La degeneración de la educación, a causa de las pedagogías progresistas, es una amenaza vital para la propia civilización occidental, según la autora
Avance
El abandono de la transmisión de saberes como eje esencial de la escuela está llevando a la desaparición de esta como institución fundamental de los países occidentales. Y esa desaparición, impulsada y dirigida por las fuerzas políticas que se llaman del socialismo del siglo XXI, va a llevar consigo la desaparición de la propia civilización occidental. Tal es la negra conclusión de este trabajo (El suicidio de Occidente. La renuncia a la transmisión del saber)
Antes de llegar a ella, explica que el modelo educativo que prima hoy en casi todo Occidente hunde sus raíces en las ideas pedagógicas de Rousseau, quien, a través de una educación sin autoridad ni disciplina, quería formar al hombre nuevo capaz de entregar su voluntad a la voluntad general, es decir, al Estado.
Esas ideas triunfaron en Estados Unidos con el Movimiento de la Educación Progresista de John Dewey y, sobre todo, en Europa tras Mayo del 68. En cuanto a España, la filosofía educativa de la Institución Libre de Enseñanza fue aceptada tanto por liberales como por socialistas. En la escuela actual ha calado esa tradición que destierra el uso de la memoria, la disciplina, los exámenes y los contenidos impuestos desde fuera, y según la cual el niño debe aprender por sí mismo solo aquello que vaya despertando su interés. A la autora, las teorías pedagógicas progresistas, que se han extendido por el mundo occidental, le parecen alejadas del sentido común.
«Hoy resulta casi imposible hablar de selección de los mejores, de exámenes, de esfuerzo o de afán de superación. Se sigue pensando que los alumnos que triunfan son los que provienen de una burguesía ilustrada y que los que fracasan siempre son de clases desfavorecidas. Lo cual convierte a los malos alumnos en víctimas de un sistema injusto de enseñanza», escribe la autora. Pero «no hay escuela si no hay unos conocimientos que se quieran transmitir, unos profesores cualificados para transmitirlos y una institución cuya función sea velar por que esa transmisión se realice». Los informes PISA son elocuentes a este respecto: el abandono de los métodos tradicionales de enseñanza ha sido un grave error. La autora aboga por recuperar la disciplina y la autoridad de los profesores, hacer hincapié en el esfuerzo individual y en la transmisión de conocimientos, y reconocer el valor de los exámenes, como método para controlar la adquisición de conocimientos y como estímulo para el estudio. Especialmente en España donde «el mundo de la educación está ideológicamente dominado por la izquierda desde hace más de cincuenta años» y asistimos a un «delirio igualitarista» y a «adoctrinamiento en el wokismo» por parte de una izquierda que quiere construir un modelo nuevo de sociedad.
Artículo
La tesis de este libro es tan clara y rotunda como su título. Veámoslo en palabras de la propia autora: «El socialismo del siglo XXI, para que triunfe su modelo de sociedad, necesita una sociedad inculta y fácil de manipular». «La pasión por la igualdad ha matado el deseo de superación, la valoración del esfuerzo y el reconocimiento del mérito. Vamos a una sociedad de mediocres en la que se procura que nadie sepa más que nadie». «Ese abandono de la transmisión de saberes como eje esencial de cualquier sistema escolar, está llevando a la desaparición de la escuela como institución fundamental de los países occidentales. Esa desaparición, impulsada y dirigida por las fuerzas políticas de los partidos que se llaman del socialismo del siglo XXI… va a llevar consigo la desaparición de la propia civilización occidental». Es decir, este alarmado y alarmante trabajo de Alicia Delibes apunta a la desaparición de la civilización occidental a través de un pormenorizado seguimiento de la deriva de la educación desde la Revolución francesa hasta hoy.
Remontándose a ese momento, la autora señala dos concepciones educativas que han venido oponiéndose desde entonces. Una es la liberal de Condorcet. Otra, la que podemos llamar comunitarista o estatalista de Rousseau. Para el primero, el objetivo de la educación es culturizar a los ciudadanos. Para el segundo, se trata de educar al hombre considerado como miembro de un colectivo, como un ciudadano ajeno a la herencia del pasado y capaz de hacer de la voluntad general su propia voluntad. En opinión de Alicia Delibes, hoy se han impuesto absolutamente las ideas de Rousseau. El modo en que se han impuesto o las vicisitudes y jalones de ese proceso ocupa buena parte de las páginas de un libro que tiene mucho de histórico. Antes de ver esa evolución, detengámonos, con la autora, en el punto de partida.
Condorcet piensa que la instrucción es solo un aspecto de la educación, que el poder político debía ocuparse (solo) de proporcionar a cada individuo la formación elemental que le permitiera llegar a ser realmente autónomo, a utilizar su razón para ir formando sus propios juicios, y que la formación moral y religiosa de los más pequeños debía estar en manos de las familias, mientras que la escuela solo debía procurar los valores morales que toda la sociedad compartiera. La importancia de limitar el papel educativo del Estado era esencial para el liberal francés.
