El profesor Michael Sandel enseña que ni la democracia ni la libertad tienen sentido fuera de un contexto de valores.
A comienzos de los años ochenta, Michael J. Sandel (Mineapolis, 1953) tuvo la osadía de cuestionar los principios en los que se sustentaba Teoría de la justicia, de John Rawls, una de las obras de filosofía moral y jurídica más relevante del siglo XX. Sandel presentaba una objeción decisiva sosteniendo que, frente a lo que suponía Rawls, la justicia social no es independiente de las convicciones morales, sino que depende de ellas. Esta apreciación le valió para ser incluido en la nómina de los comunitaristas, es decir, de quienes, como Charles Taylor o incluso Alasdair MacIntyre, buscaban superar las deficiencias del contractualismo liberal constatando que el hombre no es un ser aislado ni un mero maximizador de intereses egoístas, sino un animal arraigado en el seno de una comunidad y conformado por un sinfín de tradiciones culturales y costumbres.
La misión del intelectual no es tanto ser un remedo
del filósofo rey de Platón y guiar a la muchedumbre,
como recuperar el aguijón socrático
para zarandear nuestras seguridades
Desde aquel tiempo, aunque ha intentado desembarazarse de la etiqueta de comunitarista, ha insistido en la necesidad de regenerar el debate y la discusión públicas. Como intelectual, sabe que su misión no es tanto ser un remedo del filósofo rey de Platón y guiar a la muchedumbre, como recuperar el aguijón socrático para zarandear nuestras seguridades.
En este sentido, su contribución más relevante es sin duda la de devolver la moral a la esfera pública, destruyendo esa divisoria falaz entre lo público y lo privado que levantó la Ilustración. Enseña, por tanto, que ni la democracia ni la libertad tienen sentido fuera de un contexto de valores. No se puede ser libre en el vacío. Eso no implica dogmatismo alguno, sino el profundo convencimiento de que la política es algo más noble y alto que la gestión: de lo que se trata es de formar un nosotros, no de saldar demandas identitarias.
Pero nada de lo anterior se puede lograr sin confiar en el hombre, sin fiarse del potencial de la razón, tal y como muestra en sus clases. No parece que a este profesor, galardonado hace un par de años con el premio Princesa de Asturias, se le haya subido el éxito a la cabeza: además de impartir el curso más demandado de la historia de Harvard (más de mil alumnos solicitaron participar en el de Justicia, cuyas lecciones recogió más tarde en forma de libro), sus videos son célebres, especialmente en el Este asiático, porque siempre desciende del estrado para preguntar a una audiencia multicultural su opinión sobre dilemas morales contemporáneos y conquistar, junto a ella, algo más de claridad ética.
La obra de Sandel anima a pensar sobre la dimensión
ética de acciones cotidianas o de hechos recientes
La obra de Sandel funciona a la manera de una vacuna, tanto para protegernos de la superficialidad actual como para llamar la atención acerca de los peligros de abandonar el avance científico a su propia suerte. Anima a pensar sobre la dimensión ética de acciones cotidianas o de hechos recientes. Por ejemplo: ¿es bueno recompensar económicamente a los alumnos para que lean? Cuando parece que la sociedad busca dinero y comodidades, él llama la atención sobre la virtud. Al explicar que el fetiche del utilitarismo carcome los valores y empobrece nuestra existencia está ofreciéndonos un antídoto para superar la crisis de sentido.
Por otro lado, hay que destacar sus reflexiones en el campo de la bioética, donde ha alertado sobre la posibilidad de que la ciencia, aliada con el mercado, soslaye las exigencias que dimanan de la dignidad humana.
En su último ensayo, «La tiranía del mérito»,
Sandel recupera la idea clásica de bien común
En su último ensayo, La tiranía del mérito, Sandel recupera la idea clásica de bien común. Y vuelve a repetir su mantra: lo importante es discutir y hablar, de todo, sin cortapisas, para descubrir un proyecto común, compartido, que vaya más allá de nuestros intereses materiales.
