La Inteligencia Artificial no solo plantea preguntas en el ámbito ético, sino que abre ante nosotros cuestiones profundas acerca del ser humano y sus deseos más íntimos
Javier Sánchez Cañizares en omnesmag.com
El título de esta contribución puede sorprender. Los enormes avances en el campo de la Inteligencia Artificial (IA) durante los últimos años hacen que su presencia sea una realidad en casi todos los ámbitos de la actividad humana. Desde el reconocimiento de imágenes hasta la generación de texto, pasando por la capacidad de identificar patrones ocultos en una multitud de datos, la IA supone en la actualidad una herramienta insoslayable para la sociedad. Su capacidad de encontrar estrategias novedosas en la resolución de problemas mediante aprendizaje profundo («deep learning») y su creciente velocidad en el procesamiento de la información la hacen una segura compañera de viaje para los seres humanos del presente y del futuro.
Ahora bien, a pesar de sus éxitos puntuales, no parece que la Inteligencia Artificial pueda llegar a desarrollar una inteligencia general similar a la inteligencia natural de la que gozamos las personas. Hoy por hoy, la Inteligencia Artificial es más bien un conjunto de “Inteligencias Artificiales” en plural: diversos algoritmos soportados por diferentes redes neuronales artificiales, cada uno de ellos especializado en resolver problemas parecidos pero concretos.
Humanizar la Inteligencia Artificial
Entonces, más allá de encontrar soluciones ingeniosas para determinadas tareas, ¿tiene algo que decir la Inteligencia Artificial sobre qué significa ser humano? ¿Puede ser una maestra de humanidad? En este momento, seguramente vendrán a la cabeza los problemas generados por un uso inmoral de esta tecnología. ¿No deberíamos centrarnos más bien en aquellos valores humanos que deberían incluirse, en la medida de lo posible, en las diferentes inteligencias artificiales?
Ciertamente, el empleo de la Inteligencia Artificial ha de humanizarse. Bienvenidas sean las directivas e iniciativas que, a nivel personal, social y político, puedan llevarse a cabo para limitar las consecuencias derivadas de un mal uso de esta herramienta tan poderosa. Protegemos nuestros datos personales, luchamos contra la piratería y ponemos filtros en Internet para evitar el acceso de aquellos más vulnerables a contenidos dañinos. Hay una sensibilidad creciente a este respecto en prácticamente todos los sectores y se están dando pasos en buenas direcciones. Al mismo tiempo, establecer marcos legales ante los potenciales riesgos de la Inteligencia Artificial, aun siendo algo necesario e irrenunciable, no debe hacernos perder de vista lo que está en juego. Por muy bien intencionada que sea, la legalidad no puede impedir por sí sola y a cualquier coste el mal empleo de la Inteligencia Artificial.
Sin embargo, no es este directamente el centro de las reflexiones. Al afirmar que la Inteligencia Artificial es maestra de humanidad, las consideraciones entran en un nivel más profundo: ¿qué nos enseña la Inteligencia Artificial sobre nuestro núcleo humano más íntimo? ¿Contemplar los avances tecnológicos, puede ayudar a repensar y a revalorizar qué significa ser humano? Pienso que sí, aunque las consecuencias prácticas de todo ello no resulten inmediatamente visibles.
Artificial y natural
La Inteligencia Artificial es un producto de la inteligencia humana. Es producida, en último término, por los seres humanos. ¿Hay una oposición frontal entre lo natural y lo artificial que permite comprendernos mejor por oposición a las máquinas? Es dudoso, pues en cierta manera es natural para el ser humano producir artefactos. Lo artificial no deja de ser un desarrollo y compleción de lo natural en muchos casos. Además, la frontera entre ambos ámbitos no siempre está clara: ¿es artificial un ser vivo concebido artificialmente, modificado genéticamente, curado o mejorado mediante prótesis o productos artificiales? Los límites pueden ser difusos. Sin embargo, el mito del monstruo de Frankenstein debería recordarnos que no parece ser accidental la biología en el ser humano.
Más aún, y de manera más radical, que el hombre provenga de una evolución natural que lleva ocurriendo millones de años puede sugerir por qué no resulta tan fácil “producir” personas. La necesidad de la evolución para la aparición de seres inteligentes sobre la Tierra (y no sabemos si en más planetas) resulta una señal evidente de que el carácter biológico del ser humano no es un mero soporte, como quieren pensar algunos transhumanistas radicales, sino una condición necesaria y definitoria.
Para ver si una Inteligencia Artificial producida puede aspirar a acercarse al ser humano, sería necesario “dejarla evolucionar” sin trabas ni cortapisas de ningún tipo. Pero no parece que sea eso lo que queremos con la Inteligencia Artificial. Lo artificial es siempre algo que se sustrae al flujo evolutivo de la naturaleza para que lleve a cabo unos fines concretos. Se los pedimos a nuestra tostadora y a nuestro «smartphone», cada uno a su nivel. En este sentido, lo artificial no es nunca natural.
