«En nombre de la verdad del Evangelio y de la dignidad humana y de la salvación de toda la humanidad en Jesucristo»
Queridos hermanos obispos de Camerún:
En vuestra valiente y profética declaración del 21 de diciembre sobre el tema de la homosexualidad y la bendición de las «parejas homosexuales», recordando la doctrina católica sobre este tema, habéis servido grande y profundamente a la unidad de la Iglesia. Habéis realizado una obra de caridad pastoral recordando la verdad.
Algunos en Occidente querían hacer creer a la gente que actuabais en nombre de un particularismo cultural africano. ¡Es falso y ridículo atribuiros tales propósitos! Algunos afirmaban, en una lógica de neocolonialismo intelectual, que los africanos no estaban «todavía» preparados para bendecir a las parejas homosexuales por razones culturales. Como si Occidente estuviera por delante de los africanos atrasados. ¡No! Hablasteis en nombre de toda la Iglesia, «en nombre de la verdad del Evangelio y de la dignidad humana y de la salvación de toda la humanidad en Jesucristo». Hablasteis en nombre del único Señor, de la única fe de la Iglesia. ¿Cuándo debe someterse la verdad de la fe, la enseñanza del Evangelio, a determinadas culturas? Esta visión de una fe adaptada a las culturas revela hasta qué punto el relativismo divide y corrompe la unidad de la Iglesia.
Queridos hermanos obispos, este es un punto que es necesario vigilar con gran celo de cara a la próxima sesión del Sínodo. Sabemos que algunos, aunque digan lo contrario, se están preparando para defender un programa de reformas en él. Entre ellas está la idea destructiva de que la verdad de la fe debe recibirse de manera diferente según los lugares, las culturas y los pueblos.
Esta idea no es más que una manifestación de la dictadura del relativismo, tan fuertemente denunciada por Benedicto XVI. Su objetivo es permitir violaciones de la doctrina y la moral en ciertos lugares bajo el pretexto de una adaptación cultural. Les gustaría permitir el diaconado femenino en Alemania, los sacerdotes casados en Bélgica, la confusión entre sacerdocio ordenado y sacerdocio bautismal en la Amazonía. Algunos expertos teólogos nombrados recientemente no ocultan sus planes. Y os dirán con falsa amabilidad: “Tened la seguridad de que en África no os impondremos este tipo de innovación. No estáis preparados culturalmente».
¡Pero nosotros, sucesores de los apóstoles, fuimos ordenados no para promover y defender nuestras culturas, sino la unidad universal de la fe! Actuamos, en vuestras palabras, obispos de Camerún, “en nombre de la verdad del Evangelio y por la dignidad humana y la salvación de toda la humanidad en Jesucristo”. Y esta verdad es la misma en todas partes, tanto en África, como en Europa y los Estados Unidos. Porque la dignidad humana es la misma en todas partes.
Parece que, por un misterioso plan de la Providencia, los episcopados africanos son ahora los defensores de la universalidad de la fe contra los defensores de una verdad fragmentada, los defensores de la unidad de la fe contra los defensores del relativismo cultural. Sin embargo, Jesús fue explícito en el mandato dado a los apóstoles: «Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). De hecho, los apóstoles fueron enviados a todas las naciones para predicar la fe y la moral evangélica.
En la próxima sesión del Sínodo, es esencial que los obispos africanos hablen en nombre de la unidad de la fe y no en nombre de culturas particulares. En la sesión anterior, la Iglesia de África defendió enérgicamente la dignidad del hombre y la mujer creados por Dios, pero su voz fue ignorada y despreciada por aquellos cuya única obsesión es complacer a los lobbies occidentales. La Iglesia de África pronto tendrá que defender la verdad del sacerdocio y la unidad de la fe. La Iglesia de África es la voz de los pobres, los sencillos y los pequeños. Tiene la tarea de anunciar la Palabra de Dios a los cristianos occidentales que, por ser ricos, se creen evolucionados, modernos y sabios en la sabiduría del mundo. Pero “la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, mas fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co 1, 25).