Por su lado, Rousseau, además de considerar que la educación debía formar al hombre nuevo capaz de entregar su voluntad a la voluntad general, es decir, al Estado, partía de su conocida idea de la bondad de la naturaleza (en la que no es difícil ver una raíz del buenismo contemporáneo) para sostener la necesidad de una educación en libertad, es decir, sin autoridad, sin la imposición de reglas o de disciplina. Rousseau rompe con el modelo humanista de educación e introduce falacias que han cautivado a miles de pedagogos desde entonces, afirma la autora; como el querer educar al niño lejos de la influencia de la familia, la arrogancia moral, la soberbia, el sentimentalismo, la justificación de las maldades que cometemos por la maldad de los otros, la irresponsabilidad.
La victoria de Rousseau
Todavía en el siglo XIX se encuentran algunos casos en la línea de Condorcet, como Wilhelm von Humboldt, que también se opone a la excesiva intervención del Estado, o Jules Ferry. España tiene, por supuesto, especial interés en un libro escrito por una española comprometida con la enseñanza. Tras las leyes educativas de Quintana, el Duque de Rivas o Moyano, entra en escena la Institución Libre de Enseñanza (ILE), que, sorprendentemente (dice la autora), se convirtió en modelo educativo para liberales y socialistas. Posiblemente, fue la ambivalencia del pensamiento pedagógico de Giner de los Ríos y sus discípulos lo que consiguió ese consenso, así como que hoy, cualquier crítica hacia la ILE y los institucionistas sea mal recibida por la izquierda y por muchos sectores de la derecha. El caso es que, llegado un momento, liberales y socialistas comparten un mismo modelo pedagógico. O, mejor dicho, en España desaparece todo principio liberal en materia de instrucción pública. La filosofía educativa de Rousseau (la libertad del niño, guiado por la naturaleza, etc.) debió de sonar a gloria en los oídos de los pedagogos de la ILE, añade Delibes.
El siglo XX asiste al triunfo de la revolución pedagógica heredera de Rousseau. Dos momentos son esenciales: el Movimiento de la Educación Progresista del norteamericano John Dewey y su extensión por Europa, con el episodio estelar de Mayo del 68 («una farsa con consecuencias impredecibles», protagonizada por «niñatos revolucionarios») que terminaría de transmitir el «virus de la educación progresista». Para Dewey, «la escuela debe ser siempre el motor de las reformas sociales», y el niño debe aprender por sí mismo solo aquello que vaya despertando su interés, desterrando el uso de la memoria y los contenidos impuestos desde fuera. Sus discípulos, por supuesto, no eran partidarios ni de la disciplina ni de los exámenes. Esa escuela progresista triunfó en Estados Unidos, lo que desembocó en una profunda crisis de la educación. Y aunque surgió un movimiento antiprogresista, la dañina esencia de la pedagogía progresista (unas teorías pedagógicas alejadas del sentido común) se ha extendido por el mundo occidental.
Mayo del 68, sobre cuyas circunstancias y protagonistas se extiende la autora, puede considerarse que finaliza con la retirada de De Gaulle tras su derrota en el referéndum que él mismo había convocado en 1969 para afianzar su legitimidad. Aquel final es lo que explica por qué, a partir de entonces, la izquierda va a imponer su hegemonía cultural y pedagógica en buena parte de Europa Occidental, y por qué los políticos de derechas tienen tanto miedo a las revueltas estudiantiles.
El resultado de todas esas experiencias, vale decir, de la alargada sombra de la pedagogía rousseauniana es lo que la autora llama la revolución cultural en Europa. «Hoy resulta casi imposible hablar de selección de los mejores, de exámenes, de selección de los mejores, de esfuerzo o de afán de superación. Se sigue pensando que los alumnos que triunfan son los que provienen de una burguesía ilustrada y que los que fracasan siempre son de clases desfavorecidas. Lo cual convierte a los malos alumnos en víctimas de un sistema injusto de enseñanza». Además de la opción deliberada de que la escuela deje de transmitir el legado cultural de nuestros antepasados.
Incluso en la España del tardofranquismo, la Ley General de Educación de 1970 «no desentonaba con la corriente pedagógica progresista que estaba de moda en la Europa Occidental». Y, pese a algunas reacciones, como el giro impuesto por Margaret Thatcher en Gran Bretaña, el caso de Tony Blair, un laborista que combatió el modelo igualitario y la pedagogía progresista, o algunas reacciones críticas en Estados Unidos y Francia (incluso desde la izquierda), el dogmatismo pedagógico, «desde hace casi un siglo, impregna todo lo que está relacionado con el mundo de la educación». Para la autora, no hay duda: «No hay escuela si no hay unos conocimientos que se quieran transmitir, unos profesores cualificados para transmitirlos y una institución cuya función sea velar por que esa transmisión se realice». Y «la única forma de asegurar una educación en igualdad y, al mismo tiempo, fomentar la excelencia, es con una enseñanza exigente».
