«Rodeados como estamos de publicidades, vídeos, textos, canales que reclaman nuestra atención, la propuesta no nos puede resultar más revolucionaria»
Brilló en tantos campos Blaise Pascal (matemáticas, física, filosofía, teología, literatura francesa), que aspirar a compendiar sus enseñanzas en tan solo un articulito parecerá intento vano. Mas él mismo ya ironizó en su día sobre nuestras vanidades:
«La vanidad está tan anclada en el corazón humano», escribió en sus Pensamientos, «que un soldado, un escudero, un cocinero o un mozo de cuerda se jactan y pueden tener sus admiradores; y hasta los filósofos lo desean; y los que escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien; y los que los leen, la de haberlos leído con acierto; y yo, que escribo esto, tengo quizás las mismas ganas, y tal vez quienes me lean…». Y quien escriba en THE OBJECTIVE. Y quienes nos leen.
También tuvo palabras Pascal para esa vanidad típica de los veranos que pasamos en este siglo XXI, nuestros viajes y nuestros turisteos, así como esas fotos con que luego aturullamos nuestras redes sociales: «La curiosidad es vanidad tan solo. Las más de las veces, no buscamos conocer algo, sino solo hablar de ello. No emprenderíamos un viaje por el mar si luego no pudiésemos contarlo, no nos satisfaría nada cuanto viésemos, sin la esperanza de luego narrarlo».
En verdad, también resulta vano aprovechar la mera circunstancia de que acaben de cumplirse 400 años de su nacimiento para aprender algo de él. Y, si siguiésemos enumerando vanidades, rondaríamos quizá alguna depresión como aquella que invadió a nuestro autor cuando contaba con 31 años. Solo salió de ella merced a una experiencia mística, que para no olvidar escribió en un pergamino, pergamino que luego fue cosiendo y descosiendo en el dobladillo de cada uno de sus gabanes, como temeroso de alejar de sí lo que vivió aquella noche: «Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría».
Con lo que llevamos dicho, se vislumbrará ya que Pascal fue digno hijo del Barroco, la edad de los claroscuros. Pues fue hombre de contrastes, que pasa de la desesperación a la exultación. Hombre de fe pero también de razón estricta, que a los 12 años ya sabía demostrar teoremas de la geometría euclidiana. Hombre de mundo, que no obstante se retira con frecuencia al monasterio de Port-Royal, convencido de que la vida política nos enloda. (Parece que ya antes del 23-J había a quien le tentaba el desesperar).
Esos contrastes son, sin embargo, lo que acaso nos cree una distancia casi insalvable con él. Uno, rodeado del relativismo floreciente del siglo actual, de este mundo en que casi nada parece sólido, no puede sino plantearse esta pregunta al leer sus obras: pero, ¿no se tomaba este hombre todo demasiado en serio?
Esta duda dice más sobre nosotros que sobre él. Pascal fue estricto en asuntos religiosos: repudiaba los tejemanejes que hacían que la fe sirviera igual para un roto que para un descosido. Así, escribió las Cartas provinciales para fustigar, con sorna, los jesuitismos que por entonces ya proliferaban; las justificacioncitas que, partiendo del Amor de Dios, acaban dando el visto bueno a lo que haga cualquiera, total, nada es para tanto, y no vaya a parecer que Dios no nos ama muchísimo. Dicen que esas Cartas están en el origen de la literatura panfletaria actual y que, incluso, fueron las que fijaron el francés moderno; pero en todo lo demás parece haber triunfado su enemiga, la actitud laxa que, por miedo a que Dios no nos parezca un tío majo, lo mismo minusvalora el aborto en medios episcopales que te dice que da igual lo que votes, pues todo es mucho lío y, caray, no vayamos a perder la cordialidad.