El bien común no solo exige que repartamos entre todos la riqueza para lograr la igualdad, sino averiguar los valores imprescindibles para una vida digna. El ambiente polarizado y la virulencia populista nos devuelven a todos a la fría caverna de las ideologías. Sandel nos anima a salir de una vez por todas de su oscuridad.
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El bien común, remedio contra la meritocracia y el populismo
Extracto de La tiranía del mérito ¿Qué ha sido del bien común?, de Michael Sandel
«Vista desde abajo, la soberbia de la élite es mortificante. A nadie le gusta que se le mire por encima del hombro, pero la fe meritocrática añade sal a la herida. La idea de que nuestro destino está en nuestras manos, de que «puedes conseguirlo si pones empeño en ello», es una espada de doble filo: inspiradora por uno de sus bordes, pero odiosa por el otro. Congratula a los ganadores, pero denigra a los perdedores y afecta incluso a la percepción que estos tienen de sí mismos. Para quienes no pueden encontrar trabajo o llegar a fin de mes, es difícil rehuir la desmoralizadora idea de que su fracaso es culpa suya, de que todo se reduce a que carecen del talento y el empuje necesarios para tener éxito.
La política de la humillación difiere en este sentido de la política de la injusticia. La protesta contra la injusticia se proyecta hacia fuera; uno se queja de que el sistema está amañado, de que los ganadores han engañado o han manipulado para llegar arriba. La protesta contra la humillación tiene una mayor carga psicológica. En ella la persona combina el rencor hacia los ganadores con la irritante desconfianza hacia sí misma; quizá los ricos sean ricos porque se lo merecen más que los pobres; quizá los perdedores sean después de todo cómplices de su propio infortunio.
La política de la humillación es un potente
ingrediente del volátil caldo de ira y resentimiento del
que se alimenta la protesta populista
Esta característica de la política de la humillación le confiere una naturaleza más combustible que la de otros sentimientos políticos. Es un potente ingrediente del volátil caldo de ira y resentimiento del que se alimenta la protesta populista. Pese a ser un millonario, Donald Trump comprendió y supo explotar ese malestar. A diferencia de Barack Obama y de Hillary Clinton, que hacían constantes referencias a las «oportunidades», Trump rara vez mencionó esa palabra; prefirió hablar sin ambages de ganadores y perdedores. (Curiosamente, Bernie Sanders, un populista social-demócrata, tampoco habla casi nunca de oportunidades ni de movilidad, y se centra más bien en las desigualdades de poder y riqueza.)
La élite ha llegado a atribuir tal valor a un título universitario ─como una vía de acceso tanto al desarrollo profesional como a la estima social─ que le cuesta entender la soberbia a la que una meritocracia puede dar lugar y la dureza con la que esta puede hacer que se juzgue a quienes no han estudiado en una universidad. Y esas actividades son factores fundamentales de la reacción populista y de la victoria de Trump. (En referencia a la victoria de 2016.)
Una de las fracturas políticas más profundas en el Estados Unidos actual es la que separa a quienes tienen estudios universitarios de quienes no los tienen. En las elecciones de 2016, Trump consiguió dos terceras partes de los votos de electores blancos sin titulación universitaria, mientras Hillary Clinton se impuso rotundamente entre los votantes con carrera. Una división parecida se observó en el referéndum sobre el brexit en Gran Bretaña. Los votantes sin estudios universitarios se decantaron masivamente por la salida del país de la Unión Europea, mientras que la inmensa mayoría de los que tenían algún título de posgrado (un máster o un doctorado) votaron a favor de quedarse en ella.
Donald Trump supo captar esa política de la humillación. Desde el punto de vista de la equidad económica, su populismo era falaz, plutocrático incluso. Propuso un plan de sanidad que recortaba la atención sanitaria para muchos de sus partidarios de clase trabajadora e impulsó un proyecto de ley fiscal que pretendía concentrar los recortes de impuestos en los más ricos. Aun así, si nos centrásemos solamente en la hipocresía de su mensaje, estaríamos perdiendo de vista la cuestión central».
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