El 1 de noviembre había proyectado ir al cementerio para rezar por los difuntos. Un imprevisto me impidió disponer del coche que uso, y muy contrariado tuve que tomar un taxi. Sin embargo, salí ganando con creces porque la Providencia me sorprendió con uno de sus guiños divertidos, regalándome un inesperado amigo: Sergio, el taxista. Mantuvimos animada conversación, seguida más tarde de una correspondencia on line, origen de este artículo que bien puede decirse escrito al alimón. Espero que sirva al lector, participando en la conversación iniciada camino del camposanto.
Para comenzar el diálogo le regalé una copia impresa del artículo que publicaba ese mismo día, titulado “La Vida más allá de la vida”. Ahí daba una visión cristiana de la existencia, diciendo que la muerte misma vendría a ser como un parpadeo entre dos luces: una temporal, la de esta vida, y otra eterna la de la Vida con mayúscula. Y que en esos momentos se rememoraba con fuerza la existencia que uno hubiera llevado, y su importancia para la otra Vida.
Quedó en leer el artículo, y no habían pasado 24 horas cuando me envió este whatsapp: “Muchas gracias por el escrito ‘La Vida más allá de la vida’. Comparto y me identifico con lo que transmites ahí. Me alegro mucho de haberte conocido y haber coincidido. Al fin y al cabo somos todos uno y formamos parte del Todo que nos creó; somos consciencia eterna. Muchísimas gracias por todo. Que tengas muy buen día”.
Me quedé momentáneamente perplejo ante semejantes comentarios, de sabor metafísico-teológico con ribetes de panteísmo, por decirlo de alguna manera. Así, la conversación iniciada en el taxi continuaría on line, animándome a preparar este escrito que, en el fondo, tocará el famoso tema del “de dónde venimos” y “a dónde vamos”. Tomaré pie de los comentarios de Sergio, aclarando lo que no comparto. Por ejemplo, decir que “formamos parte del Todo que nos creó”, y que “somos consciencia eterna” suena a panteísmo, aunque en su email posterior escribiera que “el ‘Todo’ es mi manera de llamar a Dios”.
Por su Ser simplicísimo, Dios carece de partes, su acción creadora trasciende todo lo creado, y nada puede formar parte de Él. Otra cosa muy distinta es reconocer que vivimos siempre en su presencia y en ningún instante le somos ajenos, pero esto no implica formar parte de su Ser. Por ejemplificarlo con una analogía, se asemejaría al hijo que se sabe querido y unido a sus padres, como formando parte de sus vidas, sin que por ello forme parte del ser personal de sus progenitores.
San Pablo expresa divinamente -inspirado por el Espíritu- la radical proximidad ontológica de toda persona con Dios, en cuanto criatura suya que es. Lo proclamó en el areópago al dirigirse a un público ignorante del Dios verdadero, a pesar de haberle levantado un altar con la inscripción: “Al Dios desconocido”. Allí, después de afirmar que ese Dios fue el creador de todo, enseña que ninguno de nosotros es ajeno a su permanente acción en el mundo, porque en todo momento nuestro ser y nuestra vida dependen de Él, pues “no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28). Afirma así, sin ambages, que en Dios -y sin formar en modo alguno parte de Él-, cada uno de nosotros le debe enteramente su ser, y sin Él nos desvanecemos en la nada del no-ser.
Otra verdad que refleja nuestra permanente presencia en la sabiduría y amor eternos de la Trinidad, la enseña también san Pablo cuando escribe: “Dios Padre (…) nos ha bendecido en Cristo (…), ya que en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor” (Ef 1, 3-4). Lo decisivo aquí es subrayar esa elección realizada “antes de la creación”, es decir, en la eternidad misma de su sabiduría infinita. Lo dice también el profeta: “Te he amado con un amor eterno” (Jer 31, 3). Por tanto, si no queremos restar un ápice a la sabiduría de Dios, admitiremos que cada persona ha estado siempre presente en su mente, lo que no significa que nosotros seamos “consciencia eterna”, que escribía mi amigo.
Estas reflexiones piden completarse añadiendo que además de esa particular presencia eterna en la sabiduría divina, está la vida temporal y real que cada uno ha recibido, y se desarrolla ya en el escenario de este mundo. Una existencia temporal breve, de camino hacia la Vida eterna; por eso, no es hiperbólico decir que, a los ojos de Dios, los años de aquí abajo son poco más que un suspiro entre dos eternidades. ¿Pensamos alguna vez lo que esto supone y sacamos consecuencias de cara a la otra Vida? Ojalá este interrogante -empezando por quien lo escribe-, removiera a todos para tomarnos la vida más en serio, es decir, correspondiendo con obras a ese amor eterno que Dios nos tiene, como enseña Jeremías.
Dije al comienzo que este artículo saldría al alimón con Sergio; él ha encendido la chispa expresando sus puntos de vista, y me ha llevado a que yo expusiera los míos. Incluso me ha parecido oportuno que leyera estas líneas antes de que viesen la luz. Convenimos en que el tema es muy amplio y habrá que seguir conversando. Pues -con el deseo de que haya sido de algún provecho para los lectores-, Dios dirá…