No sorprende, por tanto, que los obispos de África, en su pobreza, sean hoy los heraldos de esta verdad divina frente al poder y a la riqueza de ciertos episcopados occidentales, porque «lo necio del mundo ha elegido Dios para confundir a los sabios. Y ha elegido Dios lo que es débil para el mundo, para confundir a los fuertes.
Lo innoble y despreciado por el mundo, lo que no es nada, ha elegido Dios para reducir a la nada lo que es» (1Co 1, 27-28).
Pero ¿tendremos el valor de escucharlos en la próxima sesión del Sínodo sobre la sinodalidad? ¿O deberíamos pensar que, a pesar de las promesas de escucha y respeto, no se tendrán en cuenta sus advertencias, como ya vemos hoy? ¿Deberíamos pensar que el Sínodo será explotado por aquellos que, bajo el pretexto de la escucha mutua y la “conversación en el Espíritu”, sirven a una agenda de reforma mundana? Todo sucesor de los apóstoles debe tener la valentía de tomar en serio las palabras de Jesús: “Que sea vuestro hablar: ‘Sí, sí’ o ‘No, no’; porque todo lo demás viene del Maligno” (Mt 5, 37).
Queridos hermanos obispos, a veces nos dicen que no hemos comprendido el espíritu del Concilio Vaticano II que impondría un nuevo enfoque a la objetividad de la fe. Algunos nos dicen que el Vaticano II, sin cambiar la fe misma, habría cambiado la relación con la fe. Nos dicen que de ahora en adelante lo más importante para un obispo es la acogida de las personas en su subjetividad más que el anuncio del contenido del mensaje revelado. Todo debe ser relación y diálogo y debemos relegar a un segundo plano el anuncio del «kérygma» y el anuncio de la fe, como si estas realidades fueran contrarias al bien de las personas.
Creo que aclarar definitivamente esta cuestión será una tarea importante para los próximos años y, ciertamente, para un futuro pontificado. En verdad, ya sabemos la respuesta. Pero el Magisterio deberá enseñarlo con una solemnidad definitiva. Porque detrás de esta pregunta se esconde una especie de miedo psicológico que se ha extendido en Occidente: el miedo a estar en contradicción con el mundo. Pero como dijo Benedicto XVI: “En nuestro tiempo, la Iglesia sigue siendo un ‘signo de contradicción (Lc 2, 34)’”. Y, no en vano, el Papa Juan Pablo II, cuando aún era cardenal, dio este título a los ejercicios espirituales predicados en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia Romana. El Concilio no podría haber tenido la intención de abolir esta contradicción con el mundo tan evangélica, que alerta sobre los peligros y errores que acechan al hombre. En efecto, «fue ciertamente su intención dejar de lado las contradicciones erróneas o superfluas, para presentar a este mundo nuestro la necesidad del Evangelio en toda su grandeza y pureza» (Benedicto XVI, 22 de diciembre de 2005).
Pero muchos prelados occidentales están paralizados ante la idea de oponerse al mundo. Parece que sueñan con ser amados del mundo. Han perdido la voluntad de ser signo de contradicción. Quizás la riqueza material excesiva conduzca a compromisos con los asuntos mundanos. La pobreza es garantía de ser libres para Dios. Creo que la Iglesia de nuestro tiempo experimenta la tentación del ateísmo. No el ateísmo intelectual, sino esta otra condición sutil y peligrosa del espíritu: el ateísmo fluido y práctico. Esta última es una enfermedad peligrosa aunque sus primeros síntomas parezcan benignos.
Debemos tomar conciencia de esto: el ateísmo fluido corre por las venas de la cultura contemporánea. Nunca dice su nombre, pero se infiltra por todas partes, incluso en los discursos eclesiásticos. Su primer efecto es una forma de somnolencia de la fe. Anestesia nuestra capacidad de reaccionar, de reconocer el error, el peligro. Y, desgraciadamente, se ha ido extendiendo por toda la Iglesia.
¿Qué debemos hacer? Quizás os digan que así es como está hecho el mundo y no podéis escapar a ello. Quizás os digan que la Iglesia debe elegir entre adaptarse o morir. Quizás os digan que, dado que lo esencial está seguro, debe ser flexible con los detalles. Tal vez os digan que la Verdad es teórica, y los casos particulares se le escapan. ¡Muchas máximas que confirman la grave enfermedad que nos afecta a todos!
