la medida en que empezamos a cuestionar el marco moral y la legitimidad institucional del orden civil que nos gobierna, podemos comenzar a ser señalados de sedición, simplemente por expresar ideas que no forman parte del sentido común vigente y que los demás no entienden. Entonces se nos acusará de delirar. "Delirar" es la palabra castellana que proviene del latín delirare, que significa salir del surco o del límite. En este caso, se trata de faltar al sentido común, transgredir el espacio común. No hay mucha distancia entre delirar y ser considerado loco. De hecho, buena parte de las prácticas cotidianas de un cristiano en las sociedades contemporáneas ya son vistas por nuestros conciudadanos como formas leves de locura: la familia numerosa, los preceptos religiosos, la vinculación moral a una autoridad que no es la propia, o la declaración de que un óvulo fecundado es alguien que merece una consideración reflexiva, y que respecto a esto no se pueden tomar decisiones no ponderadas, parecen locuras de minorías reaccionarias.
Me parece que, de manera muy acertada, usted ha tomado como ejemplo la llamada Agenda 2030 de las Naciones Unidas como símbolo de muchas de las reflexiones que ha hecho en nuestra conversación. ¿Cuáles son los factores que impulsan algo tan articulado como la Agenda 2030? ¿Cuál ha sido su reflexión sobre qué es lo que realmente mueve los hilos de algo como la Agenda 2030 de las Naciones Unidas?
Llegué a la Agenda 2030 por accidente, porque el presidente de la Fundación San Pablo me pidió un informe, y luego di una conferencia que tuvo muchas visualizaciones. Ahora, me han convertido en un "experto" en la Agenda 2030, lo cual implica ser alguien que no sabe lo que aparenta. [Risas.]
Una conferencia clave del profesor Higinio Marín sobre la Agenda 2030.
Creo que la Agenda está impulsada por motivaciones que, en muchos casos, son razonables: salvar ecosistemas, preservar las fuentes hídricas que sustentan a comunidades enteras, promover la igualdad, la estabilidad y otros temas que no solo son buenos, sino encomiables.
Sin embargo, por la forma en que se dirigen los objetivos, por los agentes institucionales que los impulsan y por el papel de los Estados, la Agenda termina, aunque no de manera intencional, soslayando tradiciones religiosas y culturales invalorables.
El problema de fondo es que es una propuesta que no esconde la constitución de un nuevo sentido común planetario. Ese nuevo sentido común planetario se adjudica una condición salvífica que se enfrenta, realmente, a cuestiones que tienen límites. Con lo cual no solo es la propuesta de un nuevo sentido común global, sino que también, inadvertidamente, lleva a cabo una neocolonización. En la práctica es como estos experimentos que se hacen con la vegetación, de injertar una planta de otro origen en un tronco.
El proyecto, además, no solo se injerta en otras tradiciones distintas de la occidental, si no que en el seno mismo de la tradición occidental hay una opción inicial, supuesta, y es que no hay más versión que una mirada moral o que una mirada política al mundo que la que conduce a un globalismo que pretende tener la neutralidad que supuestamente deberían tener los Estados. Sin embargo, es una supuesta neutralidad que no te deja escapatoria; aunque de nuevo, tenga rasgos bien intencionados.
El problema es cuando una propuesta se presenta con algo que no puede recibir un rechazo, una disidencia o una crítica. Ahí se genera un totalitarismo moral. Porque la propuesta viene a ocupar el lugar de un mesías, de un agente salvador, de una visión mesiánica, de un saber profético. Todo ello secularizado en la categoría moderna, en las predicciones científicas sobre el cambio de clima, sobre los efectos del crecimiento de la población mundial, sobre los procesos de desertización territoriales. Son tantas profecías, ¿todas ellas conducentes a qué? A que hace falta intervenir en esta dirección; por eso no hay posibilidad de disentir. El asunto se convierte en el fondo en un gran movimiento idolátrico, no intencionalmente, pero inevitablemente idolátrico.
Esta dimensión de la Agenda es una especie de visión monocular, de un cíclope contemporáneo compuesto de la suma no ya de individuos, como el Leviatán de Hobbes, sino de voluntades estatales. ¿Una voluntad estatal qué es? Aquí es donde el asunto se convierte en un tema, en un síntoma interesante de un cambio de época, de un momento civilizatorio nuevo.
En ese contexto, cualquier persona que tenga una visión articulada de los límites del Estado es un disidente, es un paria. Es una nueva forma de paria porque disiente del hecho de un Estado ilimitado sobre la idea del bien, del mal.
Así sea el caso de un Estado democrático surgido de mayoría y que de buena fe quiera adherirse a todas las declaraciones bien intencionadas del mundo: ese Estado tampoco puede arrogarse una autoridad moral, por así decir, indubitable. Sobre esa homogenización sin escapatoria es lo que debe reflexionarse.