A día de hoy
El panorama actual que describe Alicia Delibes es más que inquietante. La crisis de la educación norteamericana de los años cincuenta se extendió a todo Occidente; el igualitarismo académico (que pretende acabar con las desigualdades producidas por las distintas capacidades de las personas) se apoderó del mundo de la educación. Se enarboló la bandera de la libertad para acabar con la disciplina, la autoridad y el orden en los centros de enseñanza, y se apeló a la igualdad para eliminar el que había sido el objetivo de la escuela, la transmisión de conocimientos. «¿Ingenuidad o mala fe? Imagino que habría de todo», dice la autora. El hecho es que «se puso fin a la institución que, durante siglos, había velado por la transmisión de la cultura, preparando así el terreno para el hundimiento de la civilización occidental».
Los famosos informes PISA han mostrado que el abandono de los métodos tradicionales de enseñanza ha sido un grave error, que los exámenes no son superfluos, sino que sirven para controlar y estimular el aprendizaje. Así, las reformas que deberían hacerse, tendrían que ir en el sentido de recuperar la disciplina y la autoridad de los profesores, hacer hincapié en el esfuerzo individual y en la transmisión de conocimientos, reconocer el valor de los exámenes, como método para controlar la adquisición de conocimientos y como estímulo para el estudio. Pero, aunque haya habido países que han introducido algunas reformas contrarias a los dogmas de la izquierda pedagógica (dogmas que no se quieren abandonar y de los que proviene el mal profundo de la escuela), «resulta casi imposible la reconstrucción de la enseñanza”.
Lo anterior, por supuesto, vale para España, donde hemos asistido al «delirio igualitarista» del ministerio de Isabel Celáa, y donde la asignatura de Educación en Valores Cívicos y Éticos es «adoctrinamiento en el wokismo». La Nueva Izquierda, que ya ha engullido al partido socialista, «tiene una misión: construir un nuevo pueblo, un modelo nuevo de sociedad».
El siglo XXI está sufriendo una serie de falacias educativas, como el lenguaje de la pedagogía progresista, una neolengua orwelliana (que habla de actitudes, competencias, inclusividad, empatía, resiliencia, sostenibilidad…) con intención adoctrinadora. Se han sustituido los contenidos por el adoctrinamiento a base de sentimentalismo. Hoy, todos los niños dirán que quieren salvar el planeta, pero casi ninguno será capaz de señalar a China en un mapamundi. Y «una sociedad que se mueve más por las emociones que por la razón puede ser fácilmente manipulada por cualquier demagogo».
Mitos pedagógicos
Entre los nuevos mitos pedagógicos, están la educación sostenible, la inclusividad (hay movimientos en pro de la inclusividad con intenciones más políticas que pedagógicas), el aprender a aprender («expresión confusa que puede ser interpretada en un sentido perverso») o el fetichismo de las pantallas, pese a los constatados peligros que conlleva su uso, sobre todo cuando es precoz.
«El culto a las nuevas tecnologías, el multiculturalismo, el ecologismo, el feminismo y todos los demás ismos, con el wokismo como síntesis de todos ellos, están llamados a ser, dentro de los dogmas políticos de la izquierda del siglo XXI, los ingredientes de la nueva pedagogía progresista», escribe Alicia Delibes. Y añade: «El wokismo no es una broma, es una auténtica revolución cuyo objetivo es destruir lo que Occidente ha construido. O nos tomamos en serio este asunto o veremos derrumbarse la civilización occidental como las Torres Gemelas de Nueva York».
Por supuesto, España no es una excepción en el panorama que describe la autora. Al contrario. «En España el mundo de la educación está ideológicamente dominado por la izquierda desde hace más de cincuenta años. Pero hasta ahora, nadie se había atrevido a proclamar el valor de la ignorancia con el descaro con el que lo ha hecho el gobierno de Pedro Sánchez, que ha vaciado de contenidos los programas de todas las asignaturas con la intención de utilizar la institución escolar no para enseñar, no para transmitir unos conocimientos y unos saberes, sino para cambiar los valores de la sociedad».
El último capítulo del libro, quizá para contrarrestar el pesimista panorama dibujado y señalar hacia donde podemos mirar para evitar el desastre, lo dedica Delibes a seis pensadores que, sin ser expertos en educación, dijeron algo sobre ella y destacaron por su defensa de la libertad, y que ya habían aparecido en las páginas precedentes: Alexis de Tocqueville, cuyas reflexiones sobre igualdad y libertad siguen vigentes; John Stuart Mill, con su llamada de alerta sobre el peligro de que el Estado sea el principal responsable de la educación y su defensa del libre desarrollo de la personalidad individual; Bertrand Russell, que se arrepintió de la escuela progresista que fundó, reconociendo lo erróneo de muchos de sus principios; Friedrich von Hayek, que destacó el riesgo para la libertad que supone poner la educación bajo la tutela del Estado y afirmó que educar en libertad es educar en la responsabilidad individual; Jean-François Revel, con su defensa de la enseñanza frente al adoctrinamiento; y Roger Scruton, que alerta de los «optimistas sin escrúpulos» que quieren crear el paraíso en la tierra.
Alicia Delibes Liniers en nuevarevista.net
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