«El cine cristiano siempre tiene quien lo vea», afirma Gregorio Belinchón en un artículo en El País en el que repasa algunos films de temática religiosa con muy buena acogida en taquilla. Los cristianos van al cine. ¿Y Dios?
El éxito de The Chosen y las sorprendentes cifras de Libres, un documental español sobre la vida en clausura, que después de diez semanas en cartel había superado los 80.000 espectadores y los 530.000 euros de recaudación, son solo un botón de muestra del interés creciente por el cine de temática religiosa que me llevó a preguntarme por la presencia de Dios en el cine. Pero no como espectador, sino como personaje.
Y no estoy pensando en La Pasión, de Mel Gibson, o en el Jesús de Nazaret de Zefirelli, porque es evidente que en el cine religioso Dios es el protagonista. Pero dónde está Dios en ese otro cine, mayoritario, el que no solo no es religioso sino que —como refleja Damien Chazelle en la fallida Babylon— encierra entre escenarios todo tipo de excesos, maleantes y depravados. ¿Hay algún sitio para Dios allí?
En mi auxilio vino Pablo Alzola, un joven académico, experto en la obra de Terrence Malick, que acaba de publicar El silencio de Dios en el cine. Alzola cuenta en la introducción de su ensayo que ideó el título cuando, en plena pandemia, vio El gran silencio, una cinta alemana que consiguió meter en los cines a medio millón de espectadores. Lo que le pasó a Alzola al verla me recordó a lo que había sentido yo en su día, en el ya lejano 2005. El documental, que refleja la vida de unos monjes cartujos, había ganado el Premio del Jurado en el Festival de Sundance. Eran 164 minutos de absoluto silencio y contemplación. El gran silencio, por supuesto, hablaba de Dios. Pero lo más sorprendente es lo que pasaba, o lo que al menos a mí me pasó, después de verla. Someterse a una experiencia tan radical de silencio de más de dos horas y media me permitió escuchar a lo largo de las horas siguientes ruidos y sonidos que no había escuchado antes. Recuerdo como si fuera ayer —y pronto hará veinte años— salir ya entrada la noche de la sala donde se celebraba el pase y escuchar el sonido del viento o, minutos después, el repicar del agua que caía del grifo. Eran sonidos en los que nunca había reparado. Aunque hubieran estado siempre allí.
Historias interiores
Algo parecido —ese detenerse a escuchar el susurro de Dios en el cine actual— es lo que hace Pablo Alzola en su ensayo. El autor analiza varias decenas de títulos recientes, la mayoría de temática profana y, evitando el ruido del ambiente, el devenir de los acontecimientos, la materia más superficial de la historia —un wéstern, un biopic, un thriller psicológico— bucea en lo que el catedrático de Estética y Teoría de las Artes y experto en guion Antonio Sánchez-Escalonilla señala como esencial en cualquier drama: las historias interiores.
Es ahí donde Alzola descubre la presencia de Dios en el cine. En unas historias que, al mismo tiempo, se reflejan —y son los sugerentes títulos de los capítulos— en los paisajes, en los rostros, en los interiores, en las dudas, en los conflictos de conciencia, en la creación y, por supuesto, en la muerte. Habla Alzola de películas protagonizadas por sacerdotes y monjas —como Ida, De dioses y hombres, Silencio o Calvary— o por personajes de sólidas convicciones religiosas, como los objetores de conciencia Desmond Doss (Hasta el último hombre) o el beato Franz Jägerstätter (Vida oculta). Pero también —y reconozco que han sido los análisis con los que he disfrutado más— de adolescentes en plena crisis de crecimiento, como la protagonista de Lady Bird; de madres coraje que esconden su dolor con un envoltorio de ira y venganza, como Frances McDormand en Tres anuncios en las afueras; de vendedores ambulantes que malviven entre preguntas vitales (Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia) o de nómadas que, en el ocaso de su vida, tratan de encontrar un sentido a esa vida y a ese ocaso (Nomadland).
Concluye Alzola, o quizás le estoy sobreinterpretando, que, al final, los dilemas, los conflictos, las dudas y la resurrección de los misioneros de Japón en Silencio no son muy diferentes a los de la rebelde Christine en Lady Bird. Y, sobre todo, que al final unos y otros contamos con esa presencia y ayuda del Creador en nuestras aventuras diarias. Como recoge Alzola, en el último y brillante capítulo del ensayo, siguiendo al cura rural de Bernanos: Todo es gracia.
Cuando el cine se toma en serio al ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es fácil descubrir al Creador en la pantalla. Y al final resultará que sí. Que Dios va con mucha frecuencia al cine.