Hemos hablado de la secularización, del Estado y la Agenda 2030 de Naciones Unidas: quisiera conectar lo anterior en relación a la democracia. Hay una especie de consenso en la discusión pública sobre la crisis actual de la democracia, sin embargo, no creo que haya un diagnóstico común sobre lo que sucede en la democracia. Quisiera saber si ha reflexionado sobre el origen, el germen, de la crisis democrática.
En el libro La democracia en América de Alexis de Tocqueville (1805-1859) se intenta explicar la sustancia de la vida civil norteamericana mediante una expresión que a mí me parece afortunadísima que Tocqueville acuña como los “hábitos del corazón”. Los “hábitos del corazón” se refieren a los valores, actitudes y disposiciones morales que deben guiar la conducta de una democracia. Mas de un siglo después, un sociólogo norteamericano, Robert Bellah, partiendo de la noción de “hábitos del corazón”, ha investigado lo que él llama “los entornos de sentido” de las opciones morales en comunidades locales norteamericanas.
Me parece que la noción de “hábitos de corazón” tiene muchos recursos inexplorados, probablemente, pero que tienen que ver con esa asimilación de “sentido común” cuando está asociado a reacciones emotivas. Las emociones son el lecho blando sobre el que se decanta el sentido. El entorno político condiciona y altera lo que está en el corazón de los seres humanos. Por ejemplo, la devoción de los padres al respecto de la vida de los hijos: las mujeres chinas que han abandonado y matado, por millones, a sus hijas hembras porque la “ley del hijo único del partido comunista” las obligaba a tener un solo hijo y se prefería el varón para preservar el linaje y tener a alguien que los cuidara en la vejez. Estoy seguro que esas madres chinas no lo hicieron motu proprio y seguro lo hicieron con menoscabo interior, pero lo hicieron.
El sentido moral, la ley moral universal se hace efectiva en tradiciones que la esclarecen y la preservan. Yo creo que la democracia occidental necesita esa tradición y que esa tradición esclarecida es la que podemos denominar como la tradición cristiana, como la tradición europea. A mí me parece que esa es la dimensión más profunda de la crisis que socava los hábitos de la sociedad democrática contemporánea.
Un ejemplo que me parece que es muy visible: si el odio es una pasión política legítima y actual, la democracia está en peligro; pero tengamos en cuenta que, la declaración de que el odio no es una pasión política legítima es de matriz cristiana.
Algunos dirán: pero Confucio, Buda y Mahoma ─no soy un experto, no digo que no existan en ellos declaraciones del carácter torcido del odio como pasión humana─, estas tradiciones, no dieron lugar a los sistemas democráticos. Lo que quiero decir es que el lugar donde esa declaración se convirtió en soporte del prestar oído al otro, de reconocer al otro como un sujeto y como un agente que de suyo tiene una dignidad que no le tengo que otorgar sino solo reconocer, a mí eso me parecen realizaciones sociales y efectivas de la caridad. Me parece muy difícil que el adversario no se convierta en un enemigo, si uno no tiene esa disposición de la caridad. Toda esas instituciones culturales se vuelven rápidamente caducas cuando no hay una fuente más profunda, cuando no hay una generación de “hábitos del corazón” más profundo, como es el caso de la caridad en la convivencia democrática.
Occidente ha sido rico en esas formas, aunque la propia ciudadanía europea era ya un hijo que repudiaba su origen con los movimientos de la revolución. Porque la revolución es la gran institución del odio como pasión política, como el marxismo. Por ello, me parece que si se entiende el sentido en el que lo estoy diciendo, creo que uno de los orígenes es la crisis de los “hábitos del corazón” que sostienen la convivencia: la posibilidad de convivir con los distintos, con los plurales, con los incómodos. Hace falta una pasión de naturaleza religiosa para convivir democráticamente, incluso con respecto del enemigo, incluso del que procura tu propia destrucción en términos culturales.
Ahora quisiera unir esta reflexión sobre los “hábitos del corazón” y la convivencia democrática con la llamada batalla cultural, es decir, en los términos de cómo está planteada, ¿es un debate que tiene un saldo positivo para la sociedad o la gente lo ve como mera polarización?
A mí me parece que en la batalla cultural hay un elemento positivo que es el despertar, el discutir, el querer escuchar la propia voz, la aspiración a hacer una propuesta razonable de vida en común, en la que el propio punto de vista pueda ser tenido en cuenta por el afán de hacerse comprender y de mostrar una razonabilidad política existencial, filosófica distinta de la que tiene hoy un predominio asentado de un sentido común que nos califica de delirantes. Esa parte me parece muy positiva.
En la medida en la que se asocia a movimientos políticos que lo que quieren es involucionar la situación, entonces se asocia a formas de tradicionalismo, o banaliza ese empeño cultural en éxitos de naturaleza puntual, y ahí me parece que el término 'batallas' pierde todo su sentido potencial y se convierte en un instrumento de discusión.
