La filósofa parisina habla de la «destrucción de los referentes previos» y cree que resulta necesario apelar a la universalidad de «lo que es intrínsecamente humano»
La señora Chantal Delsol (París, 1947) tiene aspecto de mujer atenta y educada, más bien taciturna, pero nada tímida, con la que podríamos toparnos en la librería, en una terraza con un café y unos churros, o en una sala de espera. Tiene un aire familiar. Ese toque pulcro, educado y sencillo que nos hace sentirnos cómodos. Y, aunque pueda pasar desapercibida, es una de las personas más relevantes del ámbito intelectual.
Junto con Rémi Brague, su amigo Fabrice Hadjadj y un puñado más de pensadores franceses y católicos, Delsol aporta reflexiones e ideas en esta época de hondas transformaciones. Autora de una treintena de libros de ensayo, como La identidad de Europa, o El fin de la cristiandad, es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en su país, y fundadora del Instituto Hannah Arendt.
De la mano de Gregorio Luri, ha estado en España para impartir una sesión dentro de un seminario patrocinado por la Fundación Tatiana que, precisamente, versa sobre la encrucijada en que nos hallamos tras la «orgía» de tanta deconstrucción, relativismo, maestros de la sospecha y filosofías de tabula rasa.
Delsol se ha referido al nihilismo como la voluntad, propiamente occidental, de «rebasar y profanar los límites». Se trata de «una destrucción de los referentes previos». En su opinión, el origen del nihilismo se remonta a la Rusia del siglo XIX. De manera que no cree que sea «una decadencia de la Ilustración, sino una confluencia de los excesos de la Ilustración» y la extravagancia rusa.
Según Delsol, la deconstrucción ha estado presente en el mundo occidental desde los filósofos cínicos griegos, como Diógenes, y los escépticos. Como escribe Goethe en Fausto, «todo cuanto existe merece destruirse».
En este sentido, los Apuntes del subsuelo, de Dostoyevski, representan «la confesión de una empresa de profanación de todos los valores». Es una novela en la cual se observa la «destrucción de la fe en las leyes generales», bajo la premisa de que «no hay nada sagrado». Según Dostoievski, el nuevo hombre ruso es «un auténtico nihilista de pueblo», con «deseo de sobrepasar los límites, con necesidad de sentir cómo desfallece el corazón al borde del precipicio».
El nihilismo es «un repudio de los principios fundamentales de una cultura», evidente, por ejemplo, en el nihilismo nazi. «La cultura tradicional que constituye la piedra angular de la época se considera mortífera y obsoleta; debe sustituirse por completo», añade. «Mientras que los soviéticos intentaban crear desde cero una civilización inspirada en una utopía, los nazis retornaron a la época pagana, anterior al romanismo y al cristianismo», explica. El comunismo, en su apogeo, desea eliminar la cultura misma, como sucedió durante la Revolución Cultural China.
Según Delsol, las corrientes nihilistas y de la deconstrucción se definen por el «cansancio»: les cansa el hecho de que la vida cambie constantemente y siempre existan problemas. Por eso, el «el nihilismo da lugar al individualismo, pues, donde se destruyen todos los referentes, sólo permanecen el individuo y su yo».
Se aspira a abolirlo todo, pensando que todo es posible, que no existe una naturaleza humana concreta a la que podamos ceñirnos: todo será lo que queramos que sea, empezando por cada uno de nosotros. En su aspiración a la nada, el nihilismo suele mostrar simpatía hacia el budismo, como aparece en la obra de Nietzsche.
Esta pretendida superación de límites, empezando por los de la propia naturaleza humana, se ha querido enmarcar como un proceso de liberación. «Quizá el nihilismo nunca haya sido tan posible como hoy, debido al prodigioso progreso de la tecnología, que ha traído consigo la utopía contemporánea de la emancipación individual absoluta», dice Delsol.
Por eso, en el actual entorno, que postula la «ausencia de un Creador de la ley natural», resulta necesario apelar a la universalidad de «lo que es intrínsecamente humano», aunque podamos llamarlo «condición humana», y que contiene «tres rasgos elementales»: la distinción de sexo, la filiación, la vida y la muerte.
En este punto, Delsol habla de los «vientres de alquiler»; señala que, según sus detractores, supone privar a un niño de su padre, lo cual va en contra de la ley natural. Pero sus partidarios arguyen que también existen sociedades sin padre, lo cual evidencia que «la gestación subrogada es más pagana que nihilista». Lo mismo se aplica a la legislación sobre el aborto: «no es más que un retorno al paganismo, pues el infanticidio siempre ha existido en todas partes, excepto entre judíos y cristianos».
Sin embargo, el llamado «matrimonio homosexual» sí es substancialmente nihilista y subversivo, porque supone no tanto «la legitimación de la unión entre dos personas del mismo sexo, como el hecho de utilizar la palabra ‘matrimonio’» para introducir un cambio sustancial de definición antropológica. Porque la definición de matrimonio, hasta la fecha, era esta: «la unión de dos personas de diferente sexo que se unen para procrear y fundar una familia». «Usar esta palabra en un sentido completamente diferente es un ejemplo característico de nihilismo», indica Delsol. Y prosigue: «el objetivo es crear caos».
Por tanto, esta corriente nihilista se centra en «suprimir las realidades humanas» y eliminar los conceptos léxicos que las expresan. Otro escalón más, y también por parte de los grupos LGTB ─Delsol bromea añadiendo más letras y signos a este acrónimo─, lo constituye la pretensión de transexualismo infantil, un fenómeno que ella califica como «dramático».
El remedio que ella propone es el retorno a los límites humanos naturales, y la celebración ─no la fatiga─ de la existencia, con sus inagotables cambios, molestias y problemas.
José María Sánchez Galera, en eldebate.com
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