Una vez descansados, podemos enfocar la vida con mayor acierto, con serenidad
Este verano he podido disfrutar de una de mis mejores aficiones: la lectura. Es curioso que escritores de diversos estilos y procedencias han coincidido en el estilo de vida del protagonista: joven, vividor, mujeriego, acaudalado, despreocupado. Parece que el ideal es vivir de rentas, ser un dandi, pasar las noches de diversión en diversión y levantarse para el almuerzo. Lo de trabajar es para otros y no deja de ser una desgracia. Si nos remontamos a los clásicos griegos y romanos, vemos lo mismo. Y así con el resto de civilizaciones.
Dicen que hemos cambiado mucho, pero en realidad, nuestros jóvenes tienen parecidas aspiraciones: disfrutar de la noche, dormir la resaca y al día siguiente a recuperarse. Que trabajen los pringados –los padres, los migrantes–, y nosotros a sacar una oposición para vivir tranquilamente.
Poco compromiso, ninguna atadura. Disfrutar de la vida, que después vete a saber si hay algo. Ahora nos toca descansar del estrés vacacional. Demasiada playa, viaje, diversión; esto cansa mucho. Gracias a Dios llega septiembre, un curso nuevo. Oportunidad de comenzar de nuevo. Volver a la vida ordinaria, al trabajo que, si es un poco ordenado, incluso descansa.
Los niños vuelven al cole, los políticos al Parlamento, los futbolistas a la cancha. Nosotros al tajo. Es verdad que un parón, un descanso, airearse viene muy bien para retomar las riendas de la vida con más brío, septiembre nos puede servir para recomenzar. Una vez descansados, podemos enfocar la vida con mayor acierto, con serenidad.
Nuestra civilización, que sigue teniendo un gran poso cristiano, valora el esfuerzo, el sacrificio para sacar adelante la familia, la sociedad; para vencernos y lograr lo mejor de nosotros mismos. No en vano, nuestro signo es la cruz, que es la mayor muestra de amor entregado, de amor fiel. Pertenece a la cultura cristiana el amor al trabajo, su sentido transformador de la sociedad, su valor como servicio y como maduración personal.
Hace unos días, Mons. Ocáriz decía en Australia, hablando de la crucifixión de Jesús: “Fue un momento en el que Cristo mostró uno de los mayores actos de amor de la historia, precisamente porque fue uno de los mayores actos de libertad. Su decisión libre de permanecer en la cruz y morir de esta manera mostró su amor y su deseo de redimir a la humanidad”.
En el Evangelio vemos a Pedro, el mismo que poco antes había confesado la divinidad de Cristo, renegando de la cruz: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso”. Pero Jesús le contesta: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres”. Todavía le falta madurez en su fe; le pasa lo que a nosotros: no entendemos de entrega, de esfuerzo, de trabajos. Preferimos la plácida playa, lo fácil, lo cómodo.
Son los niños quienes necesitan jugar muchas horas, dormir mucho, cuidados para desarrollarse bien. Van creciendo y, si se les forma bien, van adquiriendo responsabilidad, desarrollan sus talentos, maduran. Ahora, el ideal, es el del perenne adolescente. ¡Hasta los abuelos no llegan a madurar! Damos rienda suelta al capricho, a las ensoñaciones, dejamos que el cuerpo haga lo que quiera y seguimos siendo unos niños caprichosos.
En 1857 se descubrió un grafito del siglo I, una pintada, en el Palatino. Un crucificado con cabeza de asno y, a sus pies, un joven rezándole. La inscripción dice: Alexámenos adorando a su dios. Era una burla a los cristianos, el escándalo ante la cruz. Ya Pablo de Tarso escribió: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles”. A continuación, se recoge otro grafiti que reza: Alexámenos es fiel. Para ser fieles a nuestra fe, a nuestros compromisos, a nosotros mismos hay que contar con la renuncia, con el esfuerzo, con la entrega: esto es la cruz.
No estamos siempre de vacaciones. También hace falta el esfuerzo, el trabajo, la renuncia. Podemos optar por ser unos eternos adolescentes. Podemos pensar solamente en nosotros, en darnos todos los caprichos y placeres, por una vida cómoda, pero esto no nos dará la felicidad. El que va a lo suyo se queda solo. El egoísta se aísla. El frío y soberbio congela todas las relaciones.
Sigue hablando el Señor: “Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí la encontrará”. Decía san Josemaría: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales”.
Volvamos a lo ordinario, al trabajo, al estudio, a darnos a los nuestros. No pensemos en lo que nos va a costar, sino en lo que vamos a ganar. Del árbol bien cultivado se cosechan muy buenos frutos. También del árbol de la Cruz.