Tendencias populistas anuncian una sociedad totalitaria. Esta encuentra ambiente propicio en el individualismo, el aislamiento y la superficialidad
Cuando muchos con preocupación miran el presente y las nuevas tendencias populistas, la crisis de los valores democráticos en muchas sociedades, seguidas de crisis institucionales y sociales, junto con la creciente polarización, naturalización de la violencia y sacralización del Estado, resurgen temores por experiencias pasadas, no muy lejanas en el tiempo.
La imponente obra «Los orígenes del totalitarismo» (1951) de la filósofa judía Hannah Arendt (1906-1975) se ha vuelto en el presente cada vez más actual e iluminadora. Una de las cuestiones más originales respecto de otros estudios es su análisis sobre el papel de la sociedad en el advenimiento y mantenimiento del totalitarismo, así como su descripción de los rasgos que caracterizan a la sociedad totalitaria.
Lo que resulta significativo es que las características que Arendt encuentra en la sociedad totalitaria se encuentran también en las modernas sociedades de masas. El totalitarismo se aprovecha de esos rasgos para implantar el terror, pero la autora siempre subraya que las condiciones estaban dadas, que el proceso social y político hacia el dominio total muestra tendencias identificables que llaman la atención por su actualidad. Nos limitaremos a resumir las más importantes, especialmente aquellas que parecen haberse fortalecido más en nuestro tiempo.
Simplificando un poco, podríamos sintetizar ese proceso en tres rasgos: el eclipse de la esfera pública, el aislamiento social y la superficialidad.
Esfera pública
Un fenómeno típico de las sociedades modernas es el crecimiento del individualismo, de la relevancia de la esfera privada y su primacía por encima de la esfera pública y de la acción ciudadana. Algunos autores contemporáneos ven en las nuevas formas de individualismo hipertrofiado la mayor enfermedad de nuestro tiempo y la raíz más profunda de la crisis política.
El ser humano que ha devenido en esta modernidad tardía es un individuo despreocupado de la vida pública, enfocado en sus intereses privados, preocupado solamente por la propia seguridad y la de sus seres queridos, a cualquier precio. Para Arendt, este tipo de ser humano indiferente hacia la vida política, aislado en sus intereses de confort y consumo, es la siembra adecuada para un lamentable conformismo social y político.
El exceso de individualismo ha terminado arrojando a las personas a la más absoluta soledad y aislamiento, perdidos y sin los otros, sumergidos en el alienante anonimato de la masa y viviendo solo para sí.
Individuos aislados
«Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana».
Arendt define al aislamiento entre las personas como «la enfermedad de nuestro tiempo». Desde la manipulación sectaria, la violencia intrafamiliar hasta la violencia estatal totalitaria no serían posibles sin aislar a las personas, sin cosificarlas, sin atomizarlas: «Solo los individuos aislados pueden ser dominados totalmente. Hitler fue capaz de construir su organización sobre el suelo firme de una sociedad ya atomizada, que él entonces atomizó todavía más».
El individualismo ha llevado a que las personas vivan juntas, pero sin tener nada en común, sin ningún interés compartido. En una sociedad así, el aislamiento hace desaparecer la pluralidad, porque no existe vida común donde encontrarse con los otros en su diferencia, donde se comparta una realidad común siendo distintos.
Por ello, el aislamiento y la fragmentación individualista terminan creando un escenario desolador, donde la pluralidad desaparece y un régimen totalitario puede anularlos a todos y actuar como si todos fueran uno solo, como si toda la realidad fuera homogénea. Quien ha renunciado a su libertad, a la vida con otros, a hacerse cargo de lo común, entrega su libertad para no perder la seguridad de su interés privado, pero el totalitarismo termina liquidando también la vida privada como la vida pública.
Arendt vio que, más allá de los regímenes totalitarios, sus formas de control tienden a sobrevivir en las ideologías que aíslan a los individuos y los hacen renunciar a su libertad de pensamiento.
Aislamiento e individualismo. Vidas superficiales, sin reconocimiento
Los grandes movimientos migratorios tras las guerras ponen en evidencia la existencia de innumerables seres humanos cuya existencia es considerada superflua, porque se acepta su condición de refugiados y apátridas. Hannah Arendt entiende que ser superfluo es no pertenecer al mundo, carecer por completo de reconocimiento, es no pertenecer a ningún lugar.
La pertenencia a una comunidad es fuente de sentido para vivir, es fuente de identidad y de esperanza. Por ello, sin pertenencia, lo que sigue es el absurdo, la intemperie total. Una vez que nos acostumbramos a mirar a seres humanos como si no lo fueran, como si no fueran personas, como si tuvieran menos dignidad, es más fácil tratarlos como cosas, como vidas sin valor, o valorarlos según su utilidad. Que es lo mismo que decir que no tienen dignidad. Y será esta experiencia de la superficialidad de las sociedades modernas la que constituya la puerta de entrada de una nueva forma de mal, de un nuevo tipo de mal desconocido hasta el siglo XX.
Cuando se acaba con la solidaridad humana y se logra que domine la complicidad con la violencia hacia los que no importan a nadie, se produce la destrucción de la singularidad humana, el olvido de su dignidad y se crean fábricas de muerte.
Arendt advierte que el fantasma del terror totalitario puede regresar bajo nuevas formas de tentación de seguridad: «Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica».
La recuperación de lo político
Hannah Arendt no ofrece recetas para una buena vida política, pero rastrea posibles caminos para su recuperación. Para ella, la más elemental gramática de la política es que la acción, aunque puede ser decidida por individuos concretos, solo puede realizarse mediante alguna forma de esfuerzo colectivo, en el que los intereses privados y las motivaciones personales no cuentan. Y la acción solo es política si va acompañada del discurso, de la palabra, ya que solo en el habla podemos experimentar como común el mundo y es lo que convierte en significativa la praxis.
Aunque Arendt no se proclama a sí misma como republicana, podríamos identificar sus respuestas emparentadas con una tradición de republicanismo cívico que no define una forma de gobierno, sino más bien una teoría normativa acerca de cómo debería ser la política, buscando recuperar su sentido y su valor.
Podríamos sintetizar, más allá de las diferencias entre ella y otros filósofos como Jürgen Habermas, cinco rasgos comunes a este pensamiento:
Actualidad de Hannah Arendt
La obra de Hannah Arendt se ha vuelto cada vez más relevante para comprender nuestro presente. Su forma de pensar no busca una conclusión indiscutible, sino un diálogo anticipado con otros. Ella estaba convencida de que alcanzamos nuestra humanidad en relación con otros y no en solitario, en un mundo común, plural y compartido.
Y será en el espacio público donde se desarrolle nuestra condición humana, donde seamos capaces de actuar, de revelar nuestra identidad ante los demás y crear espacios de libertad. Su obra ofrece una de las propuestas teóricas más originales del siglo XX y en favor de la recuperación de lo público, del sentido y el valor de la política.
Miguel Pastorino en womanessentia.com
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