El perdón, incomprensible en apariencia, resulta ser aquello que hace más tangible el amor
Decía Ortega que el amor es a la vez centrípeto y centrífugo. Centrípeto, porque alguien desde fuera llama a la puerta del corazón y le suscita una suerte de inquietud pertinaz. Centrífugo, porque de sus profundas hondonadas sale un deseo irrefrenable de ir hacia la persona que le ha encendido ese interés. Al amor, dirá el maestro madrileño, le corresponde más este último movimiento, pues cuando se sale de uno mismo en la búsqueda del otro es cuando de verdad se ama. Amar es, para él, un camino continuo e incesante hacia el amado.
El perdón, expresión magnífica de la trascendencia del valor de la persona y de su capacidad para identificar el mismo valor en otra, encuentra su habitáculo en los brazos del amor. Y el amor, frondoso árbol de la vida, de la fecundidad, bebe de los manantiales del perdón para hacer crecer sus frutos. No se entiende uno sin el otro. Quien pide perdón supera las fronteras del ego y sale en busca del ofendido en un movimiento que, como el del amor, es centrífugo. El que perdona, por su parte, acomete también toda una hazaña. Se libera de las cadenas del orgullo y, sobreponiéndose al mal padecido, rehace su amistad con quien se lo produjo. Quita los marciales parapetos que cortaban el riego a las arterias de aquella relación y levanta nuevos muros, ya robustecidos, en la ciudadela del mutuo amor que era ─que es; ¡que siempre debe ser!─ su amistad.
En esta suerte de bilateralidad irrecusable, el hombre que se contempla a sí mismo queda obnubilado, como embebido por una realidad que lo supera. Y al no hallar respuesta a un hecho de tal hermosura, se contenta con admirarlo. Satisface su inquietud con el fino temblor característico de los filósofos. Quizás por eso todos somos un poco filósofos. Porque a todos nos han perdonado algo que ni siquiera nosotros nos perdonábamos. Porque todos hemos tenido la experiencia de que el corazón se nos salía del pecho tras un abrazo reconciliador.
La naturaleza humana es libre e inteligente, pero precisamente por ello es también falible. El que piensa y toma decisiones tenga por seguro que se equivocará algunas veces. Aquí es donde entra en juego el perdón. Solo quien se sabe imperfecto es capaz de perdonar. El soberbio y el petulante suelen ser de difícil trato porque tienen muy complicada la disculpa de la miseria ajena. La imagen que se han hecho de sí mismos les impide acceder a las entrañas de la condición humana. Tanto brilla su nebulosa autopercepción que les deslumbra, provocándoles con frecuencia salidas de la carretera de la sociabilidad. Y es por esa falibilidad perceptiva que ningún hombre puede librarse de la tendencia a caer en la dureza con el prójimo. Al fin y al cabo, perdonar supone una especie de salto supranatural que conforma el acto más profundamente humano; porque es el acto más profundamente libre, inteligente y acertado que puede realizar el hombre en su vida.
Al superar los límites que la naturaleza parece imponerle, el que perdona abre los ventanales del corazón, dando paso a un haz de luz que llena de calidez la lontananza de sus circunstancias. De repente, las situaciones difíciles se tornan amables, y aquellos detalles que antes ni se podían soportar pasan a ser, no solo gratos, sino incluso amados. Porque perdonar es hacer sencilla la vida en común, es dejar a un lado el protagonismo del yo para establecerse en el remanso de un abrazo limpio y generoso al otro. Como la piedra se erosiona con el constante golpear de las gotas, así el alma que perdona va mudando de piel, va dejándose moldear por el más diestro alfarero.
El amor es al mismo tiempo primer motor y fin último del perdón, y el perdón, incomprensible en apariencia, resulta ser aquello que hace más tangible el amor. Qué bella esta realidad. Qué bello saber que lo que de verdad importa para el hombre no es cuántas veces acierta sino cuántas sabe aceptar los errores ─tanto los suyos como los ajenos─. En el amor la razón se queda corta, y el perdón es un ejemplo claro.