El celibato es una suerte de enamoramiento a lo divino. La persona célibe dirige todo su eros, es decir, su deseo de amor posesivo, hacia Dios, y desde Dios, a los demás
Rafael Domingo Oslé en omnesmag.com
El celibato cristiano, sea de los laicos, sacerdotes o religiosos, es un don divino por el cual el corazón humano se incrusta en el Corazón de Cristo. Al ritmo del palpitar de su Amado, el corazón célibe se va ensanchando progresivamente hasta lograr incorporar dentro de él a toda la humanidad sin distinción de razas, culturas, edades o lenguas, anunciando así al mundo el amor radiante del reino de Dios.
El celibato espiritual no es propiamente un acto de elección humana, sino la libérrima aceptación de una invitación divina. La persona humana no elige entre casarse y ser célibe, como sí elige, en cambio, entre casarse y permanecer soltero.
Lo que realmente hace el célibe es aceptar, con un sí incondicional, fruto de un discernimiento amoroso y libre, una propuesta divina de amor esponsal eterno.
El celibato se acepta al modo como el Hijo de Dios aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre, o la Virgen María, el designio divino de ser la Madre del Redentor. El sí fue imprescindible para el desarrollo de un plan amorosamente diseñado por el Padre desde toda la eternidad.
El celibato contribuye a la santificación del mundo y de todo lo creado de una forma diferente a como lo hace el matrimonio. Son dos modos esponsales complementarios: uno sacramental, el otro donacional.
El matrimonio forma una familia; el celibato cuida de la humanidad como familia. El matrimonio diviniza el amor humano. El celibato humaniza el amor divino. El matrimonio engendra hijos carnales; el celibato, hijos espirituales. El matrimonio propaga y educa la especie humana, el celibato la ofrenda.
La persona célibe debe valorar en mucho el matrimonio, pero también debe aprender a trascenderlo. Por eso, el celibato encumbra el matrimonio. Sin institución matrimonial, no hay celibato, sino pura soltería; y sin celibato, el matrimonio fácilmente se degrada y banaliza.
La persona célibe ama a todos los seres humanos comenzando por las personas a quienes más debe: sus padres, familiares y amigos. Pero en el corazón célibe no cabe un amor en exclusiva distinto de Dios mismo.
En este sentido, el celibato es una suerte de enamoramiento a lo divino. La persona célibe dirige todo su eros, es decir, su deseo de amor posesivo, hacia Dios, y desde Dios, a los demás, esta vez ya en forma de agape. La persona casada ama a Dios en su cónyuge; la célibe, en cambio, a todos en Dios.
El celibato como don
Es cierto que el celibato no es solo un don sino también una tarea que exige una continencia total. Pero este gozoso deber no implica la represión del impulso sexual sino más bien su liberación mediante la educación de los afectos y la redención del propio ego con la gracia que brota del don recibido.
Un celibato no discernido convenientemente o no alimentado con el amor de Dios día a día, como una hoguera encendida, corre el riesgo de convertirse en una caricatura de celibato, con nefastas consecuencias para la comunidad eclesial y humana. A los hechos me remito.
Celibato y matrimonio
La persona que ha recibido el precioso don del celibato admira y ama la institución del matrimonio, por más que advierta en lo más profundo de su alma que ella es solo y en exclusiva para Dios.
La persona casada sacramentalmente, por su parte, admira y ama el don del celibato en el mundo, también para sus hijos, como una señal y un anticipo del reino de los Cielos. Eso sí, que cada caminante siga su camino, como dijo el poeta, pues tanto monta, monta tanto.
La persona célibe debe tener en mucho la capacidad de esfuerzo y sacrificio de la persona casada por su cónyuge e hijos; la persona casada, por su parte, debe admirar la capacidad contemplativa de la célibe, su desprendimiento total, incluso viviendo en medio del mundo, y su deseo de entregarse a cada ser humano, a cada hijo de Dios, sin distinción de raza, color o religión.
Matrimonio y celibato constituyen, así, dos modos de vivir santamente la misma y única vocación cristiana: el primero enfatiza la unión de Cristo con su Iglesia, el segundo, la presencia cierta y actual del reino de Cristo entre nosotros.
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