Si nada nos importa demasiado hoy en día, más que pasarlo bien, llevarnos bien con los nuestros y quejarnos de la «polarización» que nos impide confraternizar con todos, otras muchas sentencias de Pascal se nos tornarán también incomprensibles. Verbigracia, aquella en la que diagnosticaba que «toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación». O cuando advertía, en la misma línea, que cuanto más felices somos, menos necesitamos «divertirnos». «Pero ¿no consiste la felicidad justo en que nos regocije la diversión? No; porque esta viene de otra parte y de fuera, y así es dependiente, y está sujeta a mil turbaciones». Por eso, el aburrimiento es quizá el mayor de los bienes del hombre, «porque puede contribuir más que cualquier otra cosa a hacerle buscar la verdadera curación; mientras que él considera la diversión como su mayor bien, es en realidad su mayor mal porque le aleja, más que nada, de buscar un remedio a sus males». Rodeados como estamos de publicidades, vídeos, textos, canales que reclaman nuestra atención, la propuesta de Pascal no nos puede resultar más revolucionaria: «¡Atreveos a aburriros!».
Con todo, terminemos con una nota de optimismo —al fin y al cabo, era «alegría, alegría, alegría» lo que llevaba cosido nuestro filósofo a su gabán—. Sí que existe acaso un rasgo en que este pensador puede resultarnos bien coetáneo. Es un rasgo que también podemos recabar, por cierto, de don Félix Lope de Vega, algunas décadas anterior en el tiempo, y tan diferente a Pascal en casi todo lo demás.
Se trata de la peliaguda cuestión de cómo llegar a hacerse cristiano. Pascal había dado un argumento famoso (la llamada «apuesta de Pascal»), en el cual ahora no podemos detenernos, pero que venía a decir que nos resulta mucho más conveniente creer (pues podemos ganar mucho: la vida eterna) en vez de no creer (lo cual no nos da nada: ya hemos aclarado que quedarse con esta vida es conformarse con un mero jueguecito de inanidad). Ahora bien, tras este argumento tan cerebral, Pascal, como buen barroco, sabe que estamos hechos de contrastes, y que algo que aluda solo a «las razones de nuestra cabeza» no nos convencerá. Es entonces cuando nos aporta un consejo que me parece bien pertinente hoy.
«Lo que realizas, lo que decides, lo que compartes, tus relaciones, no son solo cosas que tú hagas: son cosas que también te hacen, te configuran a ti»
Pues hoy también mucha gente, harta de este mundo en que «cada cual tiene su verdad», es decir, en que nadie tiene verdades sino solo opinioncitas, desea apostar por algo firme y permanente. Por una verdad que lo sea no porque la ve este o aquel (o yo mismo), sino porque es verdad, sin más. Una verdad que lo sería aunque nadie nunca la viese. Y eso es Dios.
O apostar por un bien que es bueno no porque me guste a mí o a ti o al otro. Un bien que sería bueno aunque nadie lo disfrutase nunca, porque no depende de nuestro disfrute, sino que, al contrario, nuestros disfrutes deberían depender de él. Y eso es Dios.
O apostar por una belleza que no dependa de la moda o del estilo en que nos han educado, que no se adapte a mis gustos, sino que exija a mis gustos que se adapten a ella, que aprendan a apreciarla, porque es belleza, sin más. Y eso es Dios.
Mucha gente hoy quiere hacer esas apuestas por lo verdadero, o lo bueno, o lo bello, pero no le basta el argumento primero de Pascal, el argumento de que, bueno, al fin y al cabo nos conviene más hacerlo. De hecho, ¿no hay cierta contradicción en adoptar por nuestra conveniencia algo que no depende de ninguna conveniencia, porque es bueno, verdadero, bello de por sí? Mucha gente ha deducido hoy que sin Dios el mundo es un desatino; que la religión da herramientas bien potentes para hacer frente al batiburrillo que nos rodea; pero, pese a esas deducciones, no tiene fe en Dios. Y no sabe cómo podría alcanzarla, ahora que ya está convencido las buenas razones que la abonan… pero solo en su cabeza. ¿Cabe ofrecer alguna respuesta a personas así?
