Amor est oculus; el amor es el ojo, ya que es lo que fija la atención
¿Quién no ha escuchado alguna vez las vibrantes palabras del himno a la caridad de san Pablo? Es, tal vez, el canto al amor más conocido de la cultura occidental. No solo subraya con enérgicos trazos su absoluta necesidad, sino que además despliega con la misma fuerza sus notas características: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad no acaba nunca…” (1Co 13, 4-8). Leyendo estas líneas, ¿quién no se enciende en deseos de vivir un amor como el que describe? Muchas parejas escogen esta lectura para la ceremonia de su matrimonio. Y algunos sacerdotes suelen sugerirles, en la homilía de su boda, que impriman ese texto, lo enmarquen y lo cuelguen en algún lugar visible de su nueva casa. Será un continuo recordatorio de la clave del éxito… y de lo que de verdad deseaban al casarse. Quizá por eso mismo el papa Francisco hizo un comentario muy hermoso a este himno en el cap. 4 del documento que escribió sobre el matrimonio y la familia.
Así pues, hay un consenso universal —occidental, al menos— sobre el valor inmenso del amor y sobre las características del amor verdadero. Entonces, si lo tenemos tan claro, ¿por qué contemplamos tantas formas de desamor, de violencia, de egoísmo? ¿Por qué cuesta tanto algo que resulta tan atractivo? En este caso, como en todas las grandes cuestiones de la vida humana, una cosa es entender teóricamente, y otra –muy distinta– comprender vitalmente y poner por obra. Pero que sean cosas distintas no quiere decir que estén desconectadas. Comprender la grandeza del amor, dejarse atraer por su belleza, puede ser un primer paso para comenzar a vivirlo. Lo que voy a hacer en estas líneas es señalar tres condiciones que son necesarias continuar ese paso.
La primera se resume en una sencilla palabra: esternocleidomastoideo. A la gente del mundo biomédico le sonará familiar; al resto también, porque es uno de esos términos que se quedan grabados en el colegio. El esternocleidomastoideo es el músculo que nos permite girar el cuello (en realidad lo hacen también otros cercanos, pero ninguno de ellos tiene un nombre tan sonoro como este). Para amar hay que saber mover el esternocleidomastoideo, porque es preciso mirar a nuestro lado. Una persona que no ve las necesidades de los demás, ¿cómo les va a amar? En el Evangelio tenemos algunos ejemplos encantadores, como la rapidez con que la madre de Jesús se da cuenta de que los novios de Caná iban a tener problemas serios. Antes de que nadie más haya percibido la carencia, le dice a su hijo: “No tienen vino”. Como contraste, a diario nos cruzamos con personas que son incapaces de descubrir los problemas de los demás; van a lo suyo: sus proyectos, sus problemas, sus dolores, sus ilusiones… Miran solo hacia delante (y hacia sí mismos), como esos caballos que avanzan por el tráfico de una gran ciudad gracias a las anteojeras que les impiden ver los coches que pasan a su lado. Hay muchas personas que van —¿que vamos?— por la vida con anteojeras… al menos a ratos. Y así no se puede querer.
La segunda condición tiene que ver con la primera, pues para amar no basta ver lo que sucede a mi alrededor, sino que además tiene que importarme; de hecho, lo que suele suceder es que no lo veo porque no me importa. Los medievales indicaban esto mismo con una expresión muy hermosa: amor est oculus; el amor es el ojo, ya que es lo que fija la atención, lo que agudiza la visión para darme cuenta de cómo están los demás. A esta segunda condición la podemos denominar: una inteligencia centrífuga. Si la inteligencia nos permite interpretar la realidad y tomar decisiones, según lo que consideramos mejor, esta puede ser centrípeta o centrífuga. Centrípeta, cuando el polo de atención está en mí mismo, y considero que vale la pena hacer tal o cual cosa porque me cuadra, porque me apetece… o, más habitualmente, porque me renta. La inteligencia centrífuga, en cambio, interpreta que una actuación es mejor —y por tanto vale la pena decidirse por ella— según pueda hacer un mayor bien a los demás. Recuerdo a un sacerdote de cierta edad, que se encontraba en la fase final de una larga enfermedad. Aún tenía fuerza para atender gente, y un día, predicando precisamente a un grupo de jóvenes, les dijo con mucha fuerza: “Cuando podáis elegir, elegid aquello que os permita amar más”. Eso es lo propio de una inteligencia centrífuga.
En esta segunda condición hay que ir con cuidado, porque a veces confundimos “amar más” con “amargarte más”, de modo que asumimos esa máxima de conducta cuando nos vemos con especiales fuerzas. Después, la dejamos aparcada. Pero amar no es siempre renunciar. Unas veces sí, ciertamente, pero otras consiste en disfrutar con las personas a las que quiero, en crecer con ellas. Y cuando he experimentado todo eso, entonces no me importa renunciar a lo que haga falta. Se da la paradoja de que, entonces, llego incluso a disfrutar “amargándome” por los demás, porque veo que tiene todo el sentido. Mi corazón ha aprendido a saborear el gusto de amar, de hacer crecer, de hacer feliz a otros. Cualquiera que haya tenido una experiencia de amistad sabe a lo que me refiero. Quienes han tenido un hijo también lo entienden.
Llegamos, finalmente, a la tercera y última condición: el gran descubrimiento. Cuando Jesús terminó de lavar los pies de sus discípulos en la última cena, les dijo: “—¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”. La verdad es que no habían entendido nada… así que no esperó respuesta: “ Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 12-15). El mismo apóstol que recogió estas palabras del Maestro, escribió años más tarde: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo (…). Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero” (1Jn 4, 10.19). En realidad, para el ser humano, amar es siempre responder al amor recibido. Cualquier persona, cuando ama, no hace más que responder a un amor previo. De hecho, pasamos 9 meses y unos cuantos años en los que prácticamente lo único que podemos hacer es dejarnos amar. Y no por eso nuestra vida vale menos; dejarse amar introduce un gran bien en el mundo: el del amor que nos dan. Después, con nuestros actos, podemos también responder a ese amor con nuevo amor. Pero lo primero es siempre recibir —y descubrir el amor que hemos recibido.
Si eso vale para cualquier amor, es verdad especialmente en el plano del amor que Dios quiere compartir con nosotros. En el documento que dirigió a la juventud, el papa Francisco quiso dedicar el capítulo 4, que es el central, al “gran anuncio para todos los jóvenes”. Es un texto para meditar con calma, poco a poco, pidiéndole a la Luz que es el Espíritu Santo que nos abra los ojos del corazón para que descubramos vitalmente lo que significa ese anuncio. El papa lo resume en tres grandes afirmaciones: Dios te ama, Cristo te salva, y, en tercer lugar, ¡Él vive… y te quiere vivo! Como hemos dicho antes, una cosa es entender estas afirmaciones con la cabeza, y otra descubrir su sentido en profundidad, de modo que afecte a nuestra vida entera.
Como suelo escribir aquí solamente una vez al mes, podemos quedar en leer despacio ese texto —el cap. 4 de Christus vivit— durante las próximas semanas, y el mes que viene comentamos algún detalle. A fin de cuentas, la Cuaresma, como experiencia de desierto, es el mejor momento para lanzarse a este tipo de descubrimientos.