«Determinados teólogos modernos rebaten el pecado original, cuando es la única parte de la teología cristiana que puede demostrarse», comenta Chesterton en un libro que supone un contrapunto positivo a ‘Herejes’
A final de este mes se cumplen 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton, uno de los autores más reconocidos del siglo XX y cuyo influjo en el pensamiento católico ha resultado más que conspicuo. Su obra abarca todos los géneros, a lo largo de casi un centenar de libros ─en ensayo podemos destacar El hombre eterno, Breve historia de Inglaterra, Lo que está mal en el mundo, o la biografía de Tomás de Aquino; en ficción El Napoleón de Notting Hill (que influyó en Orwell para su 1984), La esfera y la cruz, El hombre que fue jueves, o las aventuras del Padre Brown─, dos centenares de relatos y quizá miles de artículos en prensa. Era hombre de debate, de discusión, de confrontación de juicios y de replanteamiento de ideas y paradigmas que parecen asentados. En sus críticas a la Modernidad, recurría a uno de sus recursos favoritos: la paradoja y el contraste. Sobre todo, si en ellas se incluyen personajes como el duque de Sutherland o el de Norfolk. Aunque no cabría definirlo como autor de sentencias, aforismos o escolios, su gusto por la frase efectista y nítida ha deparado una feliz prole de máximas proverbiales que se emplean hoy, gozosamente, como argumento de autoridad. En Ortodoxia hallamos a espuertas. Pero no se trata de paradojas banales: «No se me ocurre nada tan desdeñable como una simple paradoja, una mera defensa ingeniosa de lo indefendible», nos dice.
Tal como señala en el prólogo el propio Chesterton, Ortodoxia (1908) ─disponible tanto en edición de Acantilado como de Rialp, y también en la vetusta traducción de Alfonso Reyes─ se muestra como un contrapunto a su Herejes (1905), y en estas páginas el autor explica parte de su proceso de conversión: no es, por tanto, un libro de abierto carácter apologético ─aunque, de hecho, lo sea─, sino de confesión biográfica de su llegada a la fe. En todo caso, este aspecto biográfico es intelectual; Chesterton no detalla pasajes concretos de su vida exterior, aparte de meras anécdotas, sino la digestión mental y tránsito espiritual de una cantidad ingente de influencias. En muchas ocasiones, las influencias se deben a autores alejados o incluso opuestos a la fe en los cuales Chesterton detecta incongruencias y falsedades. Esos caminos falsos lo acaban conduciendo al verdadero. Los descreídos le hicieron creer. Como decíamos: es el debate y la discusión lo que define a Chesterton. Asimismo, él forma parte de una serie de generaciones de católicos ─sobre todo, conversos─ que, entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, abundaron en el solar británico: desde Newman e Hilaire Belloc hasta Evelyn Waugh y Ronald Knox ─quien definió a Chesterton como «profeta».
Aunque en Ortodoxia Chesterton dice que era «pagano a los doce años y un completo agnóstico a los dieciséis», su entrada en la Iglesia católica tardará aún tres lustros. En Ortodoxia hay un cristianismo que, si bien aquí resulta tan implícitamente anglicano como el de C. S. Lewis, en nada difiere del catolicismo ─igual cabe decirse de la obra de Lewis. Ya lo advierte el propio Chesterton: «el hombre está hecho para dudar de sí mismo, no de la verdad». En estas páginas localizamos a Chesterton en su Inglaterra natal y en los comienzos de un siglo XX que ─hoy nos sucede igual─ se cree en la plenitud de los tiempos; de ello se carcajea el autor y sabe trascenderlo. Viviendo intensamente en su época, y respondiendo a los problemas de sus días, Chesterton no deja de ser actual. En parte, porque los grandes asuntos aún son los mismos, aunque no lo parezca. Por ejemplo, cuando dice: «el loco, como el determinista, tiende a ver una causa para todo; el loco verá una conspiración en meras actividades inocentes». O cuando habla sobre el evolucionismo, o cuando escribe: «la gente puramente mundana no llega a entender bien ni siquiera el mundo»; «la fe absoluta en uno mismo no es simplemente un pecado, sino una debilidad»; «determinados teólogos modernos rebaten el pecado original, cuando es la única parte de la teología cristiana que puede demostrarse»; «la gris novela realista contemporánea nos dice lo que haría un loco en un mundo aburrido».
A pesar de que algunos entiendan que Chesterton pueda ser un reaccionario, lo que se encuentra en Ortodoxia es una mirada que contempla la complejidad de la existencia y detecta que únicamente el cristianismo la acepta, la integra, la celebra. Chesterton pretende ser honesto y sensato, de ahí que procure superar algunos rasgos del concepto aristotélico de virtud; según él, el cristianismo, en su modo de entender la valentía, la humildad o la caridad, no busca el término medio, sino el equilibrio dentro del conflicto y la tensión de pasiones contrapuestas que la virtud no anula. Uno de los muchos ejemplos aparece en su elogio del arte gótico, o en el modo como expone la Iglesia su bendición del casamiento y la prole, y también del celibato. Chesterton sabe que el racionalismo cartesiano, en su solipsismo, resulta algo descabellado, y que el materialismo es un vano intento de acallar el misterio y claroscuro de la vida. Asimismo, el actual movimiento woke le da la razón cuando afirma que el mundo moderno está repleto de virtudes absurdas.