Prefiero invitaros a pensar diferente. ¡No debemos ceder a las mentiras! La esencia del ateísmo fluido es la promesa de un acuerdo entre la verdad y la falsedad. ¡Es la mayor tentación de nuestro tiempo! ¡Todos somos culpables de acomodaciones, de complicidad con esta gran mentira que es el ateísmo fluido! Nos hacemos pasar por cristianos creyentes y hombres de fe, celebramos ritos religiosos, pero en realidad vivimos como paganos y no como creyentes. No nos engañemos, no luchemos contra este enemigo, porque siempre termina arrastrándonos. El ateísmo fluido es resbaladizo y viscoso. Si lo atacas, te atrapará en sus sutiles compromisos. Es como una telaraña: cuanto más luchas contra ella, más se cierra a tu alrededor. El ateísmo fluido es la última trampa del Tentador, de Satanás.
Él te seduce y atrae a su propio terreno. Si lo sigues, te verás inducido a utilizar sus armas: la mentira, el disimulo y el compromiso. Fomenta la confusión, la división, el resentimiento, la amargura y las facciones a su alrededor. ¡Mira el estado en que se encuentra la Iglesia! En todas partes no hay más que desacuerdos y sospechas. El ateísmo fluido vive y se alimenta de todas nuestras pequeñas debilidades, de todas nuestras capitulaciones y compromisos con su mentira.
Con todo mi corazón de pastor quiero invitaros hoy a tomar una solemne decisión. Porque no debemos crear partidos en la Iglesia. No debemos proclamarnos salvadores de tal o cual institución. Todo esto contribuiría al juego del rival. Pero cada uno de nosotros puede hoy tomar una firme decisión: la mentira del ateísmo ya no encontrará lugar en mí. Ya no quiero renunciar a la luz de la fe; ya no quiero, por conveniencia, por pereza o por conformismo, hacer convivir en mí la luz y las tinieblas. Es una decisión interior muy sencilla y concreta que cambiará nuestras vidas. No se trata de ir a la guerra. No se trata de denunciar a los enemigos. No podemos cambiar el mundo, pero si podemos cambiarnos a nosotros mismos. Y si cada uno lo decidiera humildemente, el sistema de mentiras se derrumbaría por sí solo, porque su única fuerza es el lugar que le damos dentro de nosotros mismos.
Queridos hermanos obispos, al ofrecernos la fe, Dios abre su mano para que pongamos allí la nuestra y nos dejemos llevar por Él. ¿A qué tendremos miedo? ¡Lo esencial es sostener nuestra mano firmemente en la suya! Nuestra fe es esta conexión profunda con Dios mismo. “Sé en quién he puesto mi fe”, dice san Pablo (2Tm 1,12). Frente al ateísmo fluido, la fe adquiere una importancia esencial. Es al mismo tiempo el tesoro que queremos defender y la fuerza que nos permite defenderlo.
Conservar el espíritu de fe es renunciar a cualquier compromiso ajeno a ella, es negarse a ver las cosas de otra manera que no sea la de la fe. Significa ponernos en las manos de Dios, única fuente posible de paz y dulzura, y única garantía de verdadera benevolencia sin complicidad, de verdadera dulzura sin cobardía, de verdadera fuerza sin violencia.
Y la fe, queridos hermanos, es también fuente inagotable de verdadera alegría. ¿Cómo no estar gozosos cuando nos hemos confiado a Aquel que es la fuente del gozo? La fe es exigente, pero no rígida ni tensa. Intentemos ser felices acercándonos a Él. La fe genera fuerza y alegría juntas. “El Señor es mi fortaleza, ¿a quién temeré?” (Sal 27, 1). La Iglesia está muriendo, infestada de amargura y espíritu partidista, y sólo en el espíritu de fe puede fundarse una auténtica benevolencia fraterna. El mundo está muriendo, devorado por la mentira y la rivalidad, y sólo el espíritu de fe puede traerle la paz.
Cardenal Robert Sarah
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