La fe ayuda a la razón a entender el ansia de vida perdurable que tenemos
Hace unos días, ha marchado a la casa del Padre mi amigo Antonio, médico y catedrático de Microbiología de la UCO. Escribía hace un tiempo a sus amigos: “Hace varias semanas me hice un examen con el TAC y se descubrió un tumor en la pared del estómago que invadía el páncreas, y ganglios perigástricos… Esta situación no ha alterado mi estado de ánimo, ni el de mi familia. Tengo 86 años y ya es previsible un final no lejano, sea el que sea. Confío en la misericordia de Dios para que, a partir de mi muerte, yo inicie una Vida eternamente gloriosa. Agradezco a mis padres, que me transmitieron la fe en Cristo. Igualmente, a tantas otras personas e incluso a un libro, que tanta influencia ha tenido en mi vida: Camino, de Josemaría Escrivá”.
Hay personas que se enfrentan a la muerte con gran entereza, convencidas de que no han de morir, de que inician una nueva etapa de su vida, la Vida plena. Saben que el alma no muere, no puede dejar de existir, ya que es espiritual. Somos alma y cuerpo, este, por su condición material, es mutable, corruptible, pasará; es el que dejamos en la sepultura. En cambio, el alma vive para siempre. La fe cristiana nos lo recuerda de un modo muy gráfico: deposita los cuerpos en el cementerio, del latín coemeterium que se deriva del griego antiguo y significa “lugar para dormir”. Allí reposa y espera la resurrección.
Estamos tan acostumbrados a lo pasajero, a lo volátil y transitorio, que hemos olvidado lo consistente, lo duradero y perdurable: la eternidad. El materialismo nos lleva a entender mal el carpe diem –aprovecha el tiempo– y, en vez de sacar rendimiento al ahora, de dar a todas las circunstancias de nuestra vida sabor de eternidad, conscientes de que todas las decisiones y acciones van configurando nuestra vida y futuro, nuestras relaciones, volvemos al viejo y actual “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
Vivimos tan al día, que nos asemejamos a los irracionales, que no tienen más opción que satisfacer sus necesidades básicas de modo instintivo. No nos detenemos en ver las consecuencias de las elecciones, en ver si realmente son para nuestro bien; nos conformamos en saciar los instintos. Hay un gran culto al cuerpo, pero al ponerlo en primer plano, al olvidar que no es lo único de nuestro ser, lo degradamos; puede haber mucha belleza corporal, pero sin alma, vacía.
Comentaban de un conocido que, al fracasar su matrimonio por la focalización laboral, decidió que lo primero era la empresa, ganar y ganar; había hecho la opción de vivir para el trabajo y el cuidado de su cuerpo: gimnasio y sexo, salud y placer. Esto pasará rápidamente dejando un gran vacío. Cuando llegue la enfermedad, la vejez; cuando aflore en fracaso, ¿a qué se agarrará?
Debemos vivir la vida, el día a día, dándole eternidad, sabiendo que en la tierra preparamos la eternidad. Como no morimos del todo, solo nos separamos del cuerpo, nos desprendemos de él temporalmente, vamos a resucitar, cuando el alma se vea libre de los impedimentos corporales, será capaz de encontrarse con la verdad plena. Este encuentro con la Verdad es el juicio; no hará falta que nadie nos diga qué hemos hecho bien o mal, lo veremos claramente. En ese momento sabremos si estamos capacitados para el encuentro con el Amor; si, a pesar de nuestras debilidades y pecados, hemos apostado por el amor, si hemos luchado para lograr el bien de los nuestros, el propio.
Así lo explica el Catecismo de la Iglesia católica: “La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo”. “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de la purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre”. En este sentido, San Juan de la Cruz habla del juicio particular de cada persona señalando que “al atardecer de la vida, te examinarán en el amor”.
La fe ayuda a la razón a entender el ansia de vida perdurable que tenemos, nos dice que estamos hechos para la vida, que la muerte es un accidente temporal. Que nuestros deseos de vivir para siempre, de felicidad completa, serán realidad. Que volveremos a encontrarnos con nuestros seres queridos, no nos decimos adiós, sino hasta luego.
La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a la renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios. Esta esperanza nos lleva a vivir de un modo distinto, a comprometernos con la verdad y el amor, a vivir con sentido, a saber, que podemos ser muy felices en la tierra.