En la liturgia católica, el aceite de oliva simboliza la Gracia divina, representando así la paz, la gloria, la purificación y la abundancia
Hace unos días escuché, de pasada, la conversación de unos jóvenes. Hablaban de la necesidad de desconectar. Tema normal, en un viernes por la tarde, pero el caso es que era lunes a mediodía. Se nos ha colado una sensación de cansancio, de hastío, que no tiene que ver con el peso del día, es endémica, universal. Una característica del nuevo milenio.
Byung Chul Han, en su libro La sociedad del cansancio, sostiene la idea de que vamos muy acelerados y somos nosotros mismos quienes nos explotamos, creyendo que nos estamos realizando. Afirma: “vivimos siempre con la angustia de no hacer todo lo que podríamos hacer y encima nos culpamos a nosotros mismos de nuestra supuesta incapacidad”. A esto habría que añadir la sensación de que todos nos fastidian: el marido, la mujer, los hijos, los familiares, los amigos, el jefe, el compañero no tienen otra cosa que hacer más que molestarnos. Invaden nuestra zona de confort.
Hay también una cultura del victimismo. Se difunden, a tiempo real, todo tipo de tragedias y catástrofes. “Las historias que generan tristeza, ira o miedo son las más compartidas. Y se cuelan en nuestras vidas, así que empezamos a recrearlas, a replicar esos escenarios e imitar ese lenguaje en nuestras publicaciones en redes sociales, aunque no estemos viviendo esa experiencia a un nivel personal”, comenta Scott Lyons.
Funcionamos como una máquina desengrasada, llenos de roces y de ruidos. Falta el aceite que lo suavice todo, que nos ayude a deslizarnos por la vida suavemente, agradablemente. Se nos podría aplicar lo que leemos en el Evangelio: “Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas”.
El aceite, cada día más valorado, tiene muchas funciones: alimenta, cura, abrillanta, suaviza, lubrifica, alienta los candiles dando luz. Podríamos decir que somos una sociedad desengrasada. Nos hemos olvidado del aceite, como las doncellas necias; como le pasó a un amigo que, por ignorancia, gripó su moto, no estaba al tanto del aceite.
La necesidad de desconectar, de descansar y airearse es normal, buena, incluso necesaria. Si hasta las máquinas lo necesitan para no sobrecargarse. Pero también podemos caer en un malsano victimismo, engrosar el cupo de los ofendiditos, pensando que siempre somos desairados; dependiendo mucho de terceros; preocupados de mantener un elevado estatus. En definitiva, ser picajosos, infantiles, culpabilizando a los demás.
Las que han olvidado llenar sus alcuzas con óleo de repuesto acuden a las prudentes para que les solucionen el problema. Ahora recurrimos a “mamá Estado” para que nos proteja y arregle nuestros problemas particulares. Muchos derechos y pocos deberes. La cultura de la sobreprotección también contribuye a crear ciudadanos indefensos: débiles ante las dificultades de la vida, sin recursos para enfrentarse a los obstáculos.
Para evitar esta sensación de agobio, de estrés continuo, nos vendría bien un poco de aceite. En la liturgia católica, el aceite de oliva simboliza la Gracia divina, representando así la paz, la gloria, la purificación y la abundancia. También representa la luz, ya que alimenta las lámparas de la iglesia, indicando la presencia de Cristo. La unción con el óleo a los catecúmenos, previa al bautizo, recuerda la untura de los luchadores al salir a la palestra, esta les hace más escurridizos frente al adversario, y desinfecta y suaviza las heridas.
Nos puede ayudar a soportar mejor los embates de la vida, tener un norte, vivirla con sentido. Ser conscientes de que las cruces -dificultades, contrariedades, cansancio- se pueden unir a la de Cristo, adquiriendo sentido: el amor, la esperanza, la alegría de la entrega a los demás.
Me comentaba un amigo, muy buena persona, que estaba feliz; que, cuando se vencía por amor a Dios y a los suyos, cuando se decidía a entregarse negándose él, le venía una gran paz y alegría, y, además, no le costaba ese vencimiento. Es la ayuda de la Gracia divina, la fuerza del amor. Frente a este ejemplo nos podemos encontrar gente malhumorada, quisquillosa, avinagrada; enferma de victimismo, ofendidita. Es cuestión de enfoque, de dar sentido a las cosas, de fortaleza. No podemos olvidar que las cosas cuestan, que no vivimos en Jauja.
¡Qué alentador es encontrar una persona inmune a la queja, contenta, agradecida! Procurémonos el aceite, llenemos nuestra vida de luz y de sentido: somos hijos de Dios.
Vivamos en gracia. Miremos a Cristo subido a la Cruz, ofreciéndose por nosotros. Pensemos en los demás. Consolemos al que lo esté pasando mal, ofrezcámosle nuestra mano y apoyo. Esto nos ayudará a olvidarnos de nosotros, no necesitaremos desconectar con tanta frecuencia. Digamos con san Francisco: “¡Oh, Divino Maestro!, que no busque ser consolado, sino consolar; que no busque ser querido, sino amar; que no busque ser comprendido, sino comprender”.