Pascal supo prever esa situación que uno ve cada día más a su alrededor («donde abunda el peligro abunda lo que nos salva», predijo ya también Hölderlin). Pascal sabía que no éramos solo razones cerebrales, sino también «razones del corazón». Pero ¡ojo! No interpretemos eso como meras sensiblerías (entonces no serían razones, sino solo corazonadas). Son razones, pero de otro tipo: no solo cerebrales, porque no somos solo cerebro, sino también cuerpo, costumbres, relaciones, tiempo. Y, como somos todo eso, Pascal dio también una respuesta a aquellos que tienen ya convencido su cerebro, pero no su vida entera.
Es la respuesta que anunciamos que aparecía también en Lope de Vega, más en concreto dentro de su comedia Lo fingido verdadero. Allí, un actor romano, de nombre Ginés (el argumento se apoya en la hagiografía de este santo, de hecho), mientras ensaya y ensaya una obra en la que el emperador le ha encargado que imite al cristianismo… acaba convirtiéndose. De tanto imitar a los cristianos, acaba comprendiéndolos. Si actúas de un modo, ese modo acaba siendo parte de ti: fake it till you make it, que dirían en inglés.
Pascal habría entendido bien esa obrita (y también el dicho anglosajón), pues lo que propone al hombre que quiere apostar por Dios, pero aún no puede, es que actúe como si ya lo hubiese hecho. Que se porte como si Dios existiera (etsi Deus daretur), que participe en la liturgia como si ya creyera, que rece como si ya supiese que hay alguien al otro lado. «No me buscaríais si no me hubieseis ya encontrado», decía san Agustín.
No somos solo cerebro, sino también cuerpo, obras, diálogo interior: cuando todos estos se vayan acostumbrando a lo divino, como se habituó a ello san Ginés en sus actuaciones teatrales, llegará un punto en que el milagro (poco milagroso, pues se apoya en lo cotidiano) acaecerá. No se cree primero internamente, solo ante Dios, en lo más íntimo y separado (como querría un Martín Lutero) y luego ya solo en lo externo, como mera excrecencia; al contrario, lo interno y lo externo, el alma y el cuerpo, mi pensamiento y mi hábito se entrelazan, y ninguna de esas dos facetas puede reclamar ser «yo» más que la otra. Contra Descartes, no somos solo un pensamiento que usa el cuerpo como una máquina para moverse de acá para allá. Soy tanto mi cuerpo como mi pensamiento, y sus costumbres, y su tiempo, y sus relaciones. Cuando los hindúes desean domar a un elefante salvaje, lo colocan junto a otros elefantes ya educados. Lo que realizas, lo que decides, lo que compartes, tus relaciones, no son solo cosas que tú hagas: son cosas que también te hacen, te configuran a ti.
Esta es la solución que proponía Pascal; una solución que no niega las maravillas de la interioridad humana: recordemos que es el mismo Pascal que nos recomendaba quedarnos solos en nuestra habitación, sin diversiones. Y el mismo Pascal que tuvo una experiencia interior, exultante, que le marcó tanto, que llevaba su relato siempre cosido a su ropa.
Porque ahí está la clave, para no confundirnos ya nunca entre lo interno y lo externo. La experiencia más interior hay que colocarla también en esos gabanes que nos quitamos y nos ponemos. Esos gabanes que nos quitan el frío y que, a veces, prestamos. Y, a su vez, esos gabanes, aunque parezcan estar solo por fuera de nosotros, en realidad pueden calentarnos hasta el corazón. Nadie creería a quien afirmarse que quiere mucho a otra persona, tanto que no le presta su gabán porque sería «quedarse en lo externo». Abandonemos todo dualismo. Somos corazón, movimiento, tiempo, amigos. Somos incluso gabanes. Y nos cosemos en ellos (también en los amigos y el tiempo) lo más íntimo del corazón.
Miguel Ángel Quintana Paz en theobjective.com
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