«Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rm 1, 20)
El acceso al conocimiento de Dios mediante la luz natural de la razón, es decir, sin la ayuda de la revelación, es un tema clásico de la teología cristiana. En la medida en que la ciencia puede considerarse una prolongación del conocimiento ordinario, cabe preguntarse sobre lo que su contenido nos puede aportar o sugerir acerca de la idea de Dios. En las últimas décadas han tenido lugar avances científicos que parecen apuntar fuertemente a la existencia de una inteligencia creadora que muchos pueden identificar con Dios. Estos descubrimientos ponen contra las cuerdas a las cosmovisiones materialistas y muy especialmente a aquellas que pretenden basarse en el conocimiento científico. En este contexto, algunas matizaciones son pertinentes.
La ciencia es una forma de conocimiento que se define por su método. Por lo tanto, no puede hacer afirmaciones sobre posibles realidades que están fuera del alcance del método científico. Entre esos conceptos ocupa un lugar central la idea de Dios, cuya existencia no puede demostrarse ni refutarse desde la ciencia. Cualquier afirmación que haga un científico sobre la existencia o inexistencia de Dios debe entenderse como su interpretación filosófica, no como parte del conocimiento científico.
Además, el saber de la ciencia tiene siempre un carácter provisional, aunque esto es compatible con la certeza prácticamente total que tenemos de algunas teorías. Pero, en general, esta provisionalidad es un motivo adicional para ser cautelosos cuando la idea de Dios se presenta como evidente a partir de la ciencia.
A veces se invoca la gran explosión (Big Bang) inicial, concepto central en el modelo cosmológico estándar, como la prueba de que existe un Dios creador. Se tiende a olvidar que el padre de la teoría del Big Bang, el sacerdote católico Georges Lemaître, fue el primero en afirmar que el descubrimiento de un tiempo inicial no debía considerarse la prueba científica de la creación, porque las esferas científica y religiosa no deben mezclarse. Sin duda, la teoría del Big Bang encaja muy bien con el relato bíblico, lo cual es muy sugerente. Pero si la cosmología llegara a rescatar de forma convincente (y no como mera especulación) la idea de un universo estacionario sin comienzo en el tiempo, algo poco probable pero posible en principio, la fe cristiana no se vería afectada, porque el acto de creación debe entenderse, sobre todo, en un sentido ontológico, sin que sea necesaria una referencia explícita a un instante inicial.
La teología católica siempre ha enseñado que el hombre puede conocer a Dios por la razón natural, y así lo atestigua la experiencia de muchas personas y culturas que, a lo largo de la historia, han llegado a la idea de Dios sin la ayuda de la revelación cristiana. Pero la Iglesia también recuerda que «en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón» (Catecismo de la Iglesia Católica, 37).
Dado que la ciencia establecida es esencialmente una extensión del conocimiento ordinario, resulta legítimo apoyarse en ella para vislumbrar la idea de Dios, pero siempre manteniendo la cautela necesaria. Es indudable que los avances de la ciencia en los últimos 100 años proporcionan fuertes indicios de la existencia de un Creador sabio e inteligente. Además de la ya mencionada gran explosión inicial, podemos destacar la prodigiosa complejidad molecular de la vida, la enigmática indeterminación cuántica y el ajuste fino de muchas constantes de la naturaleza que, si hubieran adoptado valores ligeramente distintos, no habrían permitido la aparición de seres inteligentes en el universo.
Si con los limitados conocimientos de su época san Pablo ya afirmaba que «lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rm 1, 20), tenemos derecho a pensar que, ante el espectacular panorama de la ciencia y la tecnología modernas, su aserción habría sido hoy aún más contundente si cabe. Así lo corroboran numerosos testimonios de científicos que afirman haber llegado a la creencia en Dios interpelados por las maravillas que nos descubre la ciencia actual. En ese sentido, podemos afirmar que, gracias a la ciencia, la vía natural de acceso a Dios es hoy más transitable que en el pasado. Pero sigue siendo un camino que no se recorre de forma imperiosa, como una necesidad lógica ineludible.
En último término, podemos relacionar esta leve penumbra del conocimiento con la libertad que Dios ha permitido y querido para el ser humano. Dios podría haber creado el mundo de modo que nuestro acceso a Él hubiese sido el resultado necesario de una evidencia total. Pero ha querido que ese acercamiento sea, no solo un ejercicio de la razón, sino también un acto realizado en libertad.