A veces damos la batalla a nivel de total racionalidad, frente a un progresismo que batalla con el hígado y la manipulación de las emociones, como el victimismo. Entonces, a veces es una batalla que no se da en la misma cancha, se trata de debates que no se encuentran en el fondo. Al final, ¿qué efecto está produciendo en el público? ¿Lo alejamos o sí le llegamos al corazón?
La batalla cultural, a mi juicio, contendría mucho, adquiriría el sentido con el que a mí me resultaría más amable, si se pudiera transparentar en fórmulas poéticas. Si tuviera la aspiración de generar visiones poéticas de la realidad, o cantautores, o dramaturgos.
Para tener algo por lo que luchar hay que tener algo por lo que cantar. Los soldados se prestaban valerosos para salir al combate con un enemigo porque tenían un sitio al que volver. La guerra es monstruosa, pero no es inasumible, tiene sentido ─aunque sea un sentido trágico─, cuando hay a donde volver, cuando hay una forma de vida que defender. Para tener algo por qué luchar hay que tener algo por qué cantar. Los poetas van primero. Los poetas, los narradores, los filósofos, van primero.
Hay un acontecimiento histórico muy interesante: son las instrucciones que el Gobierno japonés dio para la evacuación de los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki: había que liberar primero a los varones en edad militar y en condiciones para combatir, después a los heridos, a las mujeres y a los ancianos. Ese Ejército era indiscutible que ya no tenía legitimidad moral para la guerra que estaba librando. Si la guerra no era librar a esos heridos, ancianos, mujeres y niños, ¿qué guerra estaba librando? Era una guerra de predominio. La guerra justa es eso, a quiénes tienes que defender.
Para finalizar quisiera tratar la relación entre la Universidad y la búsqueda de la verdad. Las universidades abandonan su misión por la verdad y son cada día más meros centros tecnológicos. Como rector, ¿cómo vive, cómo aprecia esa realidad de la Universidad?
A mí me parece que la Universidad es una institución en medio de una enorme crisis y que requiere de un pensamiento y de una revisión crítica y reflexiva de alcance, que no estamos sabiendo mantener a la altura de los retos contemporáneos. Las personas que estamos al frente de universidades nos vemos en peligro a una especie de ritmo frenético porque no hay manera de pararse a pensar, y creo que es precisamente en esa situación lo que la Universidad requiere más, que nos paremos a pensar.
A mí me parece que nosotros, las Universidades del CEU, tenemos una ventaja incomparable con otras universidades, y es que nos sabemos miembros de una tradición, ninguna de cuyas dimensiones queremos repudiar porque somos instituciones de naturaleza católica. Por lo tanto, somos capaces de pensar una universidad en la que tenga que haber un régimen gerencial de beneficio (porque somos instituciones que tienen que pagar su propia subsistencia) y al mismo tiempo preservar en su seno la gratuidad como la dimensión constitutiva del hacer profesoral e incluso del impulso fundacional. Hablo de una gratuidad de naturaleza antropológica. Lo que los profesores dan de sí ni se puede comprar ni se puede vender, y lo que dan de sí, esa gratuidad, está en la aspiración, en la perfección en lo que se hace, y lo que se hace es además un servicio a los demás.
¿Es relevante la verdad? Por ejemplo, en la técnicas podólogas, ¿lo es? Si no lo es ¿eso es un saber universitario? Y si es universitario ¿es por alguna otra razón asimilable? Creo que aquí hay un asunto de naturaleza muy radical, pero la crisis de la universidad es la crisis de nuestra civilización y me parece que la universidad debe ser una institución generadora de los hábitos de una conciencia libre, como va surgiendo en la historia de la cristiandad europea.
Si yo le pidiera que me dibujara a un alumno graduado de la Universidad Cardenal Herrera que para usted es como el retrato ideal del sello de la universidad, ¿cómo me lo presentaría? ¿Cómo sería esa persona?
Pues una persona persuadida de que la mayor de las riquezas que puede conseguir en la existencia es tener mucho que ofrecer al otro en todas las dimensiones y que el más rico es el que es capaz de ofrecerse a sí mismo, de convertir al oferente en parte de la ofrenda, y que ese es un camino estimable hacia la plenitud, la realización y la felicidad personal.
Sería eso, enseñáramos lo que enseñáramos, entonces también la podología podría ser un ámbito de actividad universitaria, como cualquier oficio que supusiera un servicio a una necesidad, y entonces ahí hay una verdad, una verdad de naturaleza antropológica. Si además en esa persona fuéramos capaces de suscitar la pregunta sobre si un orden benigno de esa naturaleza antropológica nos remite a un origen también benigno y también libre, me parece que sería un logro muy considerable de la universidad en la circunstancia actual.
Solo con eso, me parecería que habría en él tanto cristianismo secularizado ─en el buen sentido─, tanta visión moral precristiana secularizada, que ese sujeto sería un aporte de valor neto a la vida social.
Julio Borges Junyent en religionenlibertad.com
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