La cuestión de los fines
Las consideraciones anteriores nos conducen a un segundo punto, con frecuencia olvidado por los acérrimos partidarios de una IA que llegue a superar al ser humano: la cuestión de los fines. ¿Qué es un fin? ¿Qué significa tener fines? Aunque la ciencia moderna haya puesto entre paréntesis la cuestión de la finalidad en la naturaleza, los fines reaparecen, paradójicamente, cuando intentamos entender el comportamiento de los seres vivos, que actúan casi siempre con vistas a algo.
En los vivientes, los fines surgen de modo natural: están inscritos en su naturaleza, podríamos decir. Por el contrario, la IA funciona siempre a partir de una finalidad externa impuesta por los programadores. Con independencia de que, mediante el aprendizaje profundo, puedan aparentemente surgir nuevos “fines” en las diferentes Inteligencias Artificiales, ningún producto lleva en sí mismo la inclinación hacia finalidad alguna.
En el caso del ser humano, la cuestión de los fines aparece con mayor claridad en relación con la capacidad de encauzar el anhelo que cada uno tiene de ser completado. La persona tiene deseos naturales que apuntan a fines que la completan y complementan. Ahora bien, ¿cuál es el fin último del hombre? La respuesta genérica a esa pregunta es la felicidad (perspectiva de la ética clásica), la santidad o comunión con Dios (visión creyente) o la ayuda genérica a los demás (perspectiva filantrópica). El punto clave aquí es que dicho fin no está predeterminado de modo concreto. Más bien, dependiendo de las etapas de la vida y los contextos en que vive una persona, el modo de concebir el fin general se va interpretando y desarrollando de diversas maneras. No hay por tanto un determinismo teleológico.
Inteligencia artificial, determinismo y libertad
Alguien podría objetar que, en el futuro, si tenemos una IA en versión cuántica, quizás tampoco se dé en ellas dicho determinismo. Pero eso sería no comprender el argumento, que tiene que ver no tanto con los procesos de determinación como con la vida. Vivir significa ser capaz de establecer nuevos fines en nuevos contextos, dados por el entorno, y concatenar los nuevos fines con los fines anteriores, en la historia singular e irrepetible de cada ser vivo.
Este proceso se da de forma especial en el ser humano, porque conlleva el uso de la libertad como autodeterminación: la capacidad de querer de modo coherente con la historia personal lo que la inteligencia presenta como bueno.
El proceso teleológico en los humanos es máximamente creativo, pues cada persona es capaz de reconocer y querer como bien humano aquello que subyace y está escondido en cada situación vital. Es la libertad creativa de un ser espiritual que, viviendo en el “aquí y ahora”, es capaz de trascenderlo: es capaz de poner el “aquí y ahora” en relación con la vida entera, aunque sea de manera imperfecta. Eso es vivir humanamente y eso, en definitiva, es crecer como individuo de la especie humana. No parece que la IA, con independencia de su soporte físico, funcione de esta manera. Ninguna IA vive, pues dedicarse a resolver problemas concretos, impuestos desde fuera, no es lo mismo que vivir y plantearse problemas.
Los límites del conocimiento
La cuestión de los fines y la vida está muy relacionada con el conocimiento. De hecho, muchos autores han defendido una continuidad básica en la naturaleza, una proporcionalidad directa entre vida y conocimiento. La manera de percibir el mundo es específica y particular para cada viviente, pues es parte esencial de su modo de vivir, de estar en el mundo.
En el caso del ser humano, su estar en el mundo alcanza una extensión prácticamente ilimitada. Si bien los sentidos externos funcionan dentro de un rango determinado de estímulos, el ser humano es capaz de ir más allá, gracias a su inteligencia, y conocer que existen más cosas que las inmediatamente percibidas. Por ejemplo: somos capaces de “ver” más allá del espectro visible de la radiación electromagnética, o de “oír” más allá del espectro de las frecuencias audibles por un ser humano. Más aún, sin poseer ningún sentido para la gravedad, podemos detectar las ondulaciones del espacio producidas por interacciones entre agujeros negros en la noche de los tiempos.
Si bien todo experimento ha de terminar ofreciendo algo sensible al experimentador, el ser humano es capaz de seguir el rastro de las correlaciones físicas que se dan en la naturaleza hasta límites insospechados. Buena parte de esta capacidad se manifiesta en los avances que nos proporciona la ciencia, uno de los logros más espirituales llevados a cabo por nuestra especie.
No obstante, una componente esencial del conocimiento humano es nuestra conciencia de ser limitados. Lo que puede parecer una contradicción no lo es. Nuestro deseo de conocer es potencialmente ilimitado, pero somos conscientes de ello porque, habitualmente, experimentamos el conocimiento como limitado. Una consecuencia decisiva de ello es qué conlleva ser una persona cabal: alguien que no confunde su conocimiento de la realidad con la realidad misma.
Inteligencia Artificial y enfermedades mentales
El conocimiento se refiere a la realidad, pero no la agota. Junto a otras capacidades, el conocimiento humano está llamado a extenderse de manera ilimitada, pero nunca es ilimitado en presente. Lo que conoces, sientes o experimentas, no es la realidad, dicen muchos psicólogos a sus interlocutores. No solo para que reconozcan su finitud, sino para recordarles que no son los creadores de la verdad, ni siquiera de la verdad sobre su propia vida. He aquí el núcleo de buena parte de las enfermedades mentales.
¿Puede una Inteligencia Artificial enfermar así? No. Por la sencilla razón de que ninguna IA distingue entre su “conocimiento” y la realidad misma. Alguien podría objetar que hay Inteligencias Artificiales que “sensan”: tienen sensores que reciben información sobre la realidad e incluso “eligen” qué información procesar y cuál no. Pero no es ese el problema. El problema es que el esquema “entrada-procesamiento-salida” de una IA siempre queda cerrado en sí mismo. Incluso si se flexibiliza el contenido de dicho esquema para que pueda cambiar en sucesivas iteraciones, en cada momento solo existe dicha triada para la IA (o para el hardware que lleva cabo el algoritmo, si se prefiere verlo así).
Representación y realidad
En ningún momento puede darse la diferenciación entre conocimiento y realidad, específico del ser humano, por la sencilla razón de que cada ser humano nace con un interés por toda la realidad mientras que la IA es producida con una finalidad particularizada, aunque sea simular una cierta “preocupación” por datos no procesados, que acaban convirtiéndose en una nueva entrada en las iteraciones de los algoritmos.
En buena medida, el éxito de la Inteligencia Artificial contemporánea proviene de superar las limitaciones de una primera IA que identificaba rígidamente símbolos y reglas lógicas con los procesos físicos del hardware. Ha sido necesario relajar dicha identificación para que la IA mejore espectacularmente. Pero las Inteligencias Artificiales nunca podrán ser “cabales”, tener lo que Brian Cantwell Smith denomina “buen juicio” («The Promise of Artificial Intelligence: Reckoning and Judgment»): conocer sus limitaciones y establecer la relación correcta entre el conocimiento, como representación, y la realidad. Los sistemas que en sí mismos no son capaces de comprender de qué tratan sus representaciones no se relacionan auténticamente con el mundo de la manera en que sus representaciones lo representan. Esto último es algo que puede darse únicamente en el nivel personal.
La dimensión religiosa
Para acabar, es interesante analizar la cuestión de los límites de un conocimiento potencialmente ilimitado en al ámbito religioso. Los pensadores clásicos consideraban que se da en el ser humano un deseo natural de ver a Dios. Esta paradoja provocó en su día no pocos problemas a la teología de los dos órdenes: natural y sobrenatural. ¿Cómo combinar ambos órdenes? ¿Cómo podía darse un deseo natural de una realidad sobrenatural?
Una teología más centrada en la dinámica de las relaciones personales que en la conceptualización de los órdenes ha ido haciendo luz en este problema clásico. Dicho problema revela la curiosa combinación de finitud e infinitud que se da en la persona creada y, de paso, nos recuerda que la dimensión religiosa es una componente intrínseca de la naturaleza humana. El deseo de infinito no parece que se pueda apagar del todo en el hombre, de infinita dignidad, pese a los intentos de las filosofías nihilistas.
¿Nos enseña la Inteligencia Artificial algo respecto de nuestra religiosidad humana? Hoy por hoy, las Inteligencias Artificiales especializadas en procesamiento de lenguaje pueden hacer grandes resúmenes sobre el contenido de las religiones, construir magníficas homilías o buscar casi instantáneamente los pasajes de la Biblia que mejor se adaptan a nuestro estado de ánimo. Pero no tienen respuesta acerca de su “propia” religiosidad más allá de lo permitido, directa o indirectamente, por sus programadores.
En busca de una vida plena
Aunque las Inteligencias Artificiales no nos instruyen directamente sobre la relación con Dios, las proyecciones humanas que pretenden recorrer el camino que llevaría a la humanización de las máquinas suelen pasar por la religión. ¿Cómo olvidar aquí las escenas finales del primer Blade Runner, cuando el replicante Roy Batty empieza a tomar consciencia de sí mismo y busca a su creador para pedirle más vida? Roy se siente comprensiblemente decepcionado al interrogar a su programador y constatar que el creador humano no es tan poderoso, no llega a tanto. Por eso decide darle muerte.
¿Por qué busca la inmortalidad Roy? Porque ha vivido y ha visto “cosas que nosotros ni siquiera creeríamos”: una vida, su historia personal, transida de recuerdos que le acompañan. Pero si él tiene fecha de caducidad, todos esos recuerdos no solo “se perderán como lágrimas en la lluvia”, sino que se volverán indistinguibles de cualesquiera otros procesos naturales. Roy busca esa vida plena, abundante, en la que todo lo que ha vivido no se pierde, no es indiferente, y puede adquirir su sentido último. No es poca enseñanza sobre qué significa vivir humanamente.
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