Decía Nietzsche que mientras se mantenga la gramática habrá Dios, pues las palabras remiten siempre a la realidad
Friedrich Nietzsche erigió la voluntad de poder en el principal motor del ser humano. Y ésta se traducía, entre otras manifestaciones, en la ambición y la capacidad de satisfacer los propios deseos. El deseo es una parte importante de la vida humana. Una persona sin deseos carecería de una dimensión clave de la vida. Sin embargo, la cultura posmoderna propone la hegemonía del deseo individual como criterio orientativo fundamental de la vida humana, y muchas personas conciben la satisfacción de los propios deseos como el criterio moral básico de su existencia. Los avances tecnológicos han hecho que el hombre llegue a pensar que lo puede todo, que él es la medida de todas las cosas y que es preferible transformar la naturaleza y la realidad que conocerla. «Querer es poder». Robert Oppenheimer, por ejemplo, describe el invento de la bomba atómica como la «seducción tecnológica», y para Rudolf Hess los campos de concentración fueron una «proeza técnica» que permitió el funcionamiento ininterrumpido de los crematorios y las cámaras de gas. «Querer es poder». La técnica y el arte reflejan la idea de que el límite tan sólo proviene de la capacidad del artífice o del artista. De hecho, las expresiones alemanas 'kunst' y 'techne' están estrechamente relacionadas con el verbo 'können' ('poder'). Según esta concepción, son los propios límites del poder y de la capacidad los que determinan el límite del querer. En consecuencia, la voluntad no debería de tener otra limitación que la imposibilidad, y, por tanto, si la técnica permite algo (que en el pasado resultaba imposible), nada ni nadie debería de impedírmelo si ese fuera mi deseo. «Mi deseo es ley», según reza el título de la versión española del último libro de Grégor Puppinck. Mi deseo no sólo impide al Estado cualquier injerencia que pudiera frustrar la realización de mi deseo, sino que además le exige una prestación activa encaminada a la satisfacción de ese deseo.
Esta mentalidad o concepción de la vida lleva consigo el desprecio de la realidad y, más en concreto, de la condición humana y su dignidad. Y me gustaría referirme aquí a tres presupuestos culturales que permiten explicar ese olvido o desprecio de la realidad, todos ellos relacionados con el individualismo o con una concepción individualista del liberalismo.
El primero es la hipertrofia de la propia subjetividad, que distorsiona la percepción de la realidad, la cual deviene incognoscible si no es mediante el tamiz de los propios intereses, ambiciones o deseos. Esta exacerbada subjetividad desemboca en una concepción narcisista de la propia vida, y a ver al otro como a un contrario, un rival o un competidor, porque podría llegar a obstaculizar o impedir mi realización. Como el yo y el tú ya no tienen nada en común, se requiere de la 'tolerancia' como exigencia indispensable para la coexistencia. Si se vislumbrara una base o dignidad comunes, el otro ya no se vería como amenaza o enemigo, y esto permitiría reemplazar la tolerancia por la cooperación, pero para ello habría que reconocer la existencia de una realidad que trasciende mi yo y me interpela, dando sentido, orientando y poniendo coto a mis deseos, ambiciones y caprichos. Como la ambición humana es insaciable, pero se reconoce que algunos límites son necesarios, se opta por aquéllos que, pudiendo cambiar por completo de acuerdo con las circunstancias del momento, no gozan de otro asidero que el de un supuesto consenso, plasmado en una ley que es, supuestamente, expresión de la voluntad general. El consenso y la ley se erigen en límites más formales que materiales, más procedimentales que sustantivos, porque, en realidad, todo puede cambiar, nada es permanente; y si la realidad no contiene nada permanente, es preferible pasar de la realidad, ignorarla, manipularla, despreciarla o rechazarla. Esa actitud displicente con la realidad permite, en principio, vivir sin límites, salvo los que uno quiera imponerse en cada momento, en cuyo caso se trataría de «límites auto-referenciales».
El segundo presupuesto es la exaltación del yo, consecuencia de la hipertrofia del subjetivismo, y conectada con el constructivismo. Según esta corriente filosófica, el hombre se hace a sí mismo, tanto en la vertiente física como en la espiritual o personal (incluyendo la afectiva, profesional, social, etc.). De ahí los millares de páginas web que un buscador cualquiera detecta cuando se hace una búsqueda con la expresión «Reinvent yourself», así como la tendencia a exigir o reivindicar como derecho la satisfacción de los propios deseos: a tener –o dejar de tener– un hijo, a cambiar de sexo, a someterse a cirugías estéticas o manipulaciones corporales del tipo que sean como una exigencia del libre desarrollo de la personalidad, a dejar de vivir, etc.
El tercero es el utilitarismo y la búsqueda de una felicidad basada en el placer y el interés individual. Al negarse la existencia de parámetros comunes a todos los seres humanos para alcanzar una vida feliz, ésta debe buscarse de un modo individual, evitando que los demás nos lo impidan o interfieran en nuestras elecciones. Esa felicidad 'auto-referencial' tiene consecuencias en el lenguaje: las palabras dejan de referirse a ideas o conceptos que se encuentran en la realidad. La conexión entre palabra-idea-realidad se desvanece; las palabras se emplean para referirse a conceptos que carecen de conexión con la realidad, o que contradicen la misma realidad. Se ha dicho que la degradación del lenguaje es lo más pernicioso de la modernidad. Decía Nietzsche que mientras se mantenga la gramática habrá Dios, pues las palabras remiten siempre a la realidad. En efecto, hay expresiones que no casan con la realidad: «Interrupción del embarazo» (aborto / pre-embrión); «Eutanasia» (como «buena muerte»); «Píldora del día después», «género» (en vez de sexo, para reducir éste a un fenómeno meramente cultural), «matrimonio igualitario» (para referirse a una relación afectiva a la unión entre dos personas del mismo sexo). Y es lógico que no casen con la realidad, pues esa realidad ha sido reemplazada por una libertad entendida como autonomía de la voluntad que, centrada en sí misma, ha encumbrado los deseos, elevándolos a la categoría de derechos, poniendo el derecho al servicio de esta nueva forma de entender la dignidad humana, cuyos pilares son: una libertad entendida como autonomía casi ilimitada (rompiendo con cualquier vínculo), y la búsqueda del placer o satisfacción de los propios deseos.
La búsqueda del placer o satisfacción de los propios deseos explica por qué muchos de los «derechos-deseo» surgidos en la sociedad posmoderna giran alrededor de la libertad sexual: si la realización personal pasa por la satisfacción de los propios deseos, ¡qué menos que reivindicar un derecho a satisfacer las pulsiones de los propios deseos sexuales! Se comprende que una dignidad humana basada en una casi ilimitada autonomía de la voluntad y en la gratificación de los propios deseos, pretenda garantizar la satisfacción de esos deseos, elevándolos a la categoría de derechos, impidiendo así que los demás puedan interferir en ese ámbito privativo de la propia intimidad ('privacy'), también cuando sus consecuencias afectan a los derechos de otros seres humanos, generalmente de los más vulnerables y sin capacidad de hacerse oír.