Cuaresma, Semana Santa, Pascua de Resurrección es ocasión de rehacernos, de soñar en el bien
Entramos en la Semana Santa en la que, acompañando al Señor y a su Madre dolorosa, descubriremos que también en la Cruz, en el abandono y la traición, se puede respirar paz y hermosura. ¡En cuántos momentos la contemplación de un rostro roto de dolor, atravesado de espinas, pero sereno y destilando amor, nos ganará el corazón! La belleza del crucificado es única, imposible, singular. Es divina.
Juan José Primo Jurado nos pregonaba hace poco: “Esta ruta cofrade, con la que hemos anunciado la Semana Santa, concluye en la Catedral de Córdoba. Porque no son solo las columnas de la Mezquita, ni el coro espléndido, ni el crucero, ni el altar mayor. La Catedral es mucho más: es el misterio y la luz, es la Eucaristía y la Palabra, es la plegaria y la fe. Es como la Iglesia: grande, magnífica, acogedora, universal, entrañable, con un lugar para todos y con tantas columnas como razones para la vida, para la fe, para el amor…”.
Todo el entorno de la estación de penitencia de nuestras hermandades, el acompañamiento de sus santos titulares, es un canto a Dios por medio de la belleza. Él es el pulchum y todo lo bello es divino, habla de Dios. Las preciosas imágenes, los pasos y tronos; ciriales y acólitos, nazarenos y penitentes; músicos; cera, luz e incienso. Saetas, silencio, plegaria. La cadencia de los costaleros. El azahar de las calles. Las miradas de los niños, las explicaciones de los padres, las lágrimas espontáneas. El signarse ante el paso del Señor o de la Virgen. Tocar el paso. Todo eso es oración, fe, amor y agradecimiento.
La Semana Santa popular, la vivida en el silencio de las iglesias o en los claustros de los conventos, es una mirada agradecida al misterio de la Cruz, a la Pasión, a la Redención. Es la fe hecha cultura, arte, liturgia. Es camino de una vida nueva, de una conversión. Cuaresma, Semana Santa, Pascua de Resurrección es oportunidad, ocasión de rehacernos, de soñar en el bien, de recuperar la belleza del hombre, imagen de Dios. Es mirar a lo verdadero empañado por la falacia del pecado y descubrir la mentira de su “verdad”.
Conocemos la famosa frase de Dostoievski: “¿Nos salvará la Belleza?”. No se refería a cualquier belleza. Hay brillos humanos muy atractivos, modelos seductores, conductas envidiadas pero falsas. La auténtica Belleza es la sincera, la que no está amañada, retocada. Tenemos numerosos ejemplos de imágenes retocadas, trucadas, mentirosas. Hay expertos maquilladores de la realidad, pero esa fotografía retocada, por hermosa que aparezca, tiene la impronta de la mentira. La Belleza que salva es la de Cristo, la del Crucificado. En Él no hay doblez.
“¿Puede la belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es, acaso, malvada en el fondo?”, se cuestiona Ratzinger. Se dice de Cristo: “Eres el más bello de los hombres” y “sin figura, sin belleza (...) su rostro está desfigurado por el dolor”. Sigue diciendo el Cardenal: “La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana Santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega hasta el extremo y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia”.
Es muy diferente la hermosura de este rostro auténtico, sin cera: sin maquillaje; comprometido con el amor, que no abandona ante la dificultad ni se baja de la Cruz, de la del egoísmo, de la del que se busca así mismo, de la vana complacencia. Hay mucha mentira que quiere pasar por verdad, que se otorga la exclusividad de la “verdad”. ¡Cuánto anuncio mentiroso! ¡Cuánta belleza de plástico! ¡Cuánto cinismo!
El arte ha sabido captar la autenticidad de la Cruz, la belleza del rostro de Cristo, la bella serenidad de la Dolorosa. Basta mirar el espectacular Cristo de Dalí en la que aborda su propia versión de Cristo Crucificado. Sobre un fondo negro, aparece Jesús sin los atributos de la Pasión. Sin duda, lo que más llama la atención es el espectacular punto de vista tomado en perspectiva desde arriba. La cabeza inclinada hacia abajo, ocultando el rostro de Jesús, prescinde de la corona de espinas. En la parte inferior, iluminada por la luz de la Cruz, parece al apacible paisaje de Port Lligat con dos pescadores y su barca. El genio declaraba: “Mi principal preocupación era pintar a un Cristo bello, como el mismo Dios que él encarna”.
Esta belleza del Crucificado la vemos reflejada en tantas y tantas personas humildes, anónimas, que saben amar; que dan vida con la entrega de la suya. La hermosura de las cosas bien hechas, del servicio desinteresado, de la fidelidad a las personas y a los principios.
“Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz”, termina diciendo el Cardenal